I
Había una vez, en un país isla en medio de dos mares, un niño de nombre Matías que vivía con sus padres y sus seis hermanos: el astuto Kallias, las gemelas Mary Anna y Mari Anne, disparejas sin igual; y el responsable Adam.
Pero también estaban el gigante Sócrates y el pequeño Ramsés, los dos mayores que habían dejado la comodidad del nido familiar para hacer su propia vida.
Con apenas siete años cumplidos a mitad del verano, Matías era el menor de los siete e iba a una escuela primaria de prestigioso nivel.
Michelis y Mareill, su padre y su madre, se encargaban de mandarlo siempre con el uniforme arreglado y el cabello bien peinado. Por las noches, antes de dormir, tenía una rutina que cumplía cada final de día: después de ponerse su ropa de cama se despedía de sus padres y cada uno de sus hermanos.
Por último, Matías...
—Padre Nuestro que estás en los cielos —comencé a rezarle a nuestro Señor.
Con su corta edad, sabía más de cinco tipos de rezos y en las clases de religión, era el preferido de su profesor.
—Ángel de la Guardia, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de idea, hasta que me entregues en los brazos de Jesús, José y María... —rezaba mi última oración—, y el Espíritu Santo, Amén.
Me di la última persignada y me subí a la cama. Lo aprendí desde que cumplí los siete años, ya no quería que papá o mamá me subieran porque quería hacerlo solo.
Desde muy pequeño su padre, siguiendo la tradición heredada de sus padres —el abuelito Nialley y la abuelita Isabel— se encargó de inculcarle los valores de la religión, no cristiana ni musulmana, bastante menos la budista o sintoísta, era la católica sin parangón. Su madre no se opuso a esta decisión, dio también la aprobación.
—Mañana será otro día, iré a la primaria y me divertiré. Cumpliré con todas mis obligaciones y jugaré con los juguetes que me dieron en mi último cumpleaños.
Sonreí pensando en las posibilidades de un nuevo día.
Estaba por dormir y de imprevisto un viento abrió la ventana de su cuarto. Era uno extraño porque produjo un ruido que ni el propio pequeño escuchó. El aire, su habitación refrescó.
Matías no habló ni murmuró, su cuerpo tenía la dureza del hierro y las pupilas se agrandaron cubriendo casi por completo sus ojos.
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