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Ella y ella.

— Masoquista.

Esa fue una palabra recurrente que Eleonor escuchaba decir a Bianca, refiriéndose a su persona.

Era cierto, ella era una masoquista, una que podía ocultar a vista de la sociedad todas las marcas y traumas que tenía bajo su ropa, pero no de Bianca, no cuando ella le dirigía una mirada que mezclaba sensualidad, curiosidad y maldad en sus ojos oscuros, recorriendo cada centímetro de su cuerpo con sus manos frías.

Si, ella era una masoquista, pero Bianca no era mejor, era una sádica, una que admitía serlo.

Disfrutaba burlarse de ella, usarla como una sirvienta y jugar con su cuerpo cada noche, pero ella lo aceptaba, le gustaba, de hecho. La hacía sentir útil, necesitada, querida, protegida.

Bianca era más pequeña que ella, en varios sentidos, más baja, más joven, más infantil, pero siendo apenas una jovencita logro capturar el corazón de Eleonor, una joven que tenía un futuro brillante, y jugar con este a gusto.

A Eleonor muchos hombres la habían traicionado, incluso aquellos de su propia familia, mentiras blancas que se habían vuelto bolas de nieve que poco a poco crecían y lo destruían todo a su paso. Pero Bianca no era así, ella siempre le decía la verdad, por más que le doliera, por más que sufriera, por más que llorara. Le había ofrecido ser su apoyo, permitirle llorar en su pecho, cubriendo el dolor con un dulce bálsamo de sus cariños.

Bianca no sabía dar amor correctamente, el amor era extraño y ajeno para ella, pero estaba bien, ella tampoco sabía recibirlo. Sin embargo, Bianca, como un gato callejero, había decidido acercarse a ella y, de vez en cuando, darle gestos de amor.

Esa parte de Bianca le había sentir cálida, pues a pesar de ser como un gato, arisco, desconfiado y temeroso, en sus brazos era un dulce gatito, uno que sin previo aviso la mordía o la arañaba.

Eleonor era una masoquista, y Bianca su sádica, una en la que había aprendido a confiar en ella, alguien a quien confiarle su seguridad.

La primera vez que sintió sus brazos y piernas inmovilizados, cuando sus ojos fueron cubiertos, cuando no vio más que oscuridad y no pudo mover, tuvo miedo, pero el suave tacto y dulces palabras de Bianca la guiaron en esa oscuridad en la que descubrió un placer culpable: descubrió que, entregarse en cuerpo y alma era reconfortante, y la sensación de dejar el control a otra persona era placentera, muy placentera.

El mundo donde no había luz, ese mundo donde no podía hacer un sólo movimiento, ese mundo le encantaba terriblemente.

Habían palabras clave, obviamente, la suya era "¡Detente!" en otro idioma, una simple palabra que podía hacer que todo se detuviera, que Bianca soltará sus ataduras y la sacará de la oscuridad. Como una vez había leído, quien realmente tenía el control no era el sádico, sino el masoquista, pues este era quien podía elegir cuando y como acababa todo, porque la relación entre un sádico y su masoquista es de confianza, si el masoquista decía "detente", el sádico debía detenerse, sin importar cuan divertido fuera lo que le hacía.

Bianca cumplía esto al pie de la letra, incluso la miraba con culpabilidad cuando ella decía la palabra mágica, como si fuera un cachorro regañado. ¿Cómo podía enojarse con ella cuando ponía una cara así? Era imposible.

Su relación sólo había empezado por casualidad, nada las unía, nadie las ataba, pero un día la encontró fuera de su casa, como un cachorro abandonado en su puerta, y no pudo evitar sentirse deslumbrada por el brillo propio de Bianca, como una polilla atraída a la luz de un mosquitero eléctrico.

Ese día, Bianca entró a su casa como si esta fuera suya y ella no hizo nada para evitarlo, fue como si siempre hubiera sido así, como si así debiera ser.

En ese entonces ella tenía un novio, un novio con el que llevaba saliendo muchos años, uno que la trataba bien pero la engañaba todos los días, uno que le prometía amor eterno pero la apuñalaba cada día por la espalda. Ella sentía que así debía ser, pero cuando Bianca se apropió de su casa, esa misma tarde lo llamó y rompió con él.

Destruyéndose entre ellas, cada día Eleonor sentía que un poco de su calidez era tomada por Bianca, y Bianca sentía como poco a poco su libertad era tomada por Eleonor.

Bianca era como un gato callejero, pero era tan mimado como un gato doméstico, uno muy caprichoso que no salía de casa. Eleonor casi se podía decir que era su niñera, una niñera que mantenía al niño inquieto que cuidaba, pero no sé quejaba, aunque Bianca fuera egoísta, siempre intentaba tratarla bien en el margen de lo posible, pues tenía un gusto por molestarla y arañar su estado de ánimo, aunque si se pasaba intentaba arreglarlo, o al menos así era la mayoría de las veces...

Si lo pensabas, además de ser una sádica y una masoquista, eran de dos personas rotas y tóxicas. Dos personas que no sabían dar ni recibir amor de la forma correcta o sana.

Eleonor, a pesar de todos sus logros, a pesar de su estatus, de su importante familia, de su brillante futuro, había escogido a Bianca, alguien que disfrutaba hacerle daño emocional y molestarle todo el día, alguien completamente inútil que no hacia ningún tipo de bien por la sociedad. Ella lo aceptaba e incluso le gustaba que fuera así, porque su necesidad de ser necesitada por alguien más llegaba a un punto toxico y nocivo para cualquiera que no fuera Bianca.

Bianca, por su parte, había visto en Eleonor alguien que la cuidaría y no se quejaría si le trataba de manera brusca, alguien que no le haría ningún escándalo si por puro aburrimiento le mordía alguna zona del cuerpo, ni siquiera si esta era visible, alguien que cumpliría cualquier capricho suyo sin importar lo extraño que fuera, alguien que no importaba que tan inútil fuera, siempre estaría ahí para cuidarla. Ella aceptaba la jaula de oro en la que estaba a cambio de todo esto, aceptaba que sus alas fueran cortadas para que no pudiera volar incluso si lograba escapar porque, después de todo, fuera de esa jaula no había nada para ella.

Cada día que Eleonor abría los ojos se encontraba a Bianca durmiendo con ella, ya fuera al lado, encima o media enterrada en su cuerpo, en las posiciones más raras que podía imaginarse uno. Un día podía estar durmiendo encima de ella, usando su pecho como almohada y al otro estar enterrada en sus costillas, o estirada por toda la cama y esparcida por toda ella, e incluso había veces que se dormía pegada a su lado de la pared, dándole la espalda, ya fuera porque tuviera un motivo (una discusión o una pelea) o simplemente porque sí, porque no tenía ganas de estar cerca de ella.

Bianca era como un gato mimado, uno al que debía arreglarle las uñas cada tanto para evitar que la dañará de manera accidental o por simple aburrimiento se hiciera daño a sí misma.

Eleonor sospechaba que si ella se iba, Bianca moriría de hambre en algún callejón, pues no sabía cocinar o siquiera valerse por sí sola en los deberes del hogar, no es como si ella en principio supiera hacerlo, pero al traer a ese gato callejero a casa le obligó a aprender y a mejorarse a sí misma, sobre todo cuando dicho gato era quisquilloso, honesto y con un gusto extraño por hacerla sufrir.

Eleonor aún recordaba la cara que puso cuando le entregó el plato de arroz a Bianca, uno de sus primeros intentos, a lo que ella tranquilamente comenzó a comer.

— ¿Qué tal está?

— Está seco —dijo ella, tragando la porción que se había metido a la boca— Seco, duro y sabe raro.

Eso daño su orgullo seriamente.

— Entonces, ¿Por qué sigues comiéndolo? —si su cocina era tan mala, no debería comerla.

— Porque a pesar de todo, está comestible y tengo hambre —señaló de manera despreocupada. Había comido comidas peores— Eso y porque si la desprecio al punto de tirar tu comida, te traumaras y no querrás hacerlo más, por lo que ambas moriremos de inanición.

Touche.

Aun así, su orgullo estaba muy herido.

— El huevo está bien —señaló algo positivo— Pero me gusta más especiado —comentó de manera descuidada, dejando el plato limpio en la mesa.

Tal vez no todo estaba mal...

Esos comentarios crueles le habían hecho mejorar en la cocina, buscando recuperar el poco orgullo que le quedaba después de la masacre que Bianca había hecho sobre su arroz.

Tal vez, este amor no era como debía ser, tanto por las normas humanas como las divinas e incluso morales, pero, para ellas, este amor era lo que tanto necesitaban.

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