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Capítulo 9

Sky

Poco más de una semana después del casi beso —quería olvidar lo vulnerable que me había sentido ante él y a lo cerca que había estado de besarlo—, los voluntarios del centro infantil y juvenil nos reunimos para debatir y planificar uno de los eventos más esperados del año.

—Necesitamos definir de una vez por todas el tema del Baile de Primavera —había hablado yo tomando las riendas del asunto.

Oliver asintió. Desde que nos había pillado a punto de besarnos, notaba que de vez en cuando nos lanzaba miraditas cómplices. Se pensaba que estábamos enrollados. Uf.

—Si queremos decorar la zona del baile acorde al tema a tiempo, tenemos que ponernos de acuerdo.

—¿Proponéis algún tema? —indagó Kyle juntó a mí con las manos entrelazadas por encima de la mesa alargada que estábamos ocupando. Nos habíamos adueñado de la salita de reuniones, cada uno con una taza de café o té, papeles en mano. No era muy grande, pero tampoco es que fuésemos un batallón; en total éramos seis voluntarios.

Adam se aclaró la garganta.

—¿Y si dejamos que cada quien se vista como quiera?

Kyle chasqueó la lengua.

—¡Qué aburrido!

Lewis se inclinó hacia delante.

—¿Fiesta egipcia? —propuso.

—¿Hawaiana?

Cada quien iba proponiendo temas, pero ninguno llegaba a gustarnos del todo.

—Vamos, tiene que ser algo original. El año pasado celebramos un baile al estilo años veinte. Necesitamos superarnos —nos apremió Daniella, la coordinadora jefe.

Levanté la mano.

—¿Y si celebramos una fiesta blanca? —planteé.

Todas las cabezas se volvieron hacia mí.

—¿Fiesta blanca? —Kyle enarcó las cejas.

Sentí que se me subían los colores, más cuando los ojos color tierra de Adam se clavaron en mí, sentado justo en frente. Tragué saliva.

—Podríamos vestirnos todos de color blanco y, a una hora determinada, salir fuera y lanzarnos globos con pintura neón. Lo he visto en varias películas y, bueno, es algo que siempre he querido hacer. Todo el mundo tiene algo blanco en su armario y, si no, es muy fácil poder acceder a ese tipo de prendas a un precio económico.

—La pintura es cara —objetó Sandy—. Debemos asegurarnos de que cabe dentro del presupuesto.

—¿Y si decoramos el patio con guirnaldas y flores blancas? Podemos hacerlas nosotros mismos—propuso Kyle.

—Yo sé hacer guirnaldas —lo secundó Adam con esa sonrisa canalla que tanto me alteraba. La luz que entraba por la ventana le daba un aspecto mucho más irresistible que de costumbre—. Podría enseñaros. A mi madre le encantan las manualidades.

—Me gusta, me gusta —estuve de acuerdo.

Amaba el Baile de Primavera. Se celebraba todos los años, pero jamás se hacía uno igual, ni siquiera cuando se repetía la misma temática. Recuerdo un año, cuando aún mi padre me llevaba, en el que el tema principal era «Bajo el mar». Me había disfrazado de Úrsula, una de mis villanas favoritas por excelencia, solo debajo de Maléfica. Fue el último año que lo pasé con mi madre.

Ahora ese baile lo era todo para mí porque me traía recuerdos preciosos, incluso después de que mi madre se fuera. Por eso quería que todo estuviera a la perfección y quizás me esforzara mucho más de lo necesario.

Acordamos que Sandy se haría cargo del presupuesto una vez que tuviéramos la lista de lo imprescindible. También nos repartimos el trabajo para que cada uno hiciera su parte de la decoración. Kyle y yo nos encargaríamos de comprar los platos, vasos y cubiertos una vez cerrásemos el presupuesto.

Para cuando salí de allí, todavía nos quedaban unas cuantas horas de luz. Amaba los domingos; eran mi único día libre. Sí, llevábamos reunidos desde poco antes de las cuatro de la tarde, pero no eran reuniones muy habituales.

Con el sol brillante en un cielo sin nubes, Kyle me agarró del brazo.

—¿Te apetece que hagamos algo?

Se me iluminó la mirada.

—Necesito uno de los cafés especiales de la señora Dicks.

Kyle se volvió hacia Adam. No, no me gustó para nada el brillo travieso de sus ojos.

—Hoyuelos, ¿te unes a nosotros? Tienes que probar el mejor café de la ciudad.

Puse los ojos en blanco. Llevaba llamándolo así prácticamente desde el primer día. Aunque debía admitir que el mote daba el pego: a Adam se le marcaban unos hoyuelos encantadores cada vez que sonreía. Además, prefería eso a la alternativa: «Papito».

A él parecía no molestarle el dichoso apodo. Es más, lo pillé sonriendo y, en efecto, ahí estaban ese par de hoyuelos que me encantaría besar.

—Seguro que no está tan bueno como decís —nos picó.

Le di un golpecito en el hombro.

—¿Por qué no lo pruebas? —lo reté con un tono juguetón.

Vale, ¿qué me estaba pasando? Porque nunca había sido así, ni siquiera cuando salí con otros chicos en plan serio.

Te gusta. Admítelo de una vez. Te gusta Adam.

¡Basta! No, no puedes enamorarte de él. Venís de mundos distintos. Sois opuestos, no encajáis.

No puedes controlar lo que sientes.

¡Cállate!

El codazo de Kyle me devolvió al mundo real, donde Adam sonreía con picardía.

—Si insistes. —Me lanzó un guiño que me puso colorada. Genial, ¿por qué había elegido precisamente ese día para no echarme colorete en las mejillas?

Sky, es solo un chico, me dije a mí misma.

No, es EL chico.

Argh, odiaba mi maldita conciencia.

Los tres nos dirigimos hacia la salida de la propiedad. Adam no había traído el coche. Al parecer, me dijo, se le había averiado el motor y lo tenía en el taller. No habíamos coincidido en el mismo autobús de chiripa, pero me temía que volveríamos juntos.

Kyle y yo íbamos haciendo monerías como dos críos pequeños mientras Adam nos observaba con una pequeña sonrisa dibujada en sus rasgos masculinos. Para cuando llegamos al local, una pequeña cafetería medio escondida en un callejón, los dos reíamos como antaño, cuando íbamos juntos al mismo instituto.

Kyle tomó la carta en cuanto nos adueñamos de una de las mesas que estaban colocadas junto a la ventana. Pese a que la entrada estaba escondida en un callejón, las vistas del exterior eran de la calle principal.

—¿Qué vais a querer?

Aspiré el aroma del café recién molido y os juro que podría haber tenido un orgasmo allí mismo solo por el olor. Llevaba más de tres meses sin estar ahí por culpa de los estudios y del idiota de mi padre. Adoraba la sencillez de las paredes y las baldosas clásicas del suelo. Junto a la barra había un mostrador con los dulces caseros que la señora Dicks había horneado esa misma mañana: toda clase de tartas, muffins y galletas.

Marlee Dicks era la mujer más dulce que había podido conocer. Cuando era una niña pequeña me pasaba horas y horas allí, con una taza de chocolate caliente, haciendo mis deberes o estudiando. Había sido un gran apoyo cuando mamá se fue y, ahora, años después, seguía siendo mi lugar seguro.

En cuanto nos vio, la mujer vino a saludarnos.

—Sky, Kyle, ¡qué alegría veros! —exclamó la mujer. Nos dio un fuerte abrazo a mi amigo y a mí—. Niña, llevo sin verte meses. ¿Qué es de tu vida?

Le di un beso en la mejilla, contagiada de la energía que desbordaba Marlee.

—Todo bien. Como siempre, vaya.

—¿Ya has decidido lo que vas a estudiar en la universidad?

Meneé la cabeza arriba y abajo con firmeza.

—Así es. Quiero estudiar Trabajo Social.

—¡Es fantástico que lo tengas tan claro! ¿Y tú, Kyle?

Mi mejor amigo la miró con adoración.

—Yo quiero estudiar Educación Primaria, pero ya sabes que ir a la universidad cuesta un riñón y parte del otro. No creo que pueda ir ni aunque tenga una beca.

—Kyle, eres un estudiante de matrícula. Estoy segura de que lo lograrás. —Le guiñó un ojo—. Eres un buen chico aunque de vez en cuando hagas algún que otro grafiti.

Reí. Uno de los grandes talentos de mi mejor amigo era el arte. Le encantaba dibujar. No había conocido a nadie tan perfeccionista como él.

Los ojos verdes de la mujer se posaron en Adam.

—¿Quién es vuestro amigo? No lo había visto antes por aquí.

Sonreí. Lo bueno que tenía el que fuera pequeño era que allí todos se conocían. Sí, era uno de lo más pobres, pero, al mismo tiempo, de los más familiares. No había tanta violencia como un novato pensaría al principio.

Le di una palmadita en el hombro al chico de pelo oscuro.

—Te presento a Adam. Vamos al mismo instituto. Nos echa una mano en el centro.

—Teníamos que enseñarle la mejor cafetería de toda la ciudad —añadió mi amigo.

—Pelota —mascullamos Marlee y yo por lo bajo, provocando así una carcajada en los dos hombres. Marlee añadió—: Bueno, os dejo decidir lo que vais a tomar. Cuando lo sepáis, hacedme una seña.

—Por supuesto.

En cuanto se marchó, Adam le echó una ojeada al lugar y comentó:

—Me gusta este lugar. Marlee es muy maja.

Le señalé la carta, la mar de contenta.

—Tienes que probar los cafés especiales. Están riquísimos.

Sus ojos se conectaron con los míos y, durante unos segundos, sentí que el universo se detenía y nos quedábamos los dos solos. Es extraño cómo la persona indicada puede hacer que tu mundo se ponga patas arriba con tan solo una mirada, todo lo que puede provocar en ti. Me lanzó una sonrisa pícara y yo me perdí en ese par de pozos cálidos.

—¿Cuál me recomiendas?

Le señalé el número quince.

—El volcán de café. Es una fantasía

—Hecho entonces.

Kyle nos señaló.

—¿Van a ser dos volcanes de café?

—Ajá.

—Perfecto. Voy a pedir.

Solo cuando se levantó de la silla me di cuenta de que nos íbamos a quedar a solas. Una parte en mi interior se había alterado ante la idea de que estuviésemos solos aunque tan solo fuera un minuto. La presencia de Adam me afectaba mucho más de lo que me gustaría admitir.

—Qué pintoresca es la cafetería. Me recuerda a Hogwarts—comentó mi compañero sin percatarse del latido acelerado de mi corazón.

—Es uno de mis sitios favoritos de la ciudad. Marlee está obsesionada con Harry Potter y, bueno, yo también. ¿A qué casa perteneces? Yo soy Slytherin.

Adam soltó una carcajada.

—Te pega.

Enarqué una ceja.

—Ah, ¿sí? ¿Qué casa eres tú?

Me lanzó una miradita culpable.

—No lo sé. No soy tan friki.

—¡Eh, yo no soy ninguna friki! —me quejé como una niña pequeña—. Seguro que eres un Hufflepuf. Esos son unos aburridos.

Adam se inclinó hacia delante, interesado.

—¿Crees que soy un aburrido? —me desafió.

Lo encaré, pese al aleteo frenético de mi corazón.

—Entre otras cosas.

—Vamos, estoy segurísimo que te parezco un chico muy interesante —se jactó él. Se había quitado el jersey nada más llegar, así que cuando dobló los brazos pude ver esos bíceps que tanto me hacían babear—. ¿Has visto lo cañón que estoy?

Bufé.

—Eres un engreído.

—Ya sé que te encanto, bonita.

Puse los ojos en blanco.

—Ah, ¿sí? Pues me encantas tanto que ni yo misma me he dado cuenta.

Formó un corazón con los dedos que luego rompió. Me derretían esos ojitos marrones y comprobé que jamás podría negarme a nada si ello significaba pasar más tiempo juntos.

—Me acabas de romper el corazón, luciérnaga.

—¿No tienes nada mejor, hoyuelos?

Soltó una tremenda risotada. Así cómo estábamos, era tan fácil soñar con cuentos hadas, unicornios y finales felices, un lugar donde podía ser yo misma y donde ya no tendría que esconderme nunca más.

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