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Capítulo 5: Conexión más allá de la vida

—¿Aquí es dónde vives? —preguntó Cualli mientras observaba la enorme casa de tres pisos en la esquina de la calle.

—Sí, esta es mi casa —le hizo una seña con la mano para que la siguiera—. En el último piso están las habitaciones, en los demás... bueno ya te darás cuenta ahora.

Apenas Samanta abrió la puerta y entraron, Cualli se observó dentro de un cuarto amplio lleno de ataúdes de todos los colores y tamaños rodeando un solo escritorio de madera oscura.

—Aquí es dónde recibimos a los clientes y les mostramos los ataúdes —explicó Samanta.

—¿En este lugar te han pasado cosas?

—Jamás —contestó de inmediato—. Puede parecer lúgubre, pero estas salas me dan mucha tranquilidad.

—Este... ¿entonces?

—Es en los pisos de arriba. Ven —la tomó de la mano y la llevó hasta el fondo del cuarto de los ataúdes—. Al lado de la recepción están las dos salas para velar a los cuerpos. Por aquí están las escaleras.

Del otro lado de la puerta se encontraron con las escaleras aisladas que conectaban todos los pisos. Comenzaron a subir.

—Está muy oscuro, ¿no? —Cualli comentó nerviosa.

—Hay un ascensor, pero no me gusta usarlo.

—¿Y eso?

—Ahí transportamos a los cuerpos.

Llegaron al primer piso. Samanta dudó antes de abrir la puerta, pero terminó haciéndolo y se llevó a Cualli con ella.

Cualli pensó que era como estar dentro de los pasillos de un hospital. Las paredes y el techo estaban pintadas de blanco, las lámparas alumbraban tanto que lastimaban los ojos, los pasillos eran anchos y comunicaban pequeñas habitaciones, y sobre todo, un olor químico que atravesaba la nariz con fuerza.

—Esa es la morgue en donde guardamos a los cuerpos —Samanta señaló una puerta metálica cerrada—. Ese de ahí es un almacén de instrumentos y materiales, y las demás son salas de preparación. Esta es la mía.

Soltó a Cualli, abrió la puerta y se adentró en la oscuridad de la habitación.

—¿Sam? —Cualli preguntó nerviosa al no poder ver a su amiga dentro de la oscuridad.

Se encendió la luz, revelando un amplio cuarto.

—Ven, no seas cobarde —Samanta salió de la habitación, tomó a Cualli de la mano y la llevó con ella hacia adentro.

Dentro habían anaqueles llenos de instrumentos; dos mesas pequeñas; un armario y una mesa metálica larga y ancha en el centro.

—¿Qué es lo que haces aquí, Samanta? —preguntó Cualli con voz temblorosa.

—Después de que mi tío les quita los órganos a los muertos, yo los maquillo, los visto y los acomodo para que se vean bien en su ataúd —le platicó mientras acariciaba la fría mesa frente a ella—. Comencé a trabajar aquí poco antes de la muerte de mis padres. Lo odio, pero soy muy buena haciéndolo y le ayudo a mi tío. Es lo poco que puedo hacer para agradecerle lo mucho que ha hecho por mí.

—¿Aquí sí te han pasado cosas?

Samanta asintió.

—Aquí fue donde empezaron... —respondió abatida—. Aquella vez estaba sola, arreglaba a una mujer joven, muy bella. Entonces escuché pasos, como si mi tío hubiera regresado, me asomé, pero todo seguía igual de solo. Entonces... —su voz se quebró y volteó a ver a la mesa de trabajo, como si aquella mujer morena siguiera ahí acostada—, mientras les daba color a sus mejillas pálidas, sentí que alguien me agarró de los hombros con mucha fuerza.

—¡Mierda! —Cualli sintió una oleada de frío por su cuerpo.

—No pude voltear a ver quién era, ni siquiera mover un poco mis ojos, y me quedé paralizada hasta que esa cosa se fue —se limpió una lágrima de horror que resbaló desde sus párpados.

—Sam, ¿qué va a cambiar si logramos grabar al fantasma que te acosa?

—Más que para que me crea mi tío, lo necesito para mí.

Cualli recordó el dilema en el que se encontró después de haber hecho contacto con el fantasma por primera vez.

—Necesitas que alguien más lo vea, alguna prueba que te pueda decir que no te estás volviendo loca —Cualli completó su pensamiento en voz alta.

—No creo en esto, no sé si todo pasó en realidad, por eso necesito de tu ayuda.

—Lo haré. Te voy a ayudar —Cualli declaró convencida.

Mientras tanto, en el hospital psiquiátrico San Bernardino, Biel andaba cerca de una mujer y su hija adolescente. Había estado observando atentamente a todos desde hace horas, y al escuchar que era la primera cita de la joven, al percibir su debilidad anímica, la consideró el puente perfecto para obtener las respuestas que necesitaba.

—¿Puedes dejar de hacer eso? —la mujer regañó a su hija con hartazgo.

La joven dejó de mover su pierna.

—¿Crees que tarden mucho en hablarme?

Su madre puso los ojos en blanco.

—No importa lo que tarden.

—Es que me siento mal...

—¿Ahora qué te pasa, Ariadna?

—Creo que me va a dar un paro, siento mi corazón raro.

Un doctor salió del consultorio frente y llamó a Ariadna por su nombre completo.

—Ve —su madre la empujó para que se levantara.

Ariadna se levantó despacio de la silla, sus piernas le temblaban tanto que no podía sostenerse.

—No puedo mamá, ayúdame. Creo que me voy a desmayar —volteó a verla, suplicándole ayuda con la mirada.

—¡Ash! ¡Siempre sales con lo mismo cada que te llevo al doctor! Ya vete que te está esperando el doctor.

Antes de que Ariadna diera un paso más, el fantasma entró en ella, dejándola muy dentro de su mente sin poder ver ni sentir nada, quitándole todo el control de su mente y cuerpo. Entró con tranquilidad al consultorio y tomó asiento.

—Buenos días, Ariadna. ¿Cómo está? —la saludó el doctor, un hombre calvo de mediana edad.

—Hola —contestó Ariadna con voz apagada.

—¿Habías estado antes en consulta psicológica o psiquiátrica?

—No.

—¿Por qué estás aquí?

—Me dan miedo las personas. No puedo verlas a los ojos, hablarles o convivir con ellas si son desconocidas. Siento que todos se burlan de mí, me aterra pensar en lo que dicen a mis espaldas. Si me fuerzo a salir y a convivir demasiado, siento que toda mi energía desaparece, me duele el corazón y me convenzo de que voy a morir.

El doctor se quedó en silencio, dejó de mirarla y comenzó a anotar en su computadora. Cuando dejó de escribir, regresó su mirada hacia ella.

—¿Desde hace cuánto te sientes así?

—Desde siempre —no sabía, pero se lo inventó.

—¿Y esto te sucede todos los días?

—Sí.

—Cuéntame, Ariadna, ¿qué tanto te ha afectado sentirte así en tu vida diaria?

—Jamás he tenido amigos, ni pareja, ningún tipo de conexión emocional con nadie. He sido una marginada social, y eso me rompe el corazón... porque yo quiero ser como los demás, tener una vida normal.

De nuevo, se tomó un par de segundos en anotar en su computadora.

—Te voy a mandar a hacer algunos estudios de laboratorio... —comenzó a explicar.

—¿Cómo me puedo curar de esto? ¿Cómo puedo dejar de sentirme así? —interrumpió.

—No es tan fácil como una enfermedad física. Necesitamos empezar con un tratamiento múltiple. Te voy a mandar medicamento para tratar la ansiedad, eso solo la va a controlar, pero no la va a hacer desaparecer. Y, por otro lado, te voy a mandar a terapia psicológica, allá, con el método de cognitivo conductual, te van a ayudar a entender tu trastorno, a cambiarlo para encontrar formas de enfrentarlo y mejorar tu vida. Pero eso será después de haber descartado cualquier otra cosa en los resultados de tus estudios.

—¿Es malo que me fuerce a enfrentar mis miedos?

—Enmascarar tus emociones no va a hacer que desaparezcan, lo único que va a provocar es que tu crisis se posponga y se agrave. Tratar de forzarte a comportarte como los demás solo te va a traer agonía.

Sin querer fingir más, teniendo las respuestas que buscaba, Biel salió del cuerpo de Ariadna y se alejó del lugar con rapidez para regresar a la casa de Cualli. La joven a la que había poseído cayó al suelo desmayada apenas salió de ella, ocasionando que el doctor y su equipo de enfermeras se la llevaran a emergencias.

De nuevo en la casa de Samanta, Cualli la ayudó a colocar dos cámaras; una en el pasillo y otra dentro de la sala de preparación.

—¿Me ayudas a volver a acomodar el tripié? No sé por qué se movió y está chueco.

Cualli dejó su puesto en el pasillo y entró a la habitación. Fue con Samanta y comenzó a ajustar de nuevo la cámara.

De pronto, el sonido de la campanilla, anunciando la llegada del elevador, interrumpió el pesado silencio entre ellas. Cualli notó ponerse tensa a su amiga.

—¿Llegó tu tío? —preguntó Cualli.

Se escuchó abrirse una de las puertas metálicas del pasillo, seguido de pasos dirigiéndose hacia ellas en el pasillo.

—Sam, Sammy... —se escuchó una voz masculina.

Cualli volteó a ver a Samanta, que tenía los ojos abiertos de manera exagerada, y el semblante más pálido que el de un fantasma.

—Esa no es la voz de mi tío —soltó con horror—. Es la de mi padre... ¡y está muerto!

Cualli sintió que los pelos se le pusieron de punta, y entonces todas las luces se apagaron. Las dos gritaron a todo pulmón mientras se abrazaban.

Apareció un resplandor pálido en el pasillo, la temperatura bajó tanto que las hizo sentir estar dentro de un refrigerador. Un bulto traslucido y luminoso apareció en la puerta abierta. Cualli quiso tomar la cámara para tomarle una foto, pero por los nervios la terminó haciendo caer al suelo.

—¿Por qué me temes, hija? —habló el ente.

Samanta negó con la cabeza.

—¡DEJA DE USAR LA VOZ DE MI PADRE, MALDITA ABOMINACIÓN! —gritó con coraje—. Mi padre jamás me haría daño, ni me aterrorizaría por placer.

De pronto, la masa flotó velozmente hacia ellas, y con una fuerza descomunal, aventó a Cualli hacia una de las mesas pequeñas, alzó a Samanta en los aires y se la llevó afuera, al pasillo.

—¡Nooooo! —dejó salir en un grito desgarrador.

—¿Cualli? ¿Qué haces aquí? —vio aparecer a su lado al fantasma de Biel.

—¿En dónde mierdas estabas tú? —Cualli le recriminó mientras se levantaba.

—Estaba en el hospital... —empezó a explicarle.

—¡Eso no importa ahora! ¡Necesito tu ayuda!

—¿Qué está pasando?

—Afuera hay un fantasma muy violento, y se llevó a mi amiga. ¡Si no la ayudamos la van a matar!

—Sí lo puedo sentir. Es fuerte... se ha estado alimentando de mucho miedo.

—¿Puedes sacarlo?

—Sí puedo..., pero no tengo la energía suficiente. La única manera de lograrlo sería entrando a tu cuerpo para quitártela.

—¡Hazlo!

—¿Estás segura, Cualli? Esto te va a dejar muy mal.

—¡No me importa, hazlo!

Como pasó otras veces, Cualli lo sintió entrar. Su consciencia quedó como espectadora, sintió sus manos dormidas y sus sentidos apagados.

—Voy a hacerlo ahora —anunció Biel. A comparación de cómo se escuchaba en la vida real, dentro de la mente de Cualli su voz se escuchaba tan nítida como la suya.

—Estoy lista.

Sintió un impulso eléctrico recorrer su espina dorsal, dejó de ver lo que pasaba en la vida real, sus sentidos se desconectaron y sintió cómo le succionaban la energía. Al perder tanta se sintió morir, pero al mismo tiempo, se sintió más cercana a él que nunca; como si estuviera a su lado y solo tuviera que estirar la mano para tocarlo. Sintió su corazón detenerse y comenzó a tener visiones. Veía a un joven Biel llorar en el funeral de su padre; mirar con amor a su madre mientras cuidaba de ella en el hospital; y trabajar hasta que su cuerpo no aguantaba más. Mientras sucedía la conexión, Biel también pudo ver un poco de ella. La miró llorando en medio de su habitación cuando era niña; estando apartada de los demás niños en la escuela; cortándose las muñecas para lidiar con su dolor; rogándole a Dios que la hiciera normal para que dejara de sufrir.

Salió de su cuerpo cuando obtuvo la suficiente energía; si se quedaba un par de segundos más, la terminaría consumiendo hasta su muerte. Cualli cayó al suelo, el fantasma se acercó a ella preocupado de que no hubiera resistido. Ahora no tenía una silueta borrosa, los rasgos de su cara y su cuerpo eran tan nítidos, que si no tuvieran ese resplandor frío, podría parecer el semblante de una persona viva que está enferma.

—¿Estás bien? —preguntó preocupado.

—Ve. Ayúdala.

Biel salió de la habitación y se adentró al pasillo, se sumergió en su oscuridad, y siguió el rastro de los gritos hasta que llegó a la morgue. Al entrar en ella, se topó con el cuerpo de Samanta acostado en una camilla encima de un cadáver, retorciéndose y con los ojos en blanco.

Sin pensarlo dos veces, se acercó y golpeó con fuerza el estómago de Samanta, ocasionando que comenzara a vomitar y sacar al fantasma invasor en pequeños pedazos fluorescentes. Poco a poco, el ente se reconstruyó.

—¿Quién eres? —enfrentó a Biel una vez que estuvo completo.

—Soy un ángel guardián.

El fantasma comenzó a reír. Después de haberle robado energía a Samanta la forma de su rostro era más clara, y ya no era un manchón borroso. Lucía como un anciano muy delgado, con algunos mechones de pelo, y unos cuantos dientes; aunque su cara parecía manchada de sangre.

—Tú y yo sabemos que esas pendejadas no existen. No hay Dios o demonio, solo estamos nosotros y el olvido.

—No te vuelvas a acercar a ella.

—¿O qué?

El resplandor de Biel pasó de blanco a rojo. El anciano se asustó.

—Asesino... —murmuró—. ¿Por qué la ayudas?

De un segundo a otro, Biel se transportó y apareció detrás del fantasma del anciano, y antes de que pudiera huir, lo tomó de los brazos con fuerza.

—Me aseguraré que desaparezcas. Nunca más les harás daño —declaró.

El resplandor de Biel fue tan grande y cegador, que engulló de un bocado toda la energía de aquel fantasma que tanto le daba placer exprimirles el miedo a los vivos. Cuando terminó, no quedó ni la impresión borrosa de lo que había sido su espíritu.

Cuando pasó el peligro, se encendieron las luces y Biel salió corriendo de ahí para ir con Cualli, a la que encontró tirada en el piso, apenas respirando. De inmediato entró en ella y le devolvió toda la energía que le había quitado.

—¿Lo lograste? —Cualli le preguntó mientras se levantaba.

—Ya no va a molestar a tu amiga nunca más.

—Gracias, Biel —le sonrió.

Antes de que regresara a su apariencia de silueta humana, Cualli pudo ver su rostro. Biel era un joven de su edad, de cara ovalada, cabello corto chino, ojos grandes y piercings en las cejas, nariz y labios.

—Vamos con tu amiga. Todavía no despierta y el lugar en donde está acostada no se ve muy cómodo.

Salieron juntos de la habitación, caminaron por el pasillo y entraron a la morgue.

—¡Mierda santa! —exclamó Cualli al ver a los cadáveres, y luego darse cuenta en dónde estaba su amiga—. ¿Está viva?

—Sí. No debe de tardar en despertar. Deberías bajarla de ahí.

—Mejor ayúdame.

—Cualli, no sé si se te olvida, pero yo no tengo manos.

Cualli renegó y se acercó con asco a Samanta. Tratando de no pensar en lo que estaba haciendo, la rodeó con sus brazos, tocando el cuerpo del muerto, y la bajó al suelo.

Mientras Cualli batallaba con su amiga inconsciente, Biel deambuló por la morgue. Por puro instinto y curiosidad, atravesó la pared y entró a la siguiente habitación; encontrándose con una oficina. Se acercó al escritorio y miró los retratos que lo adornaban, al ver a las personas que aparecían salió del lugar de inmediato. Al regresar, se topó con Cualli ayudando a una Samanta que apenas recobraba sus sentidos.

—Me tengo que ir, Cualli.

—¿Por qué? Quiero que Samanta te conozca. La salvaste.

—No se puede... necesito ir a la casa —salió flotando a toda velocidad de ahí.

Samanta abrió los ojos por completo, miró a su alrededor, y luego a Cualli, que la sostenía entre sus brazos.

—¡Dios mío, Cualli! ¿Qué mierda acaba de pasar?

Cualli comenzó a llorar y la abrazó con fuerza.

—Terminó todo, Samanta. Ya se fue el fantasma. No te va a molestar jamás.

Samanta recordó la posesión y lloró también. Abrazó con fuerza a su amiga, y se alegró de estar viva.

Mucho más tarde, cerca de la medianoche, cuando Cualli ya estaba en su casa, y le había cantado sus excusas a su abuela, al fin se encontró a solas con el fantasma para obtener todas las respuestas que necesitaba.

—Te llamé durante todo el día, pero no me contestaste —reclamó Cualli.

Mientras ella estaba acostada en su cama, el fantasma flotaba a su lado, como si la estuviera acompañando entre las cobijas.

—Salí a buscar respuestas.

—¿A qué preguntas?

—Me asustaste la otra noche, Cualli. No quiero que te vuelva a pasar eso, no me gustó verte así...

—Me has ayudado, Biel. Pronto podrás ascender al cielo.

—No lo hago por mí —confesó, ocasionando que el corazón de Cualli comenzara a latir con fuerza—. Me preocupas, Cualli. Creo que te quiero.

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