
La flecha del tiempo
Para aquellos de nosotros que creemos en la física, la distinción entre pasado, presente y futuro es solo una obstinada y persistente ilusión.
Albert Einstein,
en una carta al hijo y a la hermana de Michele Besso.
Las ecuaciones fundamentales de la gravedad cuántica están elaboradas, de hecho, de este modo: no tienen una variable tiempo, y describen el mundo señalando las posibles relaciones entre las magnitudes variables.
El orden del tiempo. Carlo Rovelli.
De esta manera, cuando finalizó nuestra guardia, dos meses después, Samsa y yo bajamos de la órbita para aterrizar en Tarsis, el único planeta del sistema. Samsa estaba incómodo. Yo también. Unos nautas curtidos en el Espacio como nosotros pisando tierra firme, varados y con la quilla rozando fondo, nunca pueden estarlo. Me sentía perdida en un mundo extraño que no es el mío; estaba fuera del Espacio —de mi elemento natural, que aunque peligroso es conocido—. Por eso los navegantes solemos emborracharnos cuando llegamos a un puerto espacial, sea el que sea, porque no nos adaptamos a la gravedad y a pisar tierra. Y para colmo Samsa y yo visitábamos Ciudad Termita, un hormiguero de población bulliciosa con cientos de miles de insectos en frenético movimiento que, por algún motivo, parecen siempre tener prisa y llegar tarde a algún lugar muy importante. Por suerte, bastaba con visitar las afueras, en la ubicación donde el excéntrico físico guardaba su laboratorio de investigación.
Por supuesto, al desembarcar en Ciudad Termita no fuimos directamente a visitar al doctor Mancebo. Antes, Samsa y yo decidimos pasar por algún sitio animado donde prepararnos para el evento científico. Ya sabéis, algún local de nautas en el que sirvieran algo digno para calentar los motores. El problema era que en este planeta de insectos sólo había garitos para insectos en los que se servían apestosas bebidas de insectos. Claro, Samsa estaba encantado con ello, pero yo no. Así que, escondida bajo el traje espacial, yo iba preparada con mi petaca llena hasta arriba con el ron que me había pasado una semana destilando en el alambique de mi nave. Soy sincera: el ron no era Bacardí, ni mucho menos, sino más bien un tosco brebaje que te quemaba la garganta. Pero estábamos en Tarsis, no había otra cosa que beber, y yo necesitaba tomar unos tragos antes de aguantar la inevitable perorata del doctor Mancebo.
Samsa y yo tomamos una mesita discreta en una esquina de «El Zafiro», un local de dudosa reputación que a mi amigo insecto le encantaba. Aunque la bebida era horrible, a él le gustaba que se la sirvieran las hembras de insecto. Le llamaban mucho la atención, aunque no sé por qué. Samsa siempre había sido de esos tipos familiares a los que les gusta tener muchos hijos y jugar con ellos. En su tiempo, siendo más joven, lo había intentado. Había opositado para fecundar a la reina de Ciudad Termita y tener descendencia. Al tercer intento, tras mucho esfuerzo estudiando, consiguió aprobar los exigentes exámenes; pero, por desgracia, durante la revisión médica le detectaron una pequeña malformación congénita en una pata. Siendo su material genético defectuoso, le explicaron que ninguna reina que se respetase aceptaría su fecundación. Podía visitar el termitero que quisiera, que nunca podría tener hijos de ninguna de sus reinas. Mi amigo Samsa no pudo cumplir su sueño de formar una familia; y es que él —al igual que yo— tuvo mala suerte en la vida. Trabajaba entonces en un despacho haciendo algo de funcionario, no sé bien qué —y da lo mismo—. Lo importante es que lo dejó y, si en Tarsis hubiera habido monasterios, Samsa podría haberse hecho monje de clausura. Pero no los había, y se hizo nauta. Hace ya algunos años de aquello, cuando llegó a La Guardia por primera vez, siendo apenas un grumete inexperto y sin saber nada de nada. Fue conocerle, y me hizo gracia. Hasta a mí, sumida en una profunda depresión, me hizo gracia. Me cayó bien desde el principio ese insecto contradictorio: dicharachero y, a la vez, callado; alegre, pero envuelto en un halo de tristeza; valiente, aunque cobardón cuando todo se complicaba. Así que decidí enseñar a ese tarsiano el arte de navegar una nave y a trazar órbitas en el espacio como es debido.
Siguiendo con «El Zafiro», en el centro de la sala del local no había mesas, porque era donde los insectos danzaban una especie de bailes ritualizados que me parecían sumamente ridículos. Con la primera copa, Samsa estaba de ánimo para salir a mover un poco el exoesqueleto; con la segunda, ya se le habían pasado las ganas y estaba demasiado bebido para hacerlo. A la tercera, decidimos que había llegado el momento; estábamos preparados para visitar a Mancebo.
Mi amigo insecto y yo fuimos dando un paseo zigzagueante por los suburbios de Ciudad Termita. Estaba despejado y justo en el cénit podía divisarse el maldito quásar, como un convidado de piedra, un presagio cruel, un fatal portador de un mensaje siniestro. Justo encima de nosotros, con su maldita luz, ese brillo violáceo, tétrico, opresivo, enfermizo y, a la vez, enormemente hermoso, iluminaba Tarsis. ¿A quién pretendía engañar ese quásar con toda esa belleza aparente, dentro de la cual no había sino la peor de las maldades? Bajo la luz de aquel quásar cabía esperar las peores tragedias. En el pasado, yo había contemplado a los insectos y a los hombres cometer las peores atrocidades que puedan concebirse.
Apenas cuatro manzanas y habíamos llegado. La sala de conferencias era de tamaño reducido. Apenas unos asientos para humanos frente al estrado. Trastos irreconocibles aquí y allá. Desorden. Allí, en el estrado, con una bata que alguna vez fue blanca y llena de remiendos nos esperaba el doctor Mancebo.
—¡Rebeca! Bienvenida a mi humilde charla. Es para mí un inmenso placer contar contigo. ¡Que bien que hayas asistido!
Sentí desconfianza. Bajó del estrado para acercarse a nosotros y me abrazó cordialmente. Me tuteaba. Mala señal. Sonreía amistoso. Muy mala. Los científicos nunca te llaman por nada bueno. Siempre andan liados en un experimento que puede cambiar el curso de la humanidad (o la insectidad en este caso) y siempre necesitan a un nauta insensato para que colabore en su experimento extremo de carácter suicida.
En apenas unos minutos se nos unió Alicia, la maravillosa Alicia. Llevaba algunos años sin hablar con ella y me alegró verla. Se acercó, y nos abrazamos. Me contó que tenía un laboratorio cercano al de José María Mancebo y que, aunque estaba siempre muy ocupada, había encontrado un hueco para unirse a nosotros. Siempre la aprecié mucho, a pesar de ser una científica, quiero decir, una exobióloga. Al igual que el doctor, ella también sobre el traje espacial vestía una bata. La suya estaba limpia. Llevaba una máscara con oxígeno para poder respirar, todos los humanos en Tarsis la llevábamos. Al parecer, investigaba cosas sobre la bioquímica tarsiana que yo no entendía del todo bien. Sólo sé que era algo importante.
Tuvimos que esperar un buen rato al que faltaba. César llegaba tarde, pero es que venía del sur, de las inaccesibles montañas de Tarsis. Llegó sonriendo, flamante. Había engordado un poco, pero era el César de siempre. Vestía bien, con algún textil tarsiano bajo el que se adivinaba el traje espacial. Habían pasado algunos años sin ver al viejo César y me alegró mucho su presencia. Las cosas le iban bien. Nadie lo hubiera imaginado, pero se había convertido en un industrial de renombre, su empresa dominaba la extracción de recursos minerales de Tarsis.
Estábamos reunidos todos los convocados y ya podía empezar la charla «informal». Nos sentamos en los asientos diseñados por Mancebo para humanos. Samsa quedó a mi derecha, ocupando un par de asientos con su cuerpo rechoncho. Parecía estar incomodísimo. César quedó a mi izquierda, con Alicia a su izquierda.
—Comenzamos entonces... —dijo Mancebo mirándonos desde el estrado—. Adelante. Comencemos.
Y diciendo esto empezó a revolver entre los papeles que había dejado en el atril. Inquieto. Sus ojos fulguraban, echaban chispas. Había perdido algo. Miró al suelo por si se le había caído. Parecía incómodo con la situación.
—Comencemos —repitió con un titubeo, revisando otra vez sus apuntes. Ver a José María Mancebo perder literalmente los papeles es algo a lo que estábamos acostumbrados. Le conocíamos bien. No era una sorpresa. Había confianza.
—Me vais a perdonar un momento.
Y diciendo esto, se dirigió con prisas a un lateral de la sala para desaparecer tras una puerta.
—El viejo Mancebo no cambia —me dijo César entre risas—. Sigue igual.
A los pocos minutos, cuando el doctor Mancebo regresó a la sala por la puerta por la que nos había abandonado, no se me escapó ningún detalle: llevaba un papel entre las manos, con su escaso pelo revuelto, la bata arrugada y barba de una semana; además, parecía muy cansado. Había perdido la vitalidad y el entusiasmo que mostraba hacía sólo un momento. Samsa, mi amigo insecto, no se daba cuenta de esas cosas, pues la biología del ser humano no le es familiar (más tarde se lo expliqué). Pero yo sí la conocía. Mancebo volvió a entrar en la sala y llevaba barba de una semana, una barba que no tenía antes de abandonarnos, y no habían pasado ni diez minutos. En diez minutos un hombre no puede pasar a tener el rostro cubierto con barba de una semana...
Es en ese instante cuando lo comprendí. Pasó a tener sentido su familiaridad con Samsa, y su arbitraria forma de entender el tiempo. Para él, el pasado, el presente y el futuro no eran una barrera, y podía saltar de uno a otro a su antojo. José María Mancebo se había convertido en un viajero del tiempo.
El despistado profesor volvió a ubicarse en el estrado. Reunió todos sus papeles, algunos arrugados, y los ordenó con algún criterio, una tarea en la que tardó un par de minutos. Luego, alzó la vista y nos dirigió una pregunta sencilla, al menos eso era lo que parecía en apariencia:
—¿Qué es para ustedes el tiempo? ¡Eh! Les hago esta pregunta. ¿Qué es para ustedes el tiempo?
Apoyaba sus dos manos sobre el atril, descansando sobre ellas el peso de su cuerpo. Sonrió, seguro de sí mismo. La perorata comenzaba. «¡Que el Espacio se apiade de nosotros!», pensé.
—Lo que pasa y no vuelve hacia atrás —dijo César, y añadió, con una sonrisa—. También es algo que la gente me hace perder algunas veces...
Llevaba años sin ver a César, pero las tradiciones son las tradiciones. Así que le propiné la inevitable patada a César en el tobillo con la intención de que no fuera indiscreto y se moderase en sus comentarios. Después, intenté dar una explicación algo más técnica, haciendo esfuerzo por recordar mis estudios de oficial de la marina mercante.
—Una dimensión similar a las tres espaciales, pero en la que sólo se puede uno mover adelante. El flujo del tiempo es como un torrente arrollador de momentos cuya corriente imparable te arrastra inexorablemente hacia el futuro. Es lo que se denomina la flecha del tiempo...
—Sólo eso... —preguntó Mancebo con la decepción dibujada en su rostro—. ¿Nada más?
Intenté rememorar mis conocimientos sobre relatividad. Yo tenía estudios, eso lo había leído, pero ya casi no me acordaba. Es sorprendente cómo el tiempo borra los conocimientos.
—Albert Einstein demostró que se puede viajar hacia el futuro —añadí—. El tiempo pasa más lentamente en los cuerpos muy veloces y, en principio, nada impide avanzar mil años en un sólo año. Basta para ello con adquirir una velocidad muy cercana a la de la luz.
—Sí, muy bien —dijo Mancebo, quien parecía animarse—. Para avanzar en el tiempo mil años en un sólo año habría que alcanzar el 99,99995 % de la velocidad de la luz. Pero, ¿qué ocurre con el tiempo cuando se está en una zona de elevada curvatura espacio-temporal? ¡Eh! ¿Qué ocurre entonces?
—Otra forma de conseguir viajar hacia el futuro es permanecer sometido a un campo gravitatorio muy intenso como el que se produce de forma natural cerca de los bordes de los agujeros negros, casi en su horizonte de sucesos. Es equivalente a viajar casi a la velocidad de la luz.
—Bien otra vez —dijo Mancebo con una sonrisa—, pero, ¿qué ocurre cuando se está inmerso en una burbuja de espacio-tiempo de elevada curvatura? ¡Eh! ¿Qué ocurre entonces?
—Eso excede mis conocimientos... —reconocí—. ¿Qué ocurre allí, doctor Mancebo?
El doctor inspiró profundamente. Estaba calentando. Comenzaba la tortura. Empezó entonces a largarnos una disertación sesuda, teórica y sumamente ininteligible sobre el tiempo y la física. Samsa me miraba de reojo con sus ojos múltiples de insecto, porque él no entendía qué estaba pasando. Yo sí lo entendía, y estábamos en un serio aprieto, pero no podía decírselo todavía.
—El tiempo podría ser entendido como la magnitud que se emplea para ordenar una serie de eventos físicos. De esta manera, algunos quedan ubicados en el pasado, otros en el presente y otros en el futuro. En la mecánica primitiva tenía un carácter absoluto, independiente del contexto, y transcurría de la misma manera para todos los observadores de un mismo fenómeno físico. Sin embargo, en la mecánica clásica de Albert Einstein adquiere un carácter relativo y se plantea que su discurrir venga determinado por la velocidad y la intensidad del campo gravitatorio, cuya dinámica fue aproximadamente descrita por las ecuaciones de la teoría general de la relatividad.
Bla, bla, bla. Obviedades. Mancebo no paraba de hablar comentando cosas dando rodeos y sin ir al meollo del asunto. ¿A qué esperaba para decirnos lo que tenía en la mente?
—Pero vayamos a las teorías verdaderamente avanzadas de la gravedad cuántica. Y no me refiero a esos paradigmas delirantes y trasnochados (hoy ampliamente superados) de las supercuerdas y los bucles cuánticos. Hablo de teorías de la gravedad cuántica realmente novedosas que, por cierto, yo mismo he desarrollado, y con las que puedo afirmar que el tiempo no existe más allá de nuestra experiencia sensible. No es otra cosa que una mera ilusión psicológica que el encéfalo humano construye para organizar la información que captura con sus sentidos. Nada más. En los contextos en los que la curvatura del espacio-tiempo se vuelve relevante, el tiempo no tiene una verdadera expresión física.
Decididamente, Mancebo había perdido completamente el poco juicio que le quedaba.
—Por ello, cuando nos acercamos a la comprensión de los fenómenos de altísimas energías de la espuma cuántica, el flujo del tiempo desaparece; para emerger otra vez como un concepto palpable cuando se vuelve a niveles de baja energía. Creo que ya adivináis mi planteamiento, ¿verdad? Leed mis labios, por favor: EL TIEMPO NO EXISTE.
Nada más que palabras. ¿Cuándo iba a empezar a reconocer Mancebo que había realizado viajes en el tiempo? ¿Era necesaria toda esta tortura teorizante?
—Pero la entropía de los sistemas aislados aumenta sin descanso —argumentó Alicia, quien no quería desaprovechar la oportunidad de debatir un poco—, ¿no es acaso ese fenómeno una evidencia de que el continuo fluir hacia el futuro del tiempo, lo que se denomina la flecha del tiempo, es algo que está relacionado con la historia del universo?
—No, no. Eso es una mera ficción macroscópica que emerge de un mundo microscópico sin tiempo. En las distancias cuánticas, cuando la energía excede lo imaginable, el tiempo sencillamente no existe.
—En la termodinámica del no equilibrio se manifiestan transiciones de fase que, claramente, son una manifestación de la flecha del tiempo —. Alicia no cejaba—. En la naturaleza hay fenómenos irreversibles que no tienen vuelta atrás. ¿Qué me dices de eso?
—No, créeme. No es así.
—No termina de convencerme tu planteamiento —continuó Alicia, un poco alterada por lo que ella consideraba un anatema—-. Hay observables científicos que no son conmutativos, en los que el orden de los factores importa. Piénsalo. Te pongo un caso sencillo: la causa siempre antecede a la consecuencia; y eso determina que hay un orden temporal.
—¡Oh, no! En absoluto. No siempre es así. Es mera apariencia, nada más que una obstinada y persistente ilusión.
—¡Demuéstralo, entonces! —exclamó Alicia desafiante.
Yo ya sabía que Mancebo tenía razón. Bastaba mirar el vello de su rostro sin rasurar. Barba de una semana. Evidente. ¿Era tan difícil darse cuenta? Él tenía razón, ¿no podían dejar de discutir y permitir que mostrase su máquina, la que había utilizado apenas unos minutos para realizar un viaje en el tiempo?
—Tras muchos cálculos teóricos —dijo, poniéndose muy serio—, puedo afirmar con rotundidad que he construido un dispositivo que nos permitiría viajar en el tiempo.
Por suerte, comenzó a concretar un poco. Ya era hora. Lo de siempre. Una máquina fascinante, un invento revolucionario, un avance sin parangón en la historia de la humanidad (o la insectidad). Bla, bla, bla (En ese momento eché mucho de menos que Samsa y yo nos hubiéramos tomado la cuarta copa). Y era lo de siempre: se necesitaban unos voluntarios para otra de sus aventuras suicidas. Él no viajaba, claro, pero esperaba que dos valientes (o estúpidos) arriesgasen su vida en un proyecto para viajar en el tiempo. Lo esperable, lo de siempre. Era el doctor Mancebo en estado puro, el viejo José María Mancebo. Se me quedó mirando fijamente. Él me conocía y sabía a quién debía mirar fijamente. ¿A quién sino a Rebeca?
—No digas más —comenté sonriendo—. Lo adivino. Es una máquina enormemente peligrosa. Si no se maneja adecuadamente, los viajeros no sobrevivirán.
—Sí. Es así. ¿Cómo lo has adivinado?
—Intuición, supongo.
Lo dije entre risas. Sin embargo, de alguna manera, aunque parezca idiota, la posibilidad de viajar en el tiempo comenzó a seducirme. Me fascinaba. Me dejé llevar por sus palabras. Me sentí atrapada. Viajar en el tiempo. «Si pudiera volver al pasado», pensé. Arreglaría tantas cosas... tantas cosas que habían salido mal. ¡Tantas irreparables tragedias! Regresar, volver a los momentos de mi vida en los que las cosas habían tenido sentido. ¿Quién puede rechazar una segunda oportunidad, algo que no suele ocurrir en la vida?
—No te preocupes, José María —dije de inmediato, sorprendiéndome a mí misma por mi determinación—. Cuenta conmigo para lo que sea. Me ofrezco voluntaria para viajar en tu condenada máquina del tiempo.
—¿En serio, Rebeca? —preguntó, perplejo de que hubiera sido tan fácil convencerme—. ¿No preferirías vivir una vida tranquila aquí? —insistió vehemente—. ¿Realmente quieres hacerlo? No he explicado aún los detalles del proyecto para viajar en el tiempo. Será arriesgado, muy arriesgado.
Eso no suponía ninguna sorpresa. El riesgo trabajando con Mancebo siempre estaba garantizado... Súbitamente, los recuerdos del pasado afloraron para nublar mi mente:
—Somos nautas, no sabemos vivir de otra manera —dije—. Cuenta conmigo.
«Somos nautas, no sabemos vivir de otra manera», fue mi respuesta cuando me preguntó. También fueron las últimas palabras de Juan Argento antes de morir.
En cierto modo, yo le había matado. Yo había matado a Juan Argento. Yo había matado a Juan Argento. Yo había matado a Juan Argento. Yo había matado a Juan Argento.
Y algo dentro de mí no deseaba seguir viviendo.
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