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Debe ser una broma.
No tengo una puta idea de cómo debería empezar a contar esto. Es confuso, muy confuso. Lo suficiente para que crean que es una jodida fantasía, pero, de ser así el caso, no los culparía. Parece una versión barata de The Last of Us montada en un escenario donde no están los Chasqueadores, Acechadores o Corredores, sino algo mucho peor. Vamos, bien sabemos que los humanos son peor que esas cosas mutadas de los Cordyceps, ¿no?
Volviendo al inicio de esto, tengo que decir que estoy exento de todas las cosas hechas. Aclaro antes ustedes: todas y cada una de ellas fueron para sobrevivir. Punto.
No estoy desvariando, solo soy un bastardo con mala suerte. ¡Un demonio! No lo soy, tengo suerte, pero esta se fue corriendo cual Sonic el día en que ella apareció.
Con ella desbloqueé el logro «Idiota del año». Se los aseguro.
Ese sábado me desperté de maravilla, sin dramas. El único problema era la erección mañanera que apenas pude quitarme porque golpearon la puerta del departamento.
—¿Sí?
—Vecinito, ¿podría ayudarme con el baño?
Era la señora del departamento 15. La anciana sin hijos que siempre me agarra el culo. No tiene gracia. Parece que su cuento de "cambiar bombillos" ya no la convencía. Y es que no lo hace, era evidente que ese bombillo se rompía a propósito: el de agarrarme el culo con la excusa barata de que me evitaba que cayera al suelo. Diría que fue astuta al comienzo, pero pedir insistentemente lo mismo una vez a la semana comenzó a restarle veracidad. Últimamente desistía de ayudarla, sacando pretextos tan malos como los suyos pero, al parecer, la anciana había encontrado algo con qué llevarme de vuelta.
No puedo decirle que no a una anciana que vive sola, no soy tan jodido.
Después de evitar astutamente que la anciana me agarrara el culo colocando mi celular y las llaves en los bolsillos traseros, volví a mi departamento oliendo a mierda. Literal: mierda de una octogenaria.
Hasta ese momento mi sábado aparentaba ser un asco.
Se puso peor.
Un pitito desde el estante junto al televisor captó mi atención. Es la grabadora de papá, la que le fue heredada y uso para juntar mensajes de mis hermanas y mamá.
«Allek, soy yo.»
Era mamá al habla, con su típico tono de preocupación.
«Tu madre, por si no me recuerdas... cosa que no me asombraría después de todo este tiempo en esa... cueva. Solo llamaba para decirte que la amiga de mi amiga tiene una hija que es un bombón: linda, bonita... ¡hermosa! Sé que te encantará conocerla. Anda, sal un poco a tomar aire, deja esos videojuegos. No te encierres. Todo lo que hago es por tu bien, cariño. Lo sabes, tus hermanas (a quienes tampoco les respondes las llamadas) lo saben. No puedes vivir todo el tiempo frente a una pantalla, terminarás con los ojos cuadrados.
Quiero ser abuela de un niño que lleve el apellido de tu padre, así su legado no morirá.
Te quiero.»
Fin del mensaje.
Así su legado no morirá. Claro, soy el único hombre de la familia, si no tengo hijos el apellido «Morris» morirá junto conmigo.
No me extrañaría que ocurriese. Lo que menos me interesa hoy es repartir espermatozoides a diestra y siniestra. Soportar los llantos de un niño, tener que levantarme a mitad de la noche para cambiar un pañal, ajustar los gastos para que pueda comer, comprar más pañales y conocer el estúpido idioma de padres para entretenerlo... No, gracias. Prefiero la compañía de mis juegos.
Y si quiero esa clase de vida me creo una familia en Los Sims.
Otro pitido de la grabadora.
Qué vida más solicitada la mía, ¿eh?
«¿Para qué tienes uno de esos celulares último modelo si no respondes los jodidos mensajes? Tuve que marcarte al departamento porque tienes el puto celular solo para presumirlo... ¡Contesta, Morris, sé que estás ahí!»
Solo era Marcus, un excompañero en Taller de Diseño.
Esquivé los cables de la consola y tomé el teléfono de antaño. El olor a mierda entró por mis fosas nasales. Un asco.
—Estoy aquí.
—Aaaah, sabía que me responderías —dijo con su voz tan molesta—. Lástima para ti, no vengo a ofrecerte ninguna de mis amigas.
—No estoy interesando en ninguna de tus... ¿Las llamaste amigas?
El sujeto es un mujeriego.
Exhaló un bufido prolongado, así empezó una de sus típicas charlas:
—¿Eres gay? Porque de otro modo no me explico los motivos por los que alguien que atrae a tantas chicas no quiera salir con ninguna. ¡Ah, ya sé! Te gustan las viejas.
—No todo en la vida es sexo y alcohol.
—Ah, claro, claro... —habló en un tono comprensivo por sobre los objetivos de la irritación—. También están los videojuegos.
Como siempre tuve que limitarme a mi lema:
—Cero compromisos.
—¿Te la jalas mientras juegas?
—Soy Allek, no Stefano.
Se echó a reír. Era una risa jocosa, de esas que molestan a cualquiera. Al comienzo, cuando lo conocí también la odié, pero me acostumbré a ella. También comprendí que esa era su risa por naturaleza, y como su naturaleza es ser un arrogante con dinero...
—¿Conseguiste trabajo?
Su pregunta me hizo guardar silencio y pensar en todos esos currículums que envié sin obtener una respuesta a cambio.
—Eso parece un no —continuó después de mi silencio.
«¿Qué le hicieron a Marcus? ¡No puedo creer lo acertado que está!», pensé.
—Es un no.
Idiota.
—Bueno, creo que es tu día de suerte —dijo—. La empresa Jeagger está buscando diseñadores de personajes. Quieren hacer un nuevo juego con temática distópica... Ya sabes, lo que se vende hoy en día. El juego se llama Solary Girl: La guerra de Jun. Es estilo es tipo cómic, como el último juego de The Walking Dead. Pensé en llamar a Stefano, pero creo que este juego calza mejor para ti y tu estilo. ¿Qué dices?
Fingí meditarlo.
La verdad es que necesitaba el trabajo.
—Suena interesante.
—Si quieres el puesto puedes mandar tu currículum a la empresa, tienes hasta el martes. Tiene que ir tu fotografía, así los idiotas que contratan se enteran quién es un obeso sedentario y quién es el sujeto con aspecto responsable.
—Vale.
Silencio.
—¿Y cómo están tus hermanas?
Corté.
Para el viernes de la próxima semana ya había recibido el correo de pre-aceptación. Para aceptarme, como si tratara de un concurso absurdo, necesitaban hacerme una entrevista personal. No, no me refiero a que harían preguntas del ámbito privado, la jodida empresa necesitaba hacerme preguntas pero cara a cara. También conocer mi trabajo en vivo y en directo. Una idiotez.
Como soy un idiota con necesidad de dinero, acepté. Saqué un par de ahorros en el banco, le puse crédito a mi celular y arrendé un auto porque un bus me haría tardar demasiado. Irónico, malditamente irónico.
Partí el domingo por la mañana. Ya para la tarde mi suerte cambiaría.
En las afueras de Hazentown (sí, soy de allá) me dieron ganas de mear. Tomé una ruta donde nadie andaba, ¿qué iba a imaginar que de regreso a mi auto me encontraría a una loca con un traje de novia tratando de manejar?
La vi con las manos en el volante, tensa como si se tratara de una jodida partida en alguna clasificatoria. Apenas se percató de mi presencia.
—Bien —emitió con nerviosismo—. ¿Cómo funciona esto?
Me agaché para apoyarme en la ventana, todavía sin que me viera.
—Debes encenderlo primero —le dije—, gira la llave.
—Gracias, Ambrosio.
«¿Ambrosio? Hay que estar muy jodido mental para llamar a alguien así», me dije en lo que su mirada caía en el costado del volante. No pasaron ni dos segundos cuando cayó en cuenta de que esa información básica para conducir se la había dicho nadie más que yo. Giró y emitió un grito lleno de espanto.
Una escena ridícula.
—¿Qué demonios haces en mi auto?
Es arrendado, lo sé.
Abrí la puerta oyendo los gimoteos llenos de disculpas que la novia demente repetía. Sabía que estaba en problemas. Bajó del auto como si yo la hubiese agarrado de su frondoso y sucio vestido blanco.
—Yo... No fue mi intención... —balbuceaba a mis espaldas, viendo alarmada cómo subía al auto—. Sí era mi intención, lo iba a tomar prestado, no robarlo... Es que yo...
Tuve que pausar sus desesperados intentos por explicarse.
—No me interesa ni me incumbe —objeté—. Es más, lo dejaré pasar.
—Pero es que yo...
—No me interesa —interrumpí de nuevo—. Que esto quede en tu conciencia, no en la mía.
Traía la boca llena de explicaciones y yo no deseaba escuchar ninguna. Dentro de la conmoción que portaba, en un inventario lleno de locura, encendí el auto, cerré la puerta y me fui. Retomé la carretera para dirigirme a mi destino, el cual, por cierto, constaba en atravesar todo lo ancho del país.
Iba manejando bien, en silencio, en mi espacio. Normal, como me gusta. Hasta que el olor a mierda atacó otra vez... No era yo, sino un perro.
Sí, como lo oyen: un perro. Y su mierda en el asiento trasero de mi auto arrendado.
Apreté con tanta fuerza el freno que el perro rodó por el asiento y cayó. Empezó a ladrar, como si me reprochara lo que acababa de hacer. Me di vuelta y encontré una plasta gigante y similar a Pou, esa cosa rara que se tenía que alimentar, limpiar y no sé qué más. A su lado, una mochila.
Así que este es Ambrosio, dije.
No me quedó más remedio que regresar al sitio donde dejé a la dueña del animal.
Ella estaba en medio de la carretera, llorando, claro, y esperando que algún milagro se le presentara. No existe sonrisa más condenadamente auténtica que se asimile a la de ella viéndonos de regreso.
—¡Gracias a Dios! —exclamó con deleite— Sabía que regresarías.
Eh..., no. El «regresarías» iba para el perro.
No tuve necesidad de bajar la ventana, ya me vi haciendo ese trabajo con la hediondez del interior. Alcancé al animal procurando no ensuciarme con mierda y lo saqué.
—Ten a tu animal —le entregué al perro por la ventana. La novia prófuga lo recibió como a un videojuego que por mucho tiempo has esperado su estreno—. Y esto.
Por último le entregué la mochila.
—Gracias. —Sostuvo al animal cual peluche y recibió su mochila.
—Tu perro decoró mi asiento, es toda una ternura.
Mi sarcasmo despertó algo en ella, pues su expresión de mártir tuvo un cambio. Dejó al perro en el suelo y colocó sus manos en el marco de la ventana, adentrándose. Tuve que hacerme a un lado, incómodo por su atrevimiento.
—Lo siento —se disculpó—, puedo limpiarlo si quieres.
Observé su maquillaje corrido, el brillo singular de un moco aguado tentado a salir de su nariz y algunas zonas sucias con tierra en su mejilla. Demonios... ¿de dónde salió esta?
Usé la lógica:
—Paso, lo haré yo antes de que llegue a Oregón.
Me predispuse a acelerar, pero ella me frenó esta vez.
—¡Espera! —gritó, casi matándome del susto. Por poco aplasto su pie y al perro con la rueda trasera del auto.
—¿Estás loca?
—Necesito ir a un sitio —comenzó—. Necesito ir a la academia Ritchman, en Portland. No sé si tú... ah, en tu auto, podría llevarme.
Yo iba a Portland también, pero no quería compañeros de viaje. Decidí omitir y borrar.
—Voy a otro sitio y pasaré a unos cuántos.
Mentía, no había paradas.
—No importa, eso es lo de menos. —Venía su suplica emitida con la voz de una niña pequeña—: Por favor, no tengo cómo ir. Voy a tener que caminar kilómetros para llegar a un sitio donde encuentre alguien que pueda llevarme.
—Ya dije que no.
—Te pagaré. Te daré dinero a cambio. Y no voy a molestar, ni él tampoco —Señaló al perro, que seguía vivo y sin moverse—. Estaremos en el asiento trasero en silencio y armonía. ¿Sí?
Accedí por el dinero. O trato de convencerme de ello. Ya dije, no soy un hijo de puta desgraciado, si me piden las cosas con tanto ruego... Joder, tengo que acceder.
La condición era pagarme y, además, limpiar la mierda del perro. Subieron al auto y nos pusimos manos a la obra.
La novia prófuga limpiaba el desastre de su perro con un trozo rasgado de su vestido de novia. Su expresión de asco me fue contagiada, tuve que apartar los ojos del espejo retrovisor. La verdad, me enloquecía ver su forma de limpiar. Esa clase de manchas no pueden agarrarse con las manos como garras o quedaría esparcido por todo el asiento, tenía que sacar la mierda como si sus manos fueran una espátula. Simple.
Para calmar mis nervios me animé a poner la radio vieja del auto. Unos segundos de sintonizar alguna radio, hallé una canción movida de antaño: Lollipop de The Chordettes.
El can, que no se había movido tras caer del asiento, saltó apenas al asiento copiloto cuando escuchó la canción. Lo observé de reojo, humeando curiosidad, y descubrí que el animal empezó a mover su trasero. ¿Estaba bailando? Eso creí; cuando volteé a verlo dejó de bailar. Y si regresaba mi vista al frente seguía moviéndose, y así el resto de la canción.
Asumí que debía cuestionarme qué clase de seres había subido a mi auto arrendado. Divagué entre mi existencia, mi vida o muerte, y estaba soñando.
Todo quedó en un desenlace nulo cuando un chillido por parte de la novia prófuga me llevaron a verla otra vez por el espejo retrovisor. Se había escondido tras mi asiento en cuanto pasó una camioneta al otro lado de la pista a toda velocidad.
Sospeché, pero lo dejé pasar porque el perro comenzó a dar vueltas sobre su trasero con una nueva canción.
Mi viaje, que tomaría dos días y algunas horas, con ella se alargó una semana y algo más.
Pero sí. Ese fue el inicio de cómo vine a dar a esta celda, en una estación de policía a kilómetros de mi objetivo principal.
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