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Capítulo 24

♪ Adam

—Sky es una impresentable —se quejó Felicity la tarde del martes. Me había invitado a su casa y yo no había podido negarme. Amaba las quedadas solo para mejores amigos, sin nadie más. Además, Nathalie, su madre, había hecho galletas de limón. Así que nos habíamos adueñado de la sala de estar: había un plato de galletas medio vacío, un bol con palomitas y otro con snacks variados sobre la mesa y una canción de The Weekend sonaba a través del equipo de música.

Hice una mueca. Me encontraba entre la espada y la pared, como quien dice. Por un lado, estaba Felicity. Habíamos crecido juntos y sabe Dios que haría lo que fuera por ella. Pero, por el otro, estaba esa rubita que había puesto mi mundo patas arriba, que con una caricia me dejaba la mente en blanco.

¿Qué podía hacer? Se llevaban a rabiar y, lamentablemente, no podía hacer nada al respecto. Eran peor que el perro y el gato.

—¿Qué ha pasado?

Antes de opinar, mejor saber qué había ocurrido.

Mi mejor amiga soltó un bufido..

—Esta mañana ha montado una de sus famosas rabietas.

Me froté el cuello con las manos.

—¿Sabes por qué?

Felicity hizo un asentimiento con la cabeza.

—Ujum. Su padre ha sacado el tema de la universidad. Ella solo quiere estudiar una carrera mediocre mientras que su padre quiere que haga una que le dé más salidas.

—¿No has pensado en lo que a ella va a hacerle más feliz?

—¿Sinceramente? —Me miró con la cabeza inclinada a un lado—. Con sus notas podría estudiar lo que le dé la gana. Quisiera estar en su lugar. No sabe lo afortunada que es.

Le di un apretón en el hombro.

—¿Por qué no se lo dices? Quizás así logres acercarte a ella.

Frunció los labios.

—Sky es una chica difícil. No va a querer escucharme.

—Por intentarlo no pierdes nada.

Resopló.

—Estoy harta de intentarlo. Además, ¿desde cuándo te importa tanto?

Tuve la suerte de que no tuve que responder —¡menos mal! No habría sabido qué contestarle— ya que la puerta de la entrada principal se abrió de un golpe seco. Sky entró con unos aires muy subiditos. Estaba preciosa. Llevaba una falda tableada blanca que dejaba a la vista esas piernas de infarto que tenía y la blusa resaltaba el color de sus iris claros, a parte de las curvas de su busto.

Me quedé quieto como un gilipollas, sin saber qué hacer. ¿Debía saludarla con un beso, con un «Hola» o con un gesto? Lo que había pasado entre nosotros había sido una experiencia inolvidable y no había podido sacarme el baile de la cabeza.

Se saluda, eh —refunfuñó Felicity en español al ver que la rubia pasaba de largo con un contoneo de caderas.

La escuché murmurar por lo bajo. Un par de minutos después de que desapareciera, recibí un mensaje suyo.

«¿Qué haces aquí? No esperaba verte.»

«Me ha invitado Lizzie.»

«Ah.», escribió.

«Si quieres que venga a verte, solo tienes que pedírmelo. Te encanta tenerme comiendo de tu mano 😏.»

«No te lo creas tanto 🙄.», redactó y hasta pasado un minuto no volvió a vibrarme el teléfono: «Estás muy guapo.»

Estuve a nada de echarme a reír.

«Tú eres hermosa, luciérnaga.»

Felicity se aclaró la garganta. Cuando levanté la mirada, vi que estaba enarcando una ceja, sus labios curvados en una sonrisita socarrona.

—¿Estás hablando de nuevo con tu chica misteriosa? —preguntó llena de intriga.

Me pasé una mano por el pelo. Noté las mejillas calientes y una sonrisa tonta en la cara.

—No es nadie —mentí.

Me señaló.

—¡Mira lo rojo que te has puesto! Te gusta de verdad. Tengo ganas de conocerla, ¿sabes? Si te hace así de feliz, tiene que ser una buena chica.

Si tan solo supiera que era su hermanastra. No quise decirle nada aún porque ni siquiera yo sabía lo que pasaba. Sky y yo no habíamos hablado al respecto y no sabía cómo actuar con ella. En la fiesta se había mostrado más abierta que nunca, pero ahora que estaba en casa volvía a ser la misma altanera hermética a la que estaba acostumbrado. ¿Qué era lo que la hacía actuar hasta en su propia casa?

Sacudí la cabeza.

—Solo déjalo, ¿vale? Nos estamos conociendo todavía. No es como si fuera a pedirle matrimonio.

—¡Llevas semanas mandándote mensajitos con ella!

Esbocé una sonrisa de culpabilidad.

—¿Y?

—Dime que al menos ya la has besado.

Pensé en todo lo que había ocurrido el día anterior y no pude evitar que mi rostro mostrara toda la alegría que sentía. El corazón me fue a mil al rememorar todos los besos que nos habíamos dado, cómo ella se había aferrado a mí, cómo se había escondido, la forma en la que me había suplicado que no la dejara sola.

Se había reforzado el vínculo que nos unía.

—Puede —repuse con una sonrisa que terminó siendo más bien una carcajada delatadora.

Felicity me lanzó un cojín.

—¡Qué misterioso, güey!

Me encogí de hombros.

—Solo voy a decirte que es una buena chica. Tiene mucho carácter, pero a veces también es muy tímida.

—Seguro que es una de tus compañeras del centro.

—Mis labios están sellados.

Me dio un golpecito en la pierna.

—Solo cuenta el chisme.

Reí.

—No voy a contarte nada. Todavía nos estamos conociendo.

—Oh, pero veo en tus ojos que te gusta de verdad.

Sky tenía una personalidad tan desbordante. Me tenía hechizado y yo solo quería verla brillar con luz propia.

❦ ❦ ❦ ❦ ❦

Los señores Sephard me invitaron a cenar. Noté a Sky mucho más apagada que de costumbre, sentada junto a mí. Parecía triste y no sabía si sería apropiado preguntárselo con su padre delante. Noté las miraditas tensas que se lanzaban de vez en cuando.

Con discreción, le acaricié los nudillos con la mano. No hizo ni un solo movimiento al respecto. Permaneció recta, regia, en su lugar. Movía la comida de un lado a otro en el plato. Me habría gustado inclinarme sobre ella y susurrarle que estaba de su lado.

Sam se aclaró la garganta.

—¿Ya has pensado qué vas a estudiar en la universidad, Adam? —me preguntó.

Sky se puso tensa.

—Claro que lo sé. Mi padre quiere que siga sus pasos, pero ya le he comentado que quiero montar mi propia empresa discográfica y descubrir nuevos talentos. Creo que así dejaré mi granito de arena en la industria.

—Es un buen objetivo —convino Felicity—. Yo voy a estudiar Medicina en la NCU. Me han mandado la carta de admisión esta misma mañana.

Miré a mi mejor amiga de hito en hito. Así que ella también se había guardado información. Interesante.

Me levanté, rodeé la mesa y le di un gran abrazo.

—¡¿Qué dices?! ¡Felicidades, Lizzie! Sabía que lo lograrías —la felicité.

Cuando volví a tomar asiento, observé cómo su hermanastra me miraba con una expresión indescifrable.

Sam se dirigió a su hija.

—¿Ves? Deberías tener los estándares tan altos como ella. Si al menos te esforzaras.

Sky apretó los labios y yo tensé la mandíbula. Menudo ataque más gratuito.

—Al menos tengo claro lo que quiero estudiar. Gran parte de mis compañeros aún no saben qué quieren hacer con sus vidas.

Su padre chasqueó la lengua.

—Tienes aspiraciones tan bajas. ¿Por qué no puedes ser como tu hermana?

Hermanastra —apostilló ella con rabia—. ¿Por qué está mal todo lo que hago, papá? ¿Por qué siempre nos comparas? ¡Estoy harta!

Rechinó la silla y se fue a la cocina. No sabía dónde meterme ni qué hacer, aunque pronto lo tuve claro. Con la excusa de rellenar la jarra de agua, salí en su búsqueda. La encontré apoyada contra el fregadero, con la vista clavada en el jardín trasero, los hombros tensos. Se veía tan afectada. Le temblaban las manos, aunque mantuvo la cabeza bien erguida.

Me aclaré la garganta para que supiera que estaba ahí.

—¿Estás bien, linda?

Le puse una mano en el hombro, pero ella se apartó, aún dándome la espalda. Me dolía verla así de triste. Me habría gustado luchar contra todos los demonios que la lastimaban.

—¿Quieres estar sola?

No respondió, así que tomé su silencio como un «sí». Saqué la otra jarra que había en la nevera y me di la vuelta para marcharme, pero a medio camino la escuché decir en apenas un hilillo de voz:

—Espera. —Se pasó el dorso de la mano por el rostro antes de volverse, sus ojos aún bañados en lágrimas—. Yo... No puedo.

Dejé el recipiente en la mesa de la cocina. Le hice un gesto para que se acercara.

—Ven aquí, preciosa.

Sky se refugió entre mis brazos y se escondió en el hueco de mi cuello. Escuché el leve suspiro que emitió, sus hombros por fin relajándose.

—Todo va a estar bien —le susurré en el oído.

—Por favor, quédate conmigo —suplicó con la voz rota.

Le pasé las manos por la espalda en un gesto reconfortante.

—Ya no estás sola, luciérnaga.

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