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IX

Bajo la luz del sol resplandeciente, en un día de calor ardiente, Matías y sus compañeros pasaban clases de educación física. Uno a uno, puestos en filas por sus tamaños, corrían para el calentamiento.

Llegó el momento de patear la pelota y el fornido profesor haría de arbitro para la ocasión. Y por orden de apellido, uno bien mantenido, fueron llamados los niños.

De la A hasta la C, luego la E y F, todos los niños —incluso las niñas—, pateaban el balón; unos incluso, asestaron el gol al primer intento, si señor.

Era el turno de Matías, uno de los últimos en la lista. Se preparó con un paso al frente y tomó el impulso que consideró necesario, cerró los ojos y en su mente se imaginó que anotó un tiro.

Pero la realidad fue diferente: la pelota no había llegado ni a tocar el arco.

Risas y barullos sonaron, bajo una gorra color del uniforme, los ojos del pequeño se taparon.

—Mr. Gadahel, Matías no sabe patear una pelota —fue señalado.

Y para seguir siendo más torturado, de los niños que faltaban, lo hicieron bien o por lo menos se acercaron.

A la hora del descanso, entre peleas amistosas y chismes que corrían de oreja a oreja, el pequeño capaz de hablar con sus ángeles, se sentó casi en un rincón, a comer lo que le prepararon. Entre mordisco y mordisco. No se fijaba en nadie, pensaba más en sus amigos mágicos y celestiales.

—Mira, es el niño que no mira a los demás a los ojos —una niña petulante se rio de Matías.

De vuelta en casa, luego de almorzar, en vez de una siesta tomar, Matías fue por el juguete. Lo hizo sonar tres veces.

—A la tierra de la diversión quiero ir yo —dijo con la mano en el corazón. Con miedo a ser decepcionado como pasó en otra ocasión, mantuvo los ojos abiertos, pero de unos mosaicos de su piso, un pañuelo verde apareció, y de él, el Arlequín salió.

— ¿Quién está listo para más aventuras?

— ¡Yo! ¡Yo!

Y tomado de la mano, fue llevado, a su destino anhelado.

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