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3



Un frenazo provoca que mi nariz choque con el asiento de adelante. Mis ojos se llenan de lágrimas al instante, siento mucha comezón y tengo que estornudar. A mi lado, Ambrosio ladra exigiendo saber qué rayos ha pasado. ¿Será que ahora sí este intento de buen samaritano nos echará? ¡Ay, no! Espero que no.

Ya está oscuro y hace frío allá afuera; tanto frío que nos vimos obligados en cerrar las ventanas que abrimos como medio de ventilación. Ambrosio y sus gases fulminantes mantuvieron el ambiente denso, y para colmo de males, la ventilación del auto no funcionaba.

Creo que me fui por las ramas...

—¿Ocurre al...? —Otro estornudo entorpece mis palabras. Mis ojos pican con más fuerza. Por todos los rábanos, creo que estos estornudos no pasarán rápido.

—Es tarde.

¿Eso es todo lo que responderá?

—Sí, ya es de noche —le doy la razón mirando hacia el exterior.

Uy, creo que es una pésima idea asomarme, solo veo árboles con formas atemorizantes bajo un cielo totalmente oscuro. No hay luces, no están las estrellas que tanto me gustaban mirar desde mi habitación.

En el interior del auto se enciende una pequeña luz que me espanta. Suelto un grito ahogado y aprieto a Ambrosio como si fuera un peluche. Nuestro desconocido chofer está quieto en su asiento, con la cabeza gacha en dirección a un celular.

—¿Eso es un celular con cámara? —Dejo a un lado a Ambrosio para reclinarme hacia el asiento de adelante. El joven que nos acogió en su auto asiente, enseñándomelo. Intento agarrarlo, pero lo aleja y mi brazo queda extendido, con mi mano tocando aire—. Asombroso... Los turistas tenían muchos de esos. Me tomé muchas fotos con ellos.

El sujeto oculta el celular y se gira en mi dirección.

—¿Tienes celular?

—A tío Gi... Gilberto le desagradan, así que nunca tuve uno. Ni computador, ni cámaras, ni aparatos con juegos.

—Consolas —me corrige.

¿Qué tiene este?

—Bueno —mastico su expresión seria—, consolas.

Vuelvo a estornudar.

Nuestro chofer de turno vuelve al frente, enterrando sus ojos en la pantalla del celular. Quiero acercarme más para saber qué tanto hace, aunque seguro alejará el celular para que no vea. ¡Ay, no! ¿Y si está contactando a sus amigos para planear alguna clase de secuestro? ¿Y si está buscando algún sitio para asesinarnos y dejar nuestro cuerpo?

Necesito preguntarle, con disimulo.

—Y... ¿qué ha-ha-haces?

Contengo el estornudo, ahora solo me pica la nariz.

Él me mira como quien ve a un demente.

—Busco un lugar para pasar la noche.

—¿Pasar la noche? —repito, con mi pecho descomponiéndose a un grado inimaginable.

—Por aquí solo hay moteles...

Hace un tiempo, tío Gideon me permitió quedarme una noche en casa de Karina Brett, una chica de la escuela. Fuimos muchas chicas más para ver películas de terror. Fue una pasada traumática, pues una de las películas trataba sobre un hostal donde ocurrían cosas terribles y sangrientas. Una pareja se quedaba en una habitación del hostal porque su auto se había averiado y llovía a cantaros, el recepcionista amablemente les cedía una habitación por una noche y, de pronto, en medio de la penumbra, ¡un hombre abría la puerta de golpe y los mataba sin piedad!

Oh no, señor, a Levina Roth no le ocurrirá nada de eso.

—Me niego —digo, cruzándome de brazos—. Me niego a pasar la noche en sitios así. Dormiré en el auto.

—No si yo lo impido.

Su mirada hostil cae en mí; es igual a la de tío Gideon cuando le mencioné —después de toda la presión que sentí en la iglesia con la propuesta de Tom y me vi obligada a decir que sí— que no deseaba casarme, que anulara el matrimonio. Siento que flaqueo con este tipo de mirada, me vuelvo muy débil.

Pero este sujeto no es tío Gideon y ya no estoy en Lebestrange. Aquí soy yo la que toma sus propias decisiones sin miedo a represalias.

—No puedes —niego con determinación—. ¿Es que no has visto en las películas los trágicos asesinatos que pasan cuando las personas van a quedarse a una de esas cosas? Nos van a matar... Mira a Ambrosio... —Señalo a mi perro, que está con su cara de no entender qué pasa— Está asustando, él presiente que algo malo pasará.

Busca entre la oscuridad del auto a Ambrosio y lo ilumina con la pantalla del celular.

—Cierto, está lleno de miedo. Pobre animal —dice con sarcasmo y sin cambiar su expresión.

Tengo que contener mis ganas de gruñir. Odio el sarcasmo.

—No iré, me quedaré aquí.

—Ves demasiadas películas —acusa mientras se acomoda en el asiento—. Esto es la vida real, y no te dejaré en el auto para que intentes robarlo otra vez.

—No pretendo arrancarme —defiendo—. Y no me bajaré, no puedes obligarme a bajar. —Le pongo seguro a ambas puertas traseras.

—Puedo, estoy en mi derecho. —No sé cómo, pero quita el seguro a las puertas—. Ni siquiera me has pagado.

Busco la mochila con la que escapé, todavía tiene olor a excremento de Ambrosio. Abro el bolsillo con mis ahorros y se lo enseño.

—Tu dinero lo tengo, ¿ves?

—Sigues sin pagarme —continúa en un tono monótono... o muy calmado—. Esto es simple: vamos a quedarnos a dormir y somos todos felices, o te quedas, haces berrinche y llamo a la policía por intento de robo. Elige.

No tengo más opción.

Mi silencio es la victoria que él esperaba.

—Iremos a un motel.

Su afirmación me causa escalofríos. Me arrimo a la mochila indiferente al horrible olor que tiene. Tengo un pésimo presentimiento sobre esto.

Llegamos a un motel llamado Happity a un costado de la carretera. A pesar del nombre que tiene su aspecto es muy oscuro. Sus paredes grises están llenas de grietas, las puertas de las habitaciones tienen la pintura descascaradas, las ventanas no tienen cortina sino papel de diario. En la recepción, nos atiende una señora de lentes y cara arrugada, está resfriada pues no ha parado de toser y escupir en un balde que está junto a la barra de atención. Nos habla con una voz gruesa y áspera, además tiene la manía (creo) de inspirar hondo, como si roncara.

Trato de mantenerme ajena a lo que ahora el sujeto del auto y la recepcionista hablan, prefiero mirar alrededor; el cielo, los árboles, la habitación del segundo piso en la esquina que está iluminada, el rostro serio de mi acompañante que se cruza frente a mí...

—Nos tocó arriba —informa con una mueca de inconformismo, seguramente muy parecida a la que traigo yo.

Se dirige a la escalera sin decir más. Yo lo sigo con paso fúnebre detrás, con Ambrosio y la mochila en mis brazos.

Entramos a la habitación 9, en el segundo piso.

Con cierto temor, asomo a la habitación por el marco de la puerta y la primera impresión es que hay un olor ha guardado. Tiene una cama de dos plazas con un cubrecama amarillo floreado lleno de manchas que nos dejan en la puerta con una mueca algo asqueada. Dos veladores con unas lamparillas sombrías y un teléfono. Hay un sofá bajo la ventana que se ve mucho más decente que la cama. Ambrosio entra sin problemas para investigar, luego entra el sujeto del auto. Yo entro procurando no tocar nada.

—Qué acogedor —comenta el tipo mientras deja la llave de la habitación en el cenicero que está encima de un mueve, junto al sofá.

Aprovecho que está distraído para sacar la llave en caso de que quiera hacernos algo. Aunque al parecer no tiene intenciones de hacer nada más que dormir, porque bosteza como queriendo tragar el mundo entero.

En el otro rincón de la habitación está la puerta del baño y un mueble con un televisor.

—¿Eso es un televisor con pantalla plana? —Dejo las llaves de regreso en el cenicero y me acerco al televisor para tocarlo—. Nunca vi uno. En Lebestrange solo había de los otros. Teníamos uno, pero estalló cuando lo toqué. Algo ocurre siempre con esos aparatos cuando estoy cerca.

—Gracias por la información, puedes alejarte de todo lo que use electricidad. —Me giro sobre mis pies queriendo saber si lo dice en serio—. ¿Sabes lo que es "electricidad"?

—¿Energía? —contesto asumiendo otra vez que me ve como una tonta prehistórica.

Vengo de un pueblo donde la tecnología es escasa y vivía con un hombre que la detestaba. Hasta hace unos meses ni siquiera sabía qué es Facebook porque el internet es limitado y el único sitio donde puedes conseguirlo (con permiso) es en el colegio. Claro que no voy a saber mucho de los nuevos inventos que existen hoy en día.

Tranquila, Levina, no te alteres.

Sin muchos ánimos, mete su mano al bolsillo. Me pongo a la defensiva, pero solo vuelve a sacar su celular para ver la hora. Ambrosio salta a la cama para acurrucarse entre los almohadones.

Una pregunta crece en mi cabeza.

—Uhm... ¿Dormiremos juntos?

—Yo pagué —responde él y echa a Ambrosio de la cama—, por eso tú dormirás en el sofá.

Es genial, porque no tengo ganas de dormir en una cama donde Dios sabrá cuántas personas han hecho cosas ahí.

Como no hay mucho que hacer y al parecer el señor S de Sarcasmo (así lo llamaré mientras no sepa su nombre) está ya dormido, entro al baño procurando no hacer ruido.

—Hola, Levina —saludo a la chica que se refleja en el espejo—. Te ves terrible.

Es cierto, me veo muy mal a como lucía en la tarde, cuando me vi por una última vez al espejo antes de salir a mi boda.

Siento que estoy metida en un sueño muy extraño, que en realidad sigo en Lebestrange. Todo pasó tan rápido que aún no digiero el estar aquí, frente al espejo de un motel. ¿Acaso realmente estoy soñando o de verdad escapé? Pienso en ello y mi estómago se revuelve entre miles de sensaciones y emociones.

Tengo unos fervientes deseos de llorar, pero sé que no debo hacerlo, porque hice lo correcto.

—Totalmente —me aseguro—. Ahora lava ese sucio rostro y cuando salgas pon la mejor de tus sonrisas.

Suspiro con fuerza y abro la llave del agua fría para limpiar mi rostro. Listo, rostro limpio. Después de enjuagarme, una nueva Levina Roth está reflejada en el espejo, preparada para aventurarse a la vida sin la sombra de un tío tirano y un novio petulante.

Salgo de la habitación encontrando a Ambrosio dándole amor a una esquina de la cama.

—Eres un pervertido —lo acuso, pero él está muy concentrado en su intento de apareamiento como para ofenderse.

Lo agarro para que se detenga, entonces, de la nada, una ráfaga fría de viento entra junto con un golpe sordo. La puerta está abierta. Me sobresalto aferrando a Ambrosio a mi pecho, quien empieza a ladrarle a la figura enorme de un hombre encapuchado que contrasta con la luz natural de la noche.

Me encuentro gritando, y retrocediendo mientras la imponente figura de la puerta se asoma, enseñando un rostro desfigurado.

—¡¿Qué pasa?!

El señor S despierta desorientado, apenas me sostiene cuando choco con la cama y caigo sobre él. De manera rápida, lanza un almohadón al hombre desfigurado y éste comienza a retroceder con torpeza hacia el pasillo hasta chocar la baranda. Ambrosio se zafa de mi agarre y con un gruñido, como jamás le escuché, muerde la pierna del hombre desfigurado provocando que su cuerpo se tuerza hacia atrás y, en cosa de un parpadeo, ya no esté.

Se escucha un golpe.

El hombre ha caído.

—Demonios... —murmura el señor S, pálido y asombrado.

Se levanta de la cama y camina con temor hacia la baranda. Allí, apoyado, voltea hacia mí.

No... No, no, no, no.

—Tu perro es el culpable.

¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué...? ¿Qué acaba de pasar?

Con paso lento me asomo por la baranda. El hombre con la cara desfigurada sigue en el suelo.

—¿Está muerto? —le pregunto al señor S mientras tiro de su chaqueta.

No hay respuesta.

En silencio, bajamos las escaleras hasta dar con el cuerpo del hombre tirado en el pavimento. Me quedo de pie, sintiendo deseos de vomitar, sujetando mi vientre y encorvada.

Agachado, el señor S se inclina sobre el cuerpo inmóvil.

—Creo que no está respirando.

—¿Cómo que no está respirando? ¿Estás seguro? —Me agacho para poner mi mano sobre su pecho, sintiendo un hedor vomitivo. No siento su respiración, tampoco los latidos de su corazón. Busco su muñeca, solo para encontrarme con una fría y pegajosa piel—. Ay, Dios... ¿Qué vamos a hacer?

—Matamos a un hombre —afirma con un movimiento de su cabeza. Creo que se está convenciendo de nuestra terrible situación.

—Fue un accidente.

—Un accidente que nos llevará a la cárcel —añade con pesimismo—. Si no quieres que eso pase entonces tendrás que hacer lo que yo diga.

Sus ojos muestran una determinación escalofriante. Las sombras nocturnas y lo solitario del lugar le dan un aspecto macabro, pero seguro.

—¿Qué harás? —interrogo al verlo agacharse frente a la cabeza del muerto.

—Lo ocultaremos —dice con frialdad—, haremos como que nada de esto pasó. —Agarra al hombre por debajo de los brazos—. Lo hacemos rápido antes de que alguien nos vea.

Me falta el aire, mi respiración se entrecorta y los ojos me pican. Estoy sollozando.

—No quiero irme a la cárcel...

—Entonces ayúdame con esto.

—Pero tampoco quiero dejar a este hombre tirado como basura —continúo, secando mis lágrimas—. No es un animal, es una persona. Lo mínimo que podemos hacer es hacernos responsables de él... De esto.

Un grillo es lo único que escucho, luego el suspiro pesado del señor S.

—De acuerdo. —Suelta al hombre y se levanta—. Hagámonos responsables de esto. Pero, cuando llegue la policía por el cadáver, diles que fue tu animal el que provocó la caída.

Vaya, creo que no estuvo tan complicado convencerlo. Si se hubiera tratado de Tom, probablemente el cuerpo del hombre ya estaría enterrado y yo no hubiese podido decir ni «pio».

De Tom y de la vieja Levina que no se atrevía a decir «pio», mejor dicho.

—Hablaré con la verdad y con detalles —acepto, colocando una mano en mi pecho.

Un quejido de ultratumba viene del cadáver del hombre. Un momento... ¡No está muerto, está vivo! ¡Sí!

—¿Dónde estoy? —pregunta el hombre levantando la cabeza. Lanza una grosería y lleva una mano a su nuca, frotándosela.

El señor S y yo nos agachamos a su lado para examinarlo. El olor a alcohol es fuertísimo, tengo que cubrirme la nariz.

—Te caíste de un segundo piso —habla el señor S—. ¿Quieres que llame a una ambulancia?

—¿Ambulancia? ¡Que las jodan! —exclama el hombre en medio de un gruñido y una pataleta que causa un eco en el desolado lugar.

El ruido de una cerradura nos pone en alerta. Detrás a la extraña escena que montamos, la recepcionista sale de su aposento para saber qué sucede.

—¡Siempre causando problemas! —exclama con las manos al cielo— Este buen sujeto... —No dijo «buen sujeto» a decir verdad, sus palabras fueron otras, pero no vale la pena que las pronuncie—. Déjenlo, chicos, yo me encargaré de él.

El desconocido con quien voy de camino a Portland y yo nos miramos algo confundidos, ambos no comprendemos nada, pero guardamos silencio dispuestos a no involucrarnos más. Es un alivio, después de todo, que el hombre esté vivo y nosotros también lo estemos.

Una primera noche bastante alocada, no quiero imaginar cómo serán las siguientes...


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