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Capítulo 8: El rostro de un asesino

Cualli se levantó de su banca y fue a dejar su examen al escritorio de su profesor; de lo nerviosa que había estado, había dejado marcados sus dedos con sudor en el papel. Recogió su mochila y salió del salón. Samanta había terminado primero, así que la había estado esperando afuera del salón sentada en el suelo. Apenas la vio salir, se levantó y se acercó a ella.

—¿Cómo te fue? —le preguntó curiosa.

—Creo que bien. No sé. Volví a leer todo antes de entregarlo.

—¿Nos vamos?

Cualli asintió.

Caminaron por el edificio en silencio y salieron de la escuela. Debido a la temporada de exámenes, todos habían salido temprano y la facultad estaba más vacía de lo normal.

—¿Tu abuela sabe que vas a regresar tarde? —Samanta preguntó mientras se acercaban a la parada del camión.

—Sí, le conté que iba a ir a tu casa. La verdad es que se alegro de que saliera a divertirme con una amiga.

Samanta sonrió.

—Gracias por aceptar. Sé que es raro, pero le conté a mi tío que fuiste a la casa aquella vez, obvio omitiendo toda la parte paranormal, y de la misma forma que tu abuela, se alegró demasiado y me pidió que te invitara a comer porque quería cocinarte algo para conocerte.

—Yo no sé decirte qué cosas son raras. Yo soy rara, así que no tengo ningún problema, y me parece lindo conocer tu casa fuera de todo ese... asunto paranormal.

Subieron al camión y se sentaron en la parte de atrás; Samanta en la ventana y Cualli a su lado. Apenas arrancó, Samanta abrazó a su mochila, se quedó dormida y comenzó a cabecear.

—Cualli —el fantasma le susurró al oído.

El hombre que se sentó frente a ella se sacudió por el escalofrío que le dio. Cualli sacó su teléfono y fingió que contestaba una llamada.

—¿Qué pasa?

—No voy a ir contigo ahí.

—¿De qué hablas?

—No voy a entrar en esa casa. Nos vemos cuando llegues con tu abuela.

—Desde aquella vez te pusiste raro. Dime la verdad, ¿qué es lo que pasa?

Biel se quedó en silencio, decidiendo sí podía decirle la verdad o no.

—No es por nada. Nos vemos después —mintió y se desvaneció del lugar.

Minutos más tarde, cuando comenzaba a atardecer, Cualli despertó a Samanta y bajaron del camión. Mientras todavía se limpiaba las lagañas de los ojos, su amiga la llevó de nuevo hacia el interior de su casa, esta vez, subiendo por las escaleras hasta el último piso.

Apenas entraron a su hogar, un hombre maduro, delgado y apuesto las fue a recibir. A Cualli le impresionó lo bien que olía él y la comida que estaba cocinando.

—Mucho gusto, Cualli —el hombre la saludó de mano—. Samanta me contó que viniste a la casa la semana pasada, y yo no quería dejar pasar la oportunidad de conocer a la primera amiga en mucho tiempo de mi sobrina.

Cualli sonrió.

—Tío...

—¡Lo siento! No quería avergonzarte —las guio con su caminar hasta la cocina—. Hice tacos. ¿Te parece bien, Cualli?

—¡Me encanta!

Cualli tomó asiento en la pequeña mesa redonda que la familia de su amiga utilizaba para comer. Mientras tanto, Samanta y su tío se encargaron de poner los platos, las salsas, verduras y servir los tacos.

—¡Están muy ricos! —exclamó Cualli después de dar el primer bocado.

Samanta sonrió.

—Me alegra que te hayan gustado —le dio un trago a su lata de cerveza—. También me alegra que no te haya impresionado de mala manera saber a lo que nos dedicamos.

Cualli negó con la cabeza, esperó hasta que pasó el bocado y habló:

—No tengo ningún problema con la muerte.

—La preparación de los difuntos es un arte, Cualli. Al igual que lo que ves en la escuela, tratar de ponerle un poco de color a lo muerto, y llenarlo de cariño y respeto, es una obra artística.

—Por favor, no hablemos de eso mientras comemos —Samanta reclamó.

—Está bien. Lo siento. Esto se ha convertido en una parte tan importante de mi vida, que me parece normal hablar sobre ello en la mesa.

—No hay problema —contestó Cualli.

Durante el resto de la comida, el tío de Cualli les preguntó sobre la escuela, su opinión sobre la música, e incluso debatieron sobre películas de terror. Al terminar, los tres ayudaron a levantar los platos y lavarlos.

Sonó el teléfono del tío de Samanta, lo miró y lo guardó en su bolsillo de nuevo con urgencia.

—Las dejo, chicas. Llegó trabajo y tengo que atender —se despidió con un beso en la mejilla de su sobrina y desapareció corriendo.

Terminaron de acomodar los cubiertos en silencio.

—¿Vas a ir a ayudarlo? —preguntó Cualli.

—No. Hoy me prometió encargarse de todo el trabajo —se limpió las manos—. ¿Quieres ver mi estudio de pintura?

Asintió con la cabeza.

—¿Cerveza? —Samanta preguntó y abrió el refrigerador.

—No quisiera ir oliendo a alcohol en el trasporte público.

—No te vamos a dejar que te vayas en trasporte, cuando termine mi tío de trabajar te vamos a llevar hasta tu casa.

—Nunca he probado una —confesó.

Samanta tomó seis latas, las puso dentro de una cubeta y la llenó de hielo.

—Siempre hay una primera vez para todo. Vamos —la tomó de la mano y la llevó por los pasillos del último piso.

En la esquina del edificio, en el último piso, alejado de todos los demás cuartos, encontraron el estudio de Samanta: una habitación enorme, de grandes ventanales, pisos de madera y llena de pinturas por todos lados.

—Bienvenida a mi lugar seguro —anunció Samanta al entrar.

—Es precioso.

Samanta trajo dos sillas y las colocó juntas, mirando hacia la ventana. Las dos se sentaron y se encargó de abrir una cerveza para cada una.

—Salud —le extendió la lata.

—¿Salud? —respondió nerviosa y aceptó la cerveza.

Samanta le dio un sorbo y Cualli la imitó, su cara se llenó de desagrado al probar el sabor amargo de la cerveza. Samanta rio.

—Está bien si no te gusta, puedes dejarla. A la mayoría así les pasa, es un gusto adquirido.

Cualli dejó la cerveza a su lado.

—¿Recuerdas todo lo que pasó esa tarde en la morgue? —pregunto Cualli mientras miraba la calle desde la ventana—. No hemos hablado sobre eso desde que pasó.

—La mayoría... —exhaló con pesar y le dio un trago a su lata—. Recuerdo cuando apareció ese demonio en la puerta, la manera en la que te lanzó por los aires y me llevó. De ahí en adelante, todo está en blanco hasta que desperté entre tus brazos. ¿Podrías rellenar esas lagunas mentales?

Cualli restregó sus manos sudadas en su pantalón de mezclilla, trajo a su mente todo lo que pasó esa tarde.

—Te poseyeron, Samanta —contó mientras la piel se le ponía de gallina—. Esa cosa te llevó a la morgue para matarte.

—¿Y cómo es que estoy aquí?

—Alguien te ayudó —la volteó a mirar a los ojos—, y no fui yo.

Samanta terminó su cerveza, aplastó la lata y la aventó a la cubeta.

—¿Fue la persona con la que hablabas? —preguntó seria y ocasionó que Cualli abriera los ojos llena de sorpresa—. Recuerdo un poco de eso. ¿Quién era?

Para darse valor, Cualli levantó su lata de cerveza y le dio un trago, aguantándose el golpe de sabor desagradable.

—A veces puedo hablar con los muertos... —confesó dudosa.

—No te preocupes —Samanta puso su mano sobre el hombro de su amiga—, después de todo lo que vivimos, no me sorprende lo que me tengas que decir.

—Esa vez te salvo otro muerto, yo no hice nada.

—Huh —aceptó la respuesta como si fuera la cosa más lógica del mundo—. Cambiando el tema, ¿sabes qué pasó con Oliver?

Cualli, que estaba dándole otro sorbo a su lata, terminó escupiendo todo.

—Perdón.

Samanta rio a carcajadas, luego Cualli se le unió.

—¿Pasó algo entre ustedes? —Samanta preguntó curiosa.

—Lo besé —confesó Cualli mientras su cara se pintaba de rojo.

—¿Y luego? —Samanta saltó de la silla y se paró a su lado.

—Me rechazó...

—¡Hijo de puta!

—Y luego me confesó que iba a tener un hijo con su ex...

—¡Mal-di-to hijo de perra!

—Por eso dejó de ir a la escuela. Va a ser papá, así que va a abandonar el estúpido sueño del arte.

Samanta agarró otra cerveza, la abrió y se dejó caer en la silla. Suspiró después de darle un trago.

—No es un sueño estúpido —refutó calmada.

—Lo es, y nosotras somos unas estúpidas. Y no tengo nada en contra de eso, me gusta ser una estúpida que persigue sus estúpidos sueños con orgullo.

—Estoy de acuerdo —levantó su trago—. Salud por ser un par de estúpidas soñadoras.

—Salud —le dio un largo trago—. ¿No te molesta, Samanta?

—¿Qué cosa?

—Que Oliver se haya ido. Parecían buenos amigos.

Negó con la cabeza.

—Me gusta llevarme bien con todos, y eso hace que parezca que tengo muchos amigos. Pero no, en este momento, solo estás tú. ¡No podríamos no ser amigas después de haber pasado por una posesión juntas!

—Tienes razón —Cualli rio divertida.

Samanta se levantó, se fue hasta el fondo de la habitación y prendió las luces, ya que ya se había hecho de noche.

—¿Quieres ver que te de una exposición sobre mis pinturas?

Cualli se levantó y asintió.

—Te voy avisando que muchos son horrendos.

—No creo tener el talento suficiente para criticar lo que haces.

Caminaron hacia la entrada de la habitación, ahí habían colgados tres cuadros gigantes, cada uno siendo un retrato de la misma persona durante diferentes etapas de su vida: la primera siendo la niñez, la segunda la adultez y la última la muerte; los tres cuadros parecían estar interactuando, como si estuvieran teniendo una conversación. Cualli no pudo quitarle la vista al contraste entre el primer cuadro y el último, la felicidad cálida y el frío de la nada.

—Es aterrador, Samanta —comentó al fin.

—¿En el bueno o mal sentido?

—En los dos. Es un cuadro excelente —la miró a la cara—. Imagino que el trabajar tanto con la muerte te deja una huella imborrable.

—Lo hace en muchos sentidos...

Siguieron dando un recorrido por el estudio, pasando desde cuadros tan serios como los primeros, a otros más humorísticos y tiernos de perros haciendo poses chistosas. Pararon al fondo del pasillo, en donde ya no había más cuadros y solo estaba el caballete con un lienzo en blanco, ya listo para ser pintado.

—¡Qué talentosa! Me gustaron todos tus cuadros, aunque algunos no me gustarían verlos todos los días en la sala de mi casa.

Samanta se quedó viendo fijamente hacia la esquina de la habitación, en donde algunos cuadros sin terminar estaban apilados.

—Falta uno para enseñarte —confesó con solemnidad, caminó hasta la esquina, sacó un cuadro mediano y lo puso encima del lienzo en blanco—. Esta es mi pintura más personal.

Cualli analizó el cuadro en silencio, y no pudo encontrar una razón para que ese cuadro fuera diferente a todos los demás que había visto. En él se veía a un gato blanco dormir bajo la luz del sol que entraba en la ventana. Las pinceladas no eran tan buenas y los colores no parecían bien mezclados. Era un cuadro de principiante.

—¿Ese era tu gato? —preguntó, tratando de adivinar el por qué le tenía tanto aprecio.

—Sí, lo era... —se sentó en el suelo, frente a la pintura; Cualli la acompañó—, pero esa no es la razón del por qué es especial.

—¿Puedes contarme?

—Por supuesto.

Se acabó la lata de cerveza que tenía en la mano de un trago, eructó en silencio y meditó lo que iba a decir a continuación.

En ese entonces comencé a seguir mi estúpido sueño con orgullo. Cursaba la preparatoria y creía que todo iba a salir bien, que mis planes iban a salir a la perfección. Iba a la escuela, sacaba calificaciones decentes, me dedicaba a pintar y empezaba a trabajar con mi tío para poderme pagar mis materiales.

Mis papás odiaban el oficio de mi tío y que yo también me estuviera involucrando en él, tampoco les parecía que me obsesionara tanto con la pintura, pero como yo pagaba mis cosas, jamás me dijeron nada.

Quería convencerlos, deseaba que aceptaran mis sueños, que me apoyaran, que pudieran ver lo mucho que significaba para mí destruirme los ojos a diario haciendo pinceladas, así que hice ese cuadro del gato. Se llamaba Algodón, mi madre lo amaba con todo su ser, así que pensé que un retrato de su mascota llegaría más rápido a su corazón. Cuando se lo entregué lloró; no sé si por emoción, por lo mal pintado, por ver a Algodón o porque pudo entender lo mucho que amaba pintar. Esa noche ella habló con mi padre y decidieron apoyarme para que entrara a la facultad de artes.

Meses después, una semana antes de entrar a la facultad, me enfermé horrible. Tenía un dolor en la garganta que no me dejaba ni pasar saliva, sentía que mi cabeza iba a explotar, y una maldita fiebre que no bajaba con todos los baños fríos del mundo. Me llevaron a varios doctores y todos me llenaron de medicinas, pero ninguno le atinó a mi malestar.

En el maldito sábado 20 de julio del 2023, salieron en la madrugada a conseguir de emergencia una inyección para mi fiebre; había tenido una convulsión y estaba en delirio. Me dejaron a cargo de mi tío y salieron. Y aunque no les quiso arrancar el carro, se les olvidó el dinero y se tuvieron que regresar, decidieron ignorar las señales e ir a la única farmacia de veinticuatro horas disponible.

Después de comprar la medicina, cuando ya estaban cerca de la casa, un auto se les estrelló mientras cruzaban, ocasionando que el carro diera vueltas, tuvieran fracturas múltiples y murieran al instante. ¡Jamás los volví a ver, no me pude despedir de ellos, decirles lo mucho que los amaba! ¿Y sabes lo peor? El maldito que los mató, ese pinche mocoso asesino jamás pudo enfrentarse a la justicia porque también murió ahí.

Me recuperé, salí de la influenza. Pude preparar sus cuerpos, pedirles perdón, velarlos y despedirlos en el cementerio.

Mi tío se hizo cargo de mí, y aunque ya habían iniciado las clases en la facultad, me di de baja temporal para poder lidiar con mi luto. Dejé de pintar y el gato murió de tristeza porque ya no estaba mi mamá.

Comencé a obsesionarme con su asesinato. Pensaba en las maneras en las que pudieron salir vivos, las posibilidades que tuvieron, leí todas las noticias que salieron sobre ellos y comencé a investigar todo lo que pude sobre su asesino.

—No sé qué decirte... lo siento tanto —Cualli lloró.

Samanta la abrazó. Al separarse, se levantó y volvió a la misma esquina de dónde sacó el cuadro del gato.

—Aquí es donde confieso que mentí de nuevo —rebuscó entre los cuadros y sacó un lienzo grande—. El cuadro del gato no es el último cuadro. Este sí lo es.

—¿Lo hiciste después de la muerte de tus padres?

—Sí, con este terminé la sequía de pinturas —bajó el cuadro del gato y puso el otro—. Lo llamo "el rostro de la muerte", y es el retrato del asesino de mis padres.

El corazón de Cualli se paró, la persona que estaba retratada ahí era Biel. Reconoció de inmediato sus ojos tristes, sus cejas pobladas y todas y cada una de sus perforaciones. Se había enamorado del asesino que arruinó la vida de su mejor amiga.

Mientras tanto, en su casa, tres hombres entraron acompañando a su abuela, cada uno con su vestimenta de padre y maletas llenas de utensilios para librarse del fantasma que estaba poseyendo esa casa.

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