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Capítulo 3: Corazón de ultratumba

De golpe sintió sus sentidos regresar a ella, de nuevo pudiendo estar presente en lo que estaba pasando. La vergüenza la inundó. No sabía cómo había pasado eso, pero quería correr y jamás volverle a ver la cara a nadie.

Sintió un empujón en la espalda, lo que la hizo separarse de la puerta. Samanta entró al salón y al ver que los dos estaban juntos, a solas, unió los hilos y sonrió con malicia.

—¿Por qué sonríes así? —preguntó Oliver molesto.

—¿Así cómo? —dijo sonriente mientras iba a sentarse a su lugar.

—Como demonio —soltó con la cara encendida, sintiéndose como un estúpido.

Para la sorpresa de Cualli, Samanta se sentó frente a ella.

No tuvo tiempo para recuperarse de la aparente posesión porque apenas entró Samanta al salón, todos sus demás compañeros también llegaron. No pudo gritar, llorar, procesar el compromiso tan grande que había hecho y que ahora no podía cancelar, porque no tendría el valor para decirle que no frente a todos, ni en privado...

Aquella tarde, para sorpresa de Cualli, Samanta le pidió que la acompañara a comer y así lo hizo, y aunque no hablaron de nada personal, y solo se encargó de responder las preguntas que le hacía sobre la escuela, se sintió muy feliz de no tener que pasar una tarde más sola, masticando lento mientras veía a los demás como eran capaces de relacionarse entre ellos. Aunque le pareció un poco extraño que ese día no se hubiera juntado con Oliver y los demás, como lo había hecho ayer.

Horas después, en la tarde, cuando las clases ya se habían terminado, Cualli guardó sus cosas en su mochila y se preparó para salir. Vio de reojo salir apresurados a los demás de su salón. Suspiró aliviada. Percibió una sombra acercarse a ella, y pararse a sus espaldas.

—Cualli... —escuchó la voz de Oliver.

Había pasado todo el día en silencio después de su declaración, y apenas ahora volvía a hablarle. Cualli volteó a verlo, pero no pudo mantener la vista en su rostro, así que decidió hacerlo en el cuello de su camisa.

—Nos vemos mañana —dijo alegre mientras agitaba su mano.

—¡Adiós! —dijo demasiado alto y rápido, y volvió a salir corriendo del salón.

Salió del edificio tan rápido como pudo, y volvió a caminar lento hasta que salió del campus y se fue acercando a la parada del autobús. De nuevo, suspiró de alivio y se formó junto a los demás estudiantes. No conocía a nadie y nadie la conocía a ella, y eso la tranquilizaba un poco más. Sacó sus audífonos y se disponía a colocárselos cuando fue interrumpida por una voz conocida.

—Hola, Cualli —la saludó Samanta—, ¿puedo formarme contigo?

Asintió y Samanta se paró a su lado. Cualli guardó sus audífonos.

—¿Vas para el metro? —preguntó Samanta.

—Sí.

—¿Hasta qué estación?

—Misterios.

—Yo voy hasta Indios Verdes.

La fila comenzó a avanzar, al subirse al autobús las dos se sentaron juntas en la primera fila. Mientras esperaban a que se terminara de llenar el camión, Cualli vio a Samanta mirar varias veces su celular como si estuviera esperando ansiosa por una notificación.

En cuanto el camión encendió su motor, la conversación entre las dos se reanudó.

—Perdóname, Cualli —soltó Samanta.

—¿Por qué? —respondió de inmediato; nerviosa.

—A veces soy demasiado efusiva, siento que te he estado abrumando —jugó con los dedos con uno de sus aretes gigantes—. ¿Eres autista o algo así? —preguntó nerviosa.

—No sé qué sea eso...

—Bueno... es... no sé cómo explicarlo...

—Ya sé que soy rara... —soltó desanimada—, pero no puedo cambiar quien soy.

—¡Cualli! —alzó la voz y la hizo sobresaltarse—. ¡No tiene nada de malo ser raro! ¡Por favor, mira el lugar en donde estudiamos, la facultad de artes es un refugio para los raros! No tienes nada de qué avergonzarte, no tienes que forzarte a nada, puedes ser rara conmigo...

Aunque se sonrojó, Cualli consiguió esbozar una sonrisa.

—Gracias... ¿eso significa que somos amigas?

—Claro que sí —sonrió.

Durante todo el trayecto de regreso, hasta que llegó a su casa, se sintió como una ganadora. Había conseguido su primera amiga, y lo mejor era que no había tenido que fingir ser otra persona para hacerlo. ¡La había aceptado con todo y su rareza y silencio!

Saludó con entusiasmo a su abuela y subió a su recámara concentrada en sus pensamientos. No fue hasta que sintió de nuevo el frío, y escuchó esa voz con interferencia, que regresó al presente.

—De nada —dijo el fantasma y se apareció frente a ella aunque todavía era de día.

—¡NO QUIERO QUE VUELVAS A HACER ESO EN TU PERRA VIDA! —le reclamó recordando lo que sintió al estar poseída.

—No estoy vivo, Cualli...

—¡Cómo chingados sea!

—Okay, perdón... —se arrastró/flotó hasta ella—, pero no puedes negar que te ayudé. Conseguiste una cita con el que te gusta y encontraste una amiga.

—No me importa... —trató de mirar hacia otro lado, sabía que sin él jamás hubiera tenido el valor para hablarle a Oliver—. No quiero que lo vuelvas a hacer.

—No es como que lo pueda hacer cuando quiera... es solo cuando se alinean las cosas. Por ejemplo, hoy estabas deprimida, con poca energía, sin ganas de vivir...

—Además... —se atragantó con su saliva—. ¿Qué es eso de "me gusta como suena eso"? ¡YO NO HABLO ASÍ! ¡HICISTE QUE SONARA COMO UNA IMBÉCIL!

—Perdón... —soltó de mala gana—. Vi mi oportunidad y la tenía que aprovechar, no quiero perderme en la oscuridad, Cualli... Necesito tu ayuda, y creo que tú necesitas la mía.

—¡No necesito de tu pinche ayuda! —se acercó a la puerta—. Ni siquiera... sé si todo esto es real.

Bajó las escaleras de caracol que conectaban los pisos y se sentó junto a su abuela en la mesa del comedor. Miró la sopa de letras humeante, y toda esa incertidumbre que la llenaba desapareció un poco.

—¿No habías comido? —preguntó Cualli al ver a su abuela terminar con su plato con tanta rapidez.

—No, te estaba esperando —contestó con calma.

Cualli sonrió, pensó que se sentía muy bien ser querida por alguien.

—¿Cómo te fue hoy en el puesto?

—Siempre nos va bien, gracias a Dios, pero hoy empezaron una construcción en el edificio de enfrente, y todo se nos acabó temprano —expresó sonriendo y se levantó para servirse el guisado que había preparado—. Hoy te veo mucho más tranquila que ayer, ¿te fue bien?

Cualli dio un último sorbo a su sopa, y pensó en lo mucho que había avanzado ese día con sus planes. Aunque sabía que no había tenido nada qué ver con su valentía o voluntad.

—Hoy hice una nueva amiga —dijo sonriendo y su abuela se levantó de la silla de un salto—... y me invitaron a una cita para este fin de semana.

—¡Ay, mija! —corrió a abrazarla—. ¡Me alegra muchísimo escuchar eso! Te dije que todo mejoraría, sabía que las cosas cambiarían después de que te salieras de esa condenada casa... —su voz flaqueó al pensar en todo lo que había pasado.

Minutos después, cuando Cualli ya le había contado con todos los detalles sobre Samanta y Oliver, y su abuela ya había dejado de llorar de la emoción (y había dejado de pedirle detalles sobre aquel chico que le gustaba), notó que ya era de noche, y sabía que tarde o temprano tendría que subir a su recámara y enfrentarse al fantasma de nuevo. Dejó de lavar los trastes y se sentó junto a su abuela en el sillón.

—Abuela, ¿crees en los fantasmas? —soltó Cualli.

Su abuela bajó el volumen de la televisión y la volteó a ver confundida.

—¿Y por qué esa pregunta de repente?

—No sé... antes de que llegara, ¿nunca tuviste alguna experiencia con eso aquí? —preguntó mientras veía la pintura de la virgen María de la esquina entre penumbras.

—Nunca... —respondió con seriedad—. Sí creo que existen, pero no me gusta ver ni pensar en esas cosas. Aunque... —suspiró con pesar—, cuando murió tu abuelo le rogué a Dios por verlo una vez más, pero no me lo permitió en su infinita sabiduría.

—Una amiga —comenzó a idear una forma de preguntarle sobre lo que le pasaba, sin darle muchos detalles—, ¡no Samanta! —apuntó enseguida para no generarle a su abuela una imagen negativa de su amiga—, dice que habla con un fantasma... y que incluso le ha permitido que entre a su cuerpo.

—¡Bendito Dios! —exclamó y comenzó a persignarse.

—¿Eso es malo?

—No digas esas cosas ni en broma, Cualli... —habló con una pizca de enojo—. Ese tipo de cosas no son de Dios. Cuando uno muere se va al cielo, al infierno, o al purgatorio si necesitas penitencia, pero no se queda aquí a vagar. ¡Eso que me dices me suena más a un demonio, y eso sí está muy mal a los ojos de Dios!

—¿Demonios? —un escalofrío recorrió su cuerpo de punta a punta.

—Esos seres, al igual que el diablo, solo quieren asustar, engañar y terminar con la salvación de las personas a las que acosan.

Aunque, hasta cierto punto, Cualli ya se había acostumbrado a la presencia del fantasma, esa noche, al subir, se sintió mucho más temerosa de lo que nunca estuvo. Incluso, al acomodarse para dormir, no dejó de rezar en su mente.

—Yo no soy ningún demonio, Cualli... —escuchó hablar al fantasma con tristeza.

—No voy a dejar que me engañes. ¡Déjame en paz! —comenzó a rezar en voz alta.

—Ponme a prueba. No he hecho nada para lastimarte, y sabes que sí te ayudé hoy; aunque sé que no te gustó que tomara el control de tu cuerpo.

Cualli se calló.

—¿Cómo?

—Hagamos algo que te cause mucha ansiedad, y déjame demostrarte que puedo ser de mucha ayuda para ti.

En su mente pasaban las palabras de su abuela que le advertían, pero también eran traídas las conversaciones que había logrado tener, y que pensaba que eran imposibles de lograr sin ese empujón.

—No puedo creer que esté pensando en esto... —se frotó la cara con fuerza—. ¿Prometes no volver a intentar entrar en mí?

—Por mi vida —soltó el fantasma—, bueno, eso ya no se puede, pero sí, lo prometo.

—Mañana después de la escuela iremos a un centro comercial a hacer lo que más odio: comprar ropa. Si no me pruebas lo que dices buscaré a un padre que te exorcice de mí.

Vio flotar al fantasma lejos de ella y desvanecerse en el aire. Seguía teniendo un sensación de desagrado en su estómago al pensar en todo eso, pero el miedo ya no era tan fuerte. Puso una alarma y guardó su celular debajo de su almohada. Se acurrucó con tranquilidad y se quedó dormida con rapidez.

Al día siguiente, muy temprano cuando todavía no amanecía, Cualli entró al baño con los ojos entrecerrados y la cara hinchada. Puso seguro a la puerta, dejó su ropa limpia en el banquillo y comenzó a desnudarse, entonces, abrió las llaves de las duchas y las niveló hasta que no le fueron desagradables. Entonces, de golpe, recordó al fantasma y las conclusiones a las que la llevó su mente la hicieron avergonzarse.

—¡Ni se te pinches ocurra estar invisible conmigo mientras me baño, cabrón! —gritó con fuerza.

Después de unos segundos de silencio, volvió a sentir esa sensación de frío característica.

—Estoy muerto, Cualli, pero sigo teniendo valores... —soltó el fantasma con molestia del otro lado de la puerta.

—Sí, como no... Ya te lo dije, hazme encabronar y hago que te exorcicen.

—¡Ni siquiera lo he intentado!

Entonces, de golpe, la temperatura subió y se escucharon pasos corriendo hacia el baño. Tocaron la puerta.

—Cualli, ¿por qué estás gritando? —le preguntó su abuela—. ¿Estás bien?

—Estoy bien, es que me iba a caer por estar dormida —mintió.

—¡Ay, niña! ¡Ten cuidado! Apúrale que se te hace tarde, y no quiero que te vayas sin desayunar.

A pesar de que ese día Cualli pudo saludar de lejos a Oliver, y siguió hablando con Samanta, su día fue muy calmado y sin cambios bruscos. Aunque estaba asustada de tener que enfrentarse a uno de sus peores miedos, también se sentía un poco emocionada por poner a prueba todo el tema del fantasma a plena luz del día, y en una plaza repleta de personas. Así podría averiguar con facilidad si todo lo que estaba pasando era una realidad, o si había perdido la cabeza por completo.

Al salir de la escuela volvió a tomar el camión con Samanta, pero esta vez bajó en una estación diferente, justo frente a una plaza comercial que había visto al regresar a su casa. Fue así como se adentró al complejo sola, como jamás había pensado que lo haría. Comenzó a caminar entre los largos pasillos repletos de llamativos mostradores.

—¿Estás ahí? —se susurró a sí misma sintiéndose una completa estúpida. Pensar en el fantasma a plena luz del día le hacía dudar seriamente de su salud mental.

—Aquí estoy —escuchó al fantasma hablarle al oído.

Se adentró en la zona de ropa. Al estar entre la multitud tenía que luchar con el impulso de salir corriendo, sentía que todos a su alrededor la miraban, la juzgaban entre cuchicheos. Le temblaban las manos y piernas, y comenzaba a sudar, causando que se sintiera sucia y desarreglada, y que no quisiera que nadie se diera cuenta de su existencia.

—¿Puedes escuchar a los demás? —Cualli preguntó con la voz temblorosa.

—Los veo.

—¿Me están mirado, hablan de mí?

El fantasma tardó en responder.

—Tal vez te ven algunos de ellos, pero nadie habla de ti. ¿Me entiendes? Te miran, pero no te ponen atención.

Cualli suspiró con alivio, era de mucha ayuda que alguien le ayudara a diferenciar lo que estaba pasando, de lo que su ansiedad le quería hacer creer.

Se detuvo en el aparador de una de las tiendas, uno de los maniquís tenía una chamarra morada que la había enamorado a primera vista. Se dio cuenta de que en el local había muchas personas, y de inmediato se arrepintió de haber llegado tan lejos en esto.

—¿Cómo voy a entrar si las piernas me tiemblan tanto que no puedo avanzar? —Cualli lo cuestionó desesperada.

—¿Trajiste lo que te pedí?

—Sí.

—Búscalo.

Rebuscó en su mochila y sacó sus audiófonos y unos lentes de sol que le había robado a su abuela.

—Ponte los audífonos, así vas a poder hablar conmigo como si estuvieras en una llamada de teléfono.

—¿Ellos no te van a escuchar?

—No pueden, solo me oyes tú, pero no queremos que nadie se te quede viendo demasiado por hablar sola.

—Tienes razón... —sintió un escalofrío al imaginárselo—. ¿Y los lentes?

Se puso los audífonos y los lentes, aunque le quedaban grandes y el diseño no era muy moderno Cualli sintió que se veía bien con ellos.

—Vas a contar hasta cinco para entrar en la tienda, para cuando llegues a cinco, sin pensarlo, vas a dar un paso al frente. Vas a ir a ver a la ropa y cuando algo te guste y necesites preguntar, o alguien te hable, cierra los ojos y contesta.

—Así que para eso son los lentes... para que no me vean cerrando los ojos al hablar.

—¿Puedes?

—¡Sí puedo!

Como le sugirió el fantasma, Cualli entró a la tienda. Caminó hacia la chamarra que le había gustado.

—¿Por qué odias tanto las tiendas de ropa?

—Porque me causaban muchísima ansiedad desde siempre, y aun así me obligaba mi familia a venir con ellos. Me arrastraban por toda la plaza mientras se probaban ropa, y agotaban mi batería, y al final, cuando me querían comprar solo una cosa yo ya no podía más con el pánico y no disfrutaba nada —sus ojos se humedecieron—. Para ellos mi ansiedad solo era un pretexto mío para ser antipática y malagradecida.

Buscó su talla para la chamarra, la descolgó del gancho y se la puso. Se acercó a un espejo y se miró. Le gustaba cómo se veía en ella ese corte ajustado y la tela imitación de piel.

—Dejé de ir en cierto punto por mi salud mental, pero se tomaron mi decisión como un insulto.

—¿Entonces cómo comprabas ropa nueva?

—No había venido a una plaza en años... —posó frente al espejo—. Todo lo que tengo lo he comprado por internet, y ha sido gracias a mi abuela.

Una empleada de la tienda se acercó a ella sonriendo.

—¿Necesitas que te ayude en algo? —se ofreció.

Cualli cerró los ojos.

—No, gracias. Me voy a llevar esta chamarra —fingió seguridad, y para su sorpresa, funcionó.

Cualli se quitó la chamarra y se la entregó a la empleada. Al seguirla para pagar se dio cuenta que la mujer frotaba sus brazos para contrarrestar el frío, el fantasma tenía razón, no lo podían ver, pero sí que lo podían sentir pegado a ella.

—¡Lo logré, maldita sea! —Cualli celebró al salir de la tienda.

—Te dije que lo harías.

—¡Me siento invencible! —soltó con una gran sonrisa—. ¿Esto es lo que sienten las personas normales?

—¿Qué harás ahora? ¿A casa? —preguntó el fantasma, preocupado por su batería social.

—¡Quiero preparar un pastel! —Cualli comenzó a caminar.

—¿Un pastel? ¿De dónde salió eso?

—Cuando estoy feliz me gusta cocinar, y cuando estoy triste también. Esa es mi forma de relajarme.

Entraron al supermercado. Cualli seguía usando los lentes oscuros y los audífonos, ahora que ya había logrado superar un gran obstáculo para ella, se sentía más tranquila, pero todavía no tan confiada como para enfrentarse al mundo sin sus "trampas". Se adentró en el pasillo de harinas y galletas.

—¿Entonces, me vas a dejar ayudarte? ¿Fue suficiente para convencerte de que todo es real? —preguntó el fantasma mientras la seguía de cerca.

—Con una condición...

Tomó la harina y huevos que necesitaba.

—¿Qué cosa?

—Dime tu nombre, cuéntame tu historia.

—No tengo tanta confianza para contarte tanto sobre mí, ni sobre la manera en la que morí.

—¡¿No tienes suficiente confianza?! ¡Estuviste dentro de mí! —gritó demasiado alto, y cuando se dio cuenta, todas las miradas a su alrededor estaban enfocadas en ella; y habían entendido todo mal.

Su peor pesadilla se cumplió, esta vez no eran imaginaciones suyas, ahora, de verdad, la gente la estaba mirando, juzgando y cuchicheando sobre ella. Aventó la harina y los huevos al estante y salió corriendo de la tienda. No paró hasta estar afuera.

Al salir, se dejó caer en una de las bancas, cerró los ojos y se concentró en respirar hondo para recuperarse de la crisis.

—¿Estás bien? —preguntó el fantasma.

—¡Perfectamente! —respondió sarcástica, todavía sin abrir los ojos.

—Tal vez después te cuente sobre mí, pero creo que, por ahora, mi nombre bastará. Me llamaba Biel.

Cualli abrió los ojos, y antes de que pudiera reaccionar y comentar sobre la revelación del fantasma, se encontró frente a frente con los rostros que menos esperaba ver: los de sus padres, que mientras estaban parados frente a ella la juzgaban con la mirada.

—Sabía que solo fingías cuando decías que no podías salir —escupió su madre y movió la cabeza con decepción.

—¿Tanto querías llamar la atención? —complementó su padre el ataque.

Sintió su cuerpo llenándose de ira, su mente se llenó de recuerdos en los que la maltrataron, menospreciaron y obligaron a ser lo que no era ella.

—No... n-no... no... —Cualli quería reclamarles, gritarles, pero no podía, había gente mirándolos y su lengua parecía haberse enredado por sí sola.

—¿Y tu abuela? —preguntó su padre—. ¿Para esto estuvo molestando tanto para llevarte? ¿Para que estés sola en la calle arriesgándote después de que supuestamente no puedes salir?

Era el colmo, podía soporta que la juzgaran y hablaran mal de ella, pero no iba a permitir que lo hicieran de la persona que más la apoyó incondicionalmente.

—Biel... —susurró.

Sintió el frío acumularse en su espalda, casi percibiendo su mano.

—¿Qué estás murmurando, niñas? —se acercó su mamá y le quitó de manera brusca los lentes y los audífonos.

—Ayúdame —Cualli pidió—, te doy permiso.

Entonces, cuando sus cosas cayeron al suelo, sintió su cuerpo dormirse, llenarse de frío, aunque esta vez no se sintió sin dominio, sino que solo adormiló las partes de ella que dolían. Se levantó, miró a sus padres a los ojos y se preparó para enfrentarlos.

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