Capítulo 10: Biel
Terminó el taller de dibujo, y Cualli se adelantó al grupo para entrar al salón de la siguiente clase. Puso su mochila en la banca, se sentó y comenzó a revisar uno de los libros que había conseguido de la biblioteca pública; últimamente aprovechaba mucho esos tiempos muertos para investigar.
—Ese libro de rituales es demasiado avanzado. ¿Dónde lo conseguiste? —Odín preguntó curioso.
No lo había escuchado llegar, así que su voz la hizo saltar por la sorpresa. Cerró el libro con vergüenza. No hablaba mucho con Odín, así que no le tenía confianza para contarle lo que pasaba.
—De la biblioteca... —respondió temerosa.
—Tiene sentido —alzó los hombros—. Solo una persona que sabe lo que está buscando, encontraría algo así. ¿Con qué muerto te quieres comunicar, Cualli?
—¿Cómo lo sabes? —se quedó paralizada al haber sido descubierta.
—Conozco sobre el tema —alardeó el chico gótico.
Cualli suspiró de alivio.
—Quiero traer a un fantasma del limbo —fue al grano—. ¿Puedes ayudarme?
—¿Es alguien cercano a ti?
—Lo era...
Entró la maestra y todos su demás compañeros al salón, quitándoles cualquier tipo de privacidad. Cualli guardó el libro en su mochila con rapidez para que nadie la viera leyéndolo.
—¿Nos vemos en las jardineras después de clases? —sugirió Odín.
Cualli asintió.
—Allá te diré algunas cosas que podemos intentar para traer de vuelta a aquel fantasma que te seguía a todas partes.
Se fue a sentarse a su lugar como si nada, dejando a Cualli con la boca abierta de lo que acababa de escuchar. ¿Cómo lo sabía? ¿Había sido el único que los había visto?
Al terminar su última clase, Cualli salió apresurada a las jardineras. Quería preguntarle con desesperación si de verdad había visto a Biel pegado a ella, pero fue la primera en llegar al lugar. Y justo cuando se preguntaba si la iban a dejar plantada, si todo había sido una clase de oscura broma, lo vio caminar hacia ella y con Samanta a su lado.
—¡Sam! —Cualli se acercó corriendo hacia su amiga.
Samanta la detuvo de abrazarla, son señas le índico que todavía no estaba lista para tener contacto físico con ella. Odín se aclaró la garganta.
—No fui de chismoso, Cualli. Créeme —trató de deslindarse.
—Los vi hablando en el salón y le pedí a Odín que me contara lo que habían estado hablando —aclaró Samanta.
—Yo no diría pedir, más bien obligar.
—¡Como sea! Me contó lo que planeas, Cualli.
Desde hace más de tres meses que Samanta había dejado de hablarle, todo porque Cualli se había sincerado con ella y le había contado todo lo que había pasado con Biel.
—Lo siento, Sam... —Cualli agachó la cabeza—, pero no puedo dejarlo ahí; a pesar de todo lo que hizo.
—Te voy a ayudar —dijo Samanta, interrumpiéndola.
—¿En serio? —Cualli alzó la vista sorprendida.
—Solo con una condición: si logramos traerlo de vuelta, quiero tiempo a solas con él para hablar —exhaló con pesar y metió sus manos a los bolsillos de su pantalón—. Pasé mucho tiempo tratando de comprender la razón de por qué murieron mis padres, y quisiera hacerle saber todo lo que pienso sobre él.
—No sé de lo que hablas, pero me suena razonable —comentó Odín.
—No tengo ningún problema, tienes todo el derecho de cuestionarle y reclamarle lo que te hizo —dijo Cualli.
Las dos asintieron, haciendo un pacto silencioso.
—Bueno. Entonces, supongo que ya podemos empezar a planear —Odín comentó.
—¡Espera! No hablemos esto aquí, los demás nos pueden escuchar, mejor hagámoslo en mi casa, ¿tienen algún problema?
Cualli volteó a ver a Odín.
—Yo no tengo ninguno. Vivo solo, así que nadie me está esperando —meditó en lo que había dicho—. Aunque es muy triste de admitir.
—Si le digo a mi abuela que estoy contigo, no va a tener problema con que llegue tarde a la casa —Cualli le contestó a Samanta.
Dejaron la escuela, tomaron un camión, y en menos de dos horas estuvieron dentro de la casa de Samanta, subiendo por sus escaleras tétricas, pasando por la morgue y llegando a su estudio. Su amiga juntó tres sillas y las puso en medio del estudio, se sentaron.
—¡Amo tu casa, Samanta! —exclamó Odín.
—Seguro que no lo dices por la decoración...
—¿Alguna vez has intentado dormir en uno de esos ataúdes? —preguntó emocionado.
—¡No venimos para hablar sobre eso, tonto! Estamos aquí para traer a un espíritu del infierno.
—Lo siento —se aclaró la garganta—. Tienes razón.
—¿Cómo es qué sabías que había un fantasma conmigo? ¿Lo viste? —al fin, Cualli habló, preguntándole la duda que había dado vueltas por su cabeza todo el día.
Samanta se levantó a prender la luz. Aunque no era de noche, el cielo estaba nublado y no había mucha luz.
—Desde siempre he podido verlos; a la gente muerta, y desde el primer día que te conocí lo vi pegado a ti —frotó sus manos entre sí—. Si te preguntas sobre cómo sé cosas de conjuros, es porque durante toda mi vida estuve buscando una respuesta para todo lo que veía.
—¿Visitas al psiquiatra no buscaste? —Samanta se sentó de nuevo, había conseguido una lata de cerveza para cada uno.
Odín abrió su lata y le dio un trago.
—Créeme que fue lo primero que hizo mi familia cuando les conté. No hay nada malo con mi cerebro.
Sin abrir la lata, Cualli la puso entre sus piernas.
—Por lo que averigüé por todo el tiempo que estuve con él, los fantasmas tienen algún tipo de energía, la pueden perder, pero también la pueden ganar, como por ejemplo con miedo... o con las ofrendas de día de muertos...
—Parece que hablaras del fantasma como si fuera tu ex —Odín comentó divertido.
Cualli se quedó callada, desvió la mirada, abrió su lata y se puso a beber.
—¡Maldita sea, Cualli, eso está en otro nivel! —exclamó emocionado.
—Explica eso de día de muertos, Cualli —dijo Samanta—. Conozco lo de alimentarse con el miedo —rememoró al espíritu de la morgue—, pero eso no me lo contaste.
Se sonrojó al recordar el beso que tuvo frente al altar, la sensación de poder tocarlo.
—Lo agregué a mi ofrenda, y eso lo hizo ganar fuerza, tanto que pude tocarlo...
—¡Ew! —Samanta exclamó.
—Desde Halloween, hasta el final de día de muertos, la línea entre la vida y la muerte es muy delgada, y tiene la energía precisa para hacer comunicación con los muertos. Entonces, si vamos a traerlo de vuelta, esa fecha sería la indicada para intentarlo —Odín explicó serio.
—Dijiste que drenaron su energía usando un portal de espejos y velas, ¿no? —agregó Samanta—. ¿No se podría hacer a la inversa?
—Me suena el ritual del que hablas... —Odín terminó su cerveza y dejó la lata en el suelo—. Se puede hacer, pero así abriríamos un portal para que cualquier espíritu venga con nosotros. Para llamarlo específicamente, necesitaríamos objetos de él, de cuando estaba en vida, cosas que fueron importantes, para poder trazar el puente que va a cruzar.
—¿Y se podría hacer con cualquier muerto? —preguntó Samanta, deseando poder hablar con sus padres una vez más.
—Si la persona que estás buscando está en el limbo, sí, pero si ya trascendió, es imposible —aclaró Odín.
—Yo no creo que mis padres se hayan quedado atrapados —respondió cabizbaja—, sé que si estuvieran aquí, ya me habrían venido a buscar...
—Jamás mencionó que tuviera algún familiar. No hay forma de contactar con alguien que lo haya conocido —Cualli apuntó.
—Te equivocas —Samanta interrumpió y se levantó—. Cuando estuve averiguando todo sobre el asesino de mis padres, comprobé que su madre seguía viva.
—¿Estás segura?
—Bueno... —se sentó y el rostro se le llenó de vergüenza—, eso lo averigüé hace unos meses, después de que me contaste lo del fantasma. Así que, hasta donde sé, sigue viva. Tengo su nombre y estoy segura de que la podemos encontrar fácil por Facebook.
—Entonces tendremos que hablar con ella. Sin su ayuda, no vamos a poder traer el espíritu de su hijo de vuelta.
Entonces Cualli se dio cuenta, al fondo, junto a la esquina, en donde estaba guardado el retrato del gato y de Biel, había una nueva pintura colgada: el espíritu de la morgue parado en la puerta, brillando en la oscuridad con su enfermizo resplandor blanquecino.
Sucedió entonces que, durante una tarde de Mayo, los tres, faltando a la escuela, y después de una exhaustiva investigación en redes sociales, aparecieron frente a una farmacia cerca del centro histórico de la ciudad. Antes de entrar se aseguraron de que la mujer de cabello rojo en una coleta y fleco fuera la misma que vieron en internet, después comenzaron la confrontación.
Cualli comenzó a inhalar y exhalar despacio, mientras contaba del uno al diez.
—¿Qué haces? —preguntó Odín.
—¡Tengo fobia social, puta madre! Esta es una actividad social nueva, así que no me presiones y déjame hacer mis ejercicios de regulación.
—¿Tomaste tus pastillas? —cuestionó Samanta.
—Creo que sí.
—¡¿Crees?! ¡Maldita sea, Cualli! ¡¿Cómo puedes ser tan irresponsable?! —su amiga la regañó.
—¿Están bien? —la madre de Biel apareció detrás de ellos.
—Venimos para hablar con usted —Odín habló directo.
—¿Los conozco?
Cualli y Samanta, debido a la impresión, no podían hablar.
—Necesitamos de su ayuda para traer a un muerto de vuelta —contestó Odín.
La mujer puso los ojos en blanco y bufó desesperada.
—Escuchen, no tengo tiempo para estarlo perdiendo con sus juegos. Estoy trabajando, y si no quieren comprar nada en la farmacia, entonces les recomiendo que se vayan —les dio la espalda y caminó de regreso al mostrador.
Al verla irse, al pensar que hasta ahí había llegado su oportunidad, el coraje de Cualli emergió desde su estómago y pudo avanzar para hablar con la madre del fantasma que tanto había querido.
—¡Espere! —gritó e hizo que la mujer se detuviera y volteara a verla—. Vine porque quiero hablar sobre Biel con usted.
—¿Qué? —la cara de la mujer cambió al instante—. ¿Cómo es que conoces a mi hijo?
—Lo conocí... —se detuvo antes de dar demasiados detalles—, y quiero hablar acerca de él con usted, por favor.
Suspiró con pesar.
—¿Cuál es tu nombre?
—Cualli.
—Mi turno termina en dos horas. Si quieres hablar, nos podemos ver en el restaurante de la esquina.
—Gracias.
La mujer asintió y regresó a su puesto de trabajo. Los tres se alejaron de la farmacia, pasaron frente al restaurante y cruzaron la calle hasta una pequeña plaza, en donde se sentaron en una de sus bancas a esperar.
—¡Eres un idiota! —Samanta le pegó a Odín.
—¡Auch! ¿Qué hice?
—Casi arruinas todo... —Cualli le recriminó.
—Fui muy claro con lo que necesitábamos de ella...
—¡Esa no es la manera de decirle las cosas si no la conoces! —dijo Cualli.
—Estás mal, de verdad —Samanta negó con la cabeza—. Ella, la que padece de ansiedad social, se pudo dar cuenta de que estabas haciendo una pendejada.
—Bueno, ya. Perdón... —agachó la cabeza.
—Cuando entremos, déjanos hablar a nosotras. Si necesitamos que digas algo, te lo preguntaremos directamente —arregló Samanta.
Tras el tiempo indicado, los tres entraron al restaurante al que habían pactado y se encontraron con la madre de Biel, quien no había perdido el tiempo y ya había ordenado su cena. Se sentaron junto a ella, y después de ordenar, y que les hubiesen entregado su comida, comenzaron a hablar.
—Entonces, Cualli, ¿cómo lo conociste? —preguntó la mujer y comenzó a comer.
—Hace un poco más de un año —contestó insegura.
—Espera un momento. ¿Si sabes que él murió hace más de diez años? —la cuestionó confundida.
—Lo sé... —se limpió el sudor de las manos y bebió de su agua—, desde ese tiempo Biel apareció como fantasma en mi habitación, y me trató de ayudar a superar mi ansiedad social para ganarse su pase al más allá.
La mujer dejó de comer y se levantó.
—No quiero escuchar más de esto. Han pasado más de diez años, pero me sigue doliendo. Esté tipo de bromas son muy hirientes.
—¡Espere! —Samanta la tomó de la mano—. Todo lo que dice Cualli es verdad.
—Y decían que yo no sé hablar... —dijo Odín.
—Déjame ir —la mujer se soltó y comenzó a caminar hacia la salida.
Cualli se levantó, corrió hacia ella y la alcanzó.
—Sé que cuando la acompañaba al hospital y caminaban por los pasillos, la hacía enredar su brazo en su cuello para que se apoyara en él —dijo Cualli, pensando en las visiones que tuvo cuando ella y Biel tuvieron una conexión dentro de la morgue.
Todo rastro de molestia desapareció del rostro de la madre de Biel, sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar aquella época.
—¿Cómo es que sabes eso? —preguntó entre llanto.
—Déjeme contarle toda la historia. Si después de escucharla, está convencida de que todo es una mentira, puede irse y no la volveré a molestar jamás.
—Está bien.
La tomó de la mano y la llevó de vuelta a su asiento. Reanudaron su comida, y entonces Cualli contó toda su historia con Biel, desde aquella vez en que se apareció por el filtro de Tiktok, hasta la batalla en la morgue, su beso frente al altar, la revelación de Samanta y el exorcismo. Durante todo el momento la mujer le prestó atención, escuchó sus palabras con interés y no volvió a hablar hasta que terminó.
La mujer se levantó. Cualli pensó que se iría del lugar, pero, en su lugar se colocó frente a Samanta y se arrodilló.
—Samanta, por favor, perdóname por todo el daño que te hemos hecho... —rogó entre lágrimas.
Los meseros y los comensales voltearon a verla. Samanta se puso nerviosa.
—Señora... ¿cuál es su nombre?
—Ana.
—Por favor, Ana, levántese. Me da mucha pena lo que está haciendo, y, además, yo no tengo nada que perdonarle. Usted no iba manejando el auto esa noche.
Ana se levantó, volvió a su lugar y se limpió las lágrimas.
—Jamás lo voy a justificar por todo el daño que causó. Fallé como madre, y eso me va a perseguir hasta el final de mis días, pero, por favor déjenme contarles el resto de la historia.
Se quedaron en silencio. La mujer le dio un trago a su vaso de agua, y comenzó a contar con voz quebrada:
Biel tenía cinco años cuando murió su padre y empezó nuestra miseria, antes de eso, no éramos ricos, pero sí podíamos vivir al día. Ese momento lo cambió todo para siempre. Perdió a su papá, pero también a su madre y toda la tranquilidad que tenía. Dejé de quedarme en la casa para cuidarlo y comencé a trabajar, siempre tomando la mayor cantidad posible para asegurarle un plato para el siguiente día. Jamás me recriminó nada, se conformó a su soledad y aprendió a estar solo. Era un buen niño.
Con el tiempo las cosas se compusieron. Tuve un puesto importante dentro de una maquila, nos mudamos a una zona mejor y Biel tuvo la mejor educación que pudo tener, siempre con notas excelentes y el favor de los maestros. Pero no duraron mucho las cosas así, porque fue durante esa época que comencé a enfermarme. Perdí peso, tenía fiebre casi todo el tiempo y las infecciones comunes me tiraban por semanas. Cuando fui al doctor, y me diagnosticaron VIH, perdí mi trabajo y toda la esperanza que teníamos para un futuro prometedor.
Yo no quería que dejara la escuela, así que trate de forzarme a seguir consiguiendo trabajo y portándome como quería que él me viera: fuerte e inquebrantable, pero aunque mi voluntad era de acero, con el paso de un año, mi enfermedad empeoró y ya me fue imposible siquiera salir de la casa.
Nos mudamos a una zona más barata, en un cuarto diminuto en el que teníamos que compartir cama, dejó la escuela y comenzó a trabajar para seguir subsistiendo y pagando mi tratamiento. Tomó el control de la casa y se mató trabajando hasta el cansancio, incluso, a veces, teniendo tres turnos seguidos: mañana, día y madrugada. Me avergonzaba no poder ayudarlo, pero me hizo sentirme muy orgullosa ver lo mucho que se esforzaba Biel para trabajar y seguirme acompañando al hospital, aunque me daba mucha tristeza verlo fingiendo ser fuerte, hacía como que no me daba cuenta cuando lo escuchaba llorar en las noches y rogarle a Dios que me dejara estar con él una semana más.
Empeoré, caí casi muerta en el hospital y nos vimos sobrepasados. Ya no era suficiente dinero por mucho que trabajara, no mejoraba con el tratamiento y mi infección empeoraba con cada día. Eso lo rompió, lo llevó a la más terrible y profunda depresión, lo que permitió que cualquier salida, por mala que fuera, pareciera un milagro para él. Entonces llegó ese maldito a su vida, un pandillero que le llenó el oído de promesas vacías y esperanzas para que pudiera ayudarme, y él cayó completito en su juego.
Me di cuenta que algo iba mal cuando dejó de trabajar y solo salía en la madrugada, y regresaba con mucho dinero. ¡Puta madre, no saben cuánto le rogué que dejara de trabajar con ese hombre, pero no me escuchó! De pronto, todos mis tratamientos eran pagados como si nada, Biel manejaba una carcacha y todo estaba bien, cuando nada lo estaba en realidad.
Pronto me enteré por una vecina: Biel estaba conduciendo para un grupo de asaltantes, y ella se había enterado porque habían robado a un negocio de uno de sus parientes. Estaba muy decepcionada de él, lo golpeé, lo regañé, le pedí que lo dejara, pero no quiso hacerlo, para él era la única forma de darme lo que necesitaba.
Así que salió una madrugada y jamás regresó. Falló su asalto, los persiguió la policía y en su huida terminó matándose, a los rateros a los que llamaba amigos, y a una pareja inocente que solo tuvo la mala suerte de estar ahí.
¡No saben lo mucho que me lamenté por no haberlo podido detener! Seguro que si hubiera hablado más con él, luchado con sus estúpidas ideas, no se hubiera matado. Y aunque ahora estoy estable, no me va mal, no me puedo perdonar por la muerte de mi hijo.
Las meseras retiraron los platos, Samanta tomó una servilleta y le limpió las lágrimas a la madre del asesino de sus padres.
—No quiero que lo perdones, jamás me atrevería a pedirte algo así. No lo quiero justificar, solo quería que conocieras su historia —explicó entre sollozos.
—No tengo nada en contra de usted, no la culpo por todo lo que pasó —explicó Samanta y le dio otra servilleta—. Solo quiero que nos ayude para traer a su hijo de vuelta del limbo, yo necesito hablar con él para liberar mi corazón.
Ana asintió.
—Les daré todo lo que necesitan. Hagámoslo.
Así dentro de ese restaurante, ya entrada la noche, los cuatro pactaron preparar las cosas, para que un día de noviembre hicieran el ritual que traería a Biel de vuelta, y les daría un cierre a sus vidas.
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