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VI

El día que le siguió fue igual o peor. El niño grosero empujó al pequeño Matías en el recreo, cuando ningún profesor lo veía.

Por la tarde, sin la compañía más que de su niñera. Sin poder recibir de nuevo ayuda de sus ángeles o del Señor, Matías jugaba con los juguetes que le acompañaron cuando era una pequeña bolita de alegría e inocencia, que apenas y podía moverse por la casa.

Lo había hecho luego de su tarea, porque era un niño responsable que, agradaba a papá y mamá.

Él siempre tuvo su juguete favorito: un colorido arlequín que, de pequeñito, fue su mejor compañerito.

Y luego de una jadeante hora de juego. Quedó dormido en la alfombra de su brillante piso.

El muñequito logró separarse de su brazo. Algo que no haría un juguete normal. Pero no es porque fuera uno, si no, porque tomó el lugar del original que quedó oculto en otro lado de la casa.

—Matías, ¿Qué estás haciendo? —entró la niñera y se encontró con la imagen del diminuto arlequín en su pasito. —Esto debe ser una broma, ¿Por qué ese juguete se movió? —se refregó los ojos—. No, creo que anoche no dormí bien. Este niño. De nuevo se durmió en el piso.

Ima, en vez de llevarlo a su cama. Fue a la cocina a seguir de chismes por celular con sus amigas.

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