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Capítulo 9 "La Ramona: El Refugio de los Sueños Perdidos"

En el tranquilo y pintoresco pueblo de Maparari, Jesús buscaba refugio en la soledad de la casa de sus padres. En su habitación, encontró una vieja silla de madera que colocó frente a la pequeña ventana con vistas al vasto y hermoso potrero. Inspirado por el libro que su tía Nube le había regalado, Jesús se sumergió en sus páginas llenas de magia y aventuras.

A medida que avanzaba en la lectura, Jesús sintió una conexión profunda con los personajes y las situaciones descritas. Cada palabra parecía estar escrita especialmente para él, revelando mensajes y enseñanzas que iluminaban su mente y su corazón. La historia les mostraba nuevos caminos y soluciones a sus propios problemas, provocando una reflexión intensa y transformadora en su interior.

Al terminar el libro, una sensación de paz y claridad invadió a Jesús. Con una sonrisa radiante en el rostro, se imaginó la sonrisa de su tía y en su pensamiento solo murmuro para sí mismo.

-¡Tía, gracias por este regalo! -exclamó Jesús con una emoción palpable en su voz-. La historia me ha ayudado a ver las cosas de una manera completamente nueva y a encontrar las respuestas que tanto necesitaba.

Mientras tanto, el abuelo Carlos, bajo la sombra del frondoso árbol de zapatero, recordaba con cariño la infancia de sus hijos en aquel mismo lugar. Carlos, un hombre de manos arrugadas y mirada serena con unos grandes ojos marrones, determinados por sus cejas ya blancas por el pasar de los años, había dedicado su niñez y parte de su juventud, a trabajar la tierra y cuidar de su familia. Sus historias estaban llenas de sabiduría y experiencias vividas, desde los tiempos de cosecha hasta las noches de cuentos alrededor del fuego, transmitiendo enseñanzas que perdurarían por generaciones. Historias contadas por su abuela materna.

Agradecido por los recuerdos de risas y travesuras, observaba con nostalgia cómo la vida seguía su curso, transformando el viejo árbol en una nueva vida que florecía ante sus ojos. El abuelo Carlos siempre encontraba consuelo en la naturaleza, y el árbol de zapatero era su confidente silencioso, testigo de generaciones de su familia.

Curioso por descubrir más historias, el joven Jesús se acercó al abuelo Carlos para escuchar sus relatos llenos de aventuras y emociones. Se sumergió en un mundo donde el tiempo se desvanecía, viviendo cada momento como un compañero fiel que lo acompañaba en su travesía por la vida.

El libro, las historias compartidas y los lazos familiares tejieron un nuevo camino en el corazón de Jesús, guiándolo hacia la comprensión y la aceptación de sí mismo. En ese tranquilo rincón de Maparari, la magia de las palabras reveló un universo de posibilidades y enseñanzas que transformaron su visión del mundo y su propio destino.

Y así, entre páginas y recuerdos, Jesús encontró la inspiración y el coraje para abrazar su día, con renovada esperanza y sabiduría, llevando consigo el legado de generaciones pasadas y el poder de la imaginación para forjar su propio camino en la aventura de la vida. debía continuar batallando contra cada pensamiento que cada vez se hacia mas intenso en su día a día.

El abuelo Carlos me contaba sobre sus días de juventud, cuando viajaba por el pais en busca de aventuras, experiencias y nuevas oportunidades nuevas. Me hablaba de amores perdidos y triunfos alcanzados, de desafíos superados y lecciones aprendidas. Sus ojos brillaban con cada recuerdo, y su voz resonaba con sabiduría y gratitud por todo lo que la vida le había ofrecido.

A medida que escuchaba sus relatos, me di cuenta de que la vida es un viaje lleno de altibajos, de momentos felices y tristes, de pérdidas y ganancias. Pero, al igual que el árbol de zapatero que creció en el mismo patio, donde una vez existió otro, la vida siempre deja rastros para ser recordada por siempre.

El abuelo Carlos me enseñó que, aunque las cosas cambien y el tiempo pase, los recuerdos y las experiencias vividas nunca se desvanecen. Siempre estarán presentes en nuestro corazón, guiándonos en nuestro camino y dándonos fuerza para seguir adelante.

Y así, junto a su abuelo y el árbol de zapatero, aprendí la importancia de valorar cada momento, de apreciar las pequeñas cosas de la vida y de recordar siempre de dónde venimos. Porque, al final del día, son los recuerdos y las experiencias compartidas los que nos hacen quienes somos, y nos guían en nuestro viaje por la vida.

Carlos solía contar historias de su madre, quien fue hija única, que se casó con un joven llamado Esteban Castillo. A los pocos meses de casados, Esteban propuso mudarse a otro pueblo, Santa Cruz de Bucaral, en busca de mejores oportunidades. Allí, en una pequeña casa de alquiler, la vida no fue fácil. Esteban trabajaba para comprar comida, pero gastaba el resto en las cantinas. Los fines de semana llegaba borracho a casa, y lo poco que daba a su esposa apenas alcanzaba para comer. A pesar de las dificultades, la madre de Carlos crio a sus siete hijos: Armando, Reyes, Juan, Felipe, Luis Carlos y la difunta Sara.

Un día, el abuelo le contó a Jesús:

-Mi madre y abuela siempre decían que la educación era la clave del éxito. Pero mi padre no lo veía así. Un día llegó  al colegio y nos sacó del salón de clases. Dijo que no estábamos para perder el tiempo en estudios, que eso no enriquecía y que era hora de trabajar para ayudar en casa. Ese día mis sueños de ser científico se esfumaron.

Jesús, con los ojos abiertos de par en par, preguntó:

-¿Y qué hiciste entonces, abuelo?

Carlos suspiró y continuó:

-Aunque la abuela me enseñó a leer y escribir con sus viejos libros, las matemáticas nunca se me dieron bien. Sin embargo, tenía un sueño: darle a mi madre todo lo que necesitara. Ella sufría en silencio por la falta de comida y la escasez. Fue en esos tiempos difíciles que conocí a Gustavo Ledezma, un niño que jugaba conmigo en una tarde sombría de otoño. Era hijo de un propietario de una pequeña finca. Hablamos un rato y así nos conocimos e hicimos una gran amistad. Gustavo habló con su padre para que me dejara trabajar en sus tierras recogiendo granos de café, y de esta forma, llevaba a mi madre todo lo que conseguía. Mi madre fue ahorrando cada centavo, pero la vida seguía siendo dura.

Curioso por descubrir más historias, Jesús se acercó al abuelo Carlos para escuchar sus relatos llenos de aventuras y emociones. Jesús, con los ojos abiertos de par en par, preguntó:

-¿Y qué hiciste entonces, abuelo?

Carlos continuó, con una sonrisa nostálgica:

-Pasaron los años y nuestra amistad se fortaleció. Éramos como hermanos. Un día, Gustavo me mostró una guitarra que su padre le había regalado por su cumpleaños. Me encantó la melodía que emanaba de ella. Comencé a cantar las canciones que escuchaba en la radio en aquella época, y él las acompañaba con sus mágicas melodías.

Jesús continúa lleno de curiosidad por saber que mas pasó y se mantiene en silencio solo escuchando con mucha atención lo sucedido.

Pasaron los años y nuestra amistad se fortaleció. Éramos como hermanos. Un día, Gustavo me mostró una guitarra que su padre le había regalado por su cumpleaños. Me encantó la melodía que emanaba de ella. Así fue como, cada vez que una chica cumplía años, nos acercábamos a su ventana y le cantábamos serenatas. Con el tiempo, siendo ya jóvenes de 17 y 18 años, las familias nos invitaban a sus fiestas para que cantáramos y poníamos a todo el público a bailar. Eran momentos felices para mí. Me di cuenta de que tenía una gran pasión por la música y, junto con mi amigo, ya hacíamos planes para ir a la ciudad a cantar y así hacernos conocidos.

Pero la vida siempre tiene un giro inesperado. Llegó el día de los quince años de una prima de Gustavo. Él decidió salir temprano para llevar los instrumentos con el resto del grupo que ya habíamos formado. Sin embargo, mi madre se sintió repentinamente enferma y no podía dejarla sola. Le dije a Gustavo que lo alcanzaría más tarde, cuando mi madre se recuperara. Me despedí de él con un abrazo apretado y lo dejé en la parada, esperando el transporte que lo llevaría directo a la fiesta. La noticia se extendió rápidamente y, mientras me preparaba para salir de casa, bien informado y listo para cantar como solista, unos amigos llegaron en una camioneta con rostros tristes y preocupados. Me dieron la devastadora noticia del fatal accidente. Rompí en llanto, incapaz de creer que mi mejor amigo había fallecido, cuando apenas unas horas antes habíamos estado hablando. El dolor era insoportable y sentí que una parte de mí se perdía para siempre, atrapado en los preciosos recuerdos de nuestra infancia.

cuenta que su amigo Gustavo mientras estaba en la parada, se encontró con un amigo nuestro llamado Arquímedes, quien también había sido invitado a la celebración. Al verlo con los instrumentos, se ofreció a ayudar. Decidió ir juntos en su camioneta. Gustavo se mantuvo en la parte de atrás, oculto entre los instrumentos. El conductor de la camioneta, bajo los efectos del alcohol, no se percató de la rapidez que llevaba. Conducía a una velocidad peligrosa, Gustavo agarrándose de las barandillas que se balanceaban al ritmo del viento. En una de las curvas de la larga carretera, perdió el control y el parachoques del coche chocó con una montaña. El impacto fue devastador. Tanto Gustavo como Arquímedes salieron volando de la camioneta y sus cuerpos sin vida golpearon el pavimento. Muriendo al instante.

-Abuelo, lo siento mucho. Debió ser muy difícil para ti.

Carlos asintió lentamente.

El dolor y la tristeza se apoderaron de mí. Me sentí culpable por no haber ido con él, por no haber estado allí para protegerlo. Las lágrimas no dejaban de caer mientras abrazaba su guitarra, ahora silenciosa y vacía. Los días siguientes fueron una pesadilla de dolor y remordimiento. Los sueños que teníamos de triunfar juntos en la música se desvanecieron en un instante trágico.

La pérdida de Gustavo dejó un vacío en mi corazón que nunca se llenará. Cada vez que veo una guitarra, siento su presencia y su ausencia al mismo tiempo. Su partida me enseñó la fragilidad de la vida y la importancia de valorar cada momento. Aunque el dolor persiste, sé que debo seguir adelante y honrar su memoria a través de la música que tanto amábamos.

En medio de mi dolor, me encontré con otro compañero de música llamado Jorge, quien también estaba devastado por lo sucedido. Las palabras no eran necesarias entre nosotros. Nos abrazamos en silencio, compartiendo el peso de la culpa y el dolor. Ambos sabíamos que nuestras vidas habían cambiado para siempre. Juntos, decidimos que debíamos seguir adelante y mantener viva la pasión por la música que compartíamos con Gustavo. Aunque el camino sería difícil, sabíamos que era lo que él hubiera querido.

El dolor y la tristeza se apoderaron de mí. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia que caía implacablemente sobre el accidente. Mi corazón se rompió en mil pedazos mientras abrazaba la guitarra de Gustavo, ahora silenciosa y vacía. El mundo se volvió gris y desolado, como si la música misma hubiera perdido su esencia. La pérdida de Gustavo dejó un vacío en mi alma que nunca podrá ser llenado. Me sentí culpable, por no haber protegido a mi amigo. Los días siguientes fueron una pesadilla de dolor y remordimiento, donde el sol se ocultaba detrás de nubes de tristeza.

En medio de mi desesperación, me encontré con los padres de Gustavo. Sus ojos reflejaban el mismo dolor que atormentaba mi ser. Nos abrazamos en silencio, compartiendo el peso de la pérdida y el amor que aún nos unía. Juntos, decidimos que debíamos seguir adelante, honrando la memoria de nuestro amigo a través de la música que tanto amaban.

Hoy, cuando escucho tocar una guitarra, siento la presencia de Gustavo  a mi lado. Su espíritu vive en cada nota, en cada acorde que sale de sus cuerdas. A través de la música, honro su memoria y encuentro consuelo en la melodía que une nuestros corazones. La vida nos arrebató a nuestros amigos, pero su legado perdurará en cada canción que cante y en cada lágrima que derrame.

-Abuelo, y luego que hiciste.

Después de esa tragedia, renuncié por completo a la música y me dediqué a trabajar incansablemente, incluso si eso significaba trabajar día y noche. Era el segundo sueño que la vida me arrebataba y me desesperé tanto que juré y prometí que nunca volvería a cantar. La pérdida de Gustavo dejó un vacío en mi corazón, un vacío que solo quedó atrapado en los mejores momentos que compartimos en nuestra infancia.

Me enfoqué en trabajar y, con los ahorros de mi madre, logramos comprar una pequeña parcela de tierra ubicada en una zona montañosa llamada el Mazo; a la que llamamos La Ramonera, en honor a mi madre Ramona. Sin embargo, ahora necesitábamos conseguir comida para alimentar a mis hermanos pequeños y terminar de construir la casita para mama. Por otro lado, mi padre se había metido en problemas debido a su afición por las fiestas y la bebida, y ahora lo buscaban para hacerle daño. Por esa razón, se escondió en las montañas, dejando a mi madre prácticamente sola con nosotros.

Una noche, mientras cenábamos, mi madre dijo con voz firme: -"Hijos, tenemos que salir adelante. La Ramonera es nuestro futuro, pero necesitamos trabajar duro para que florezca, apenas en un pequeño rancho y cuando llueve la lluvia no cesa dentro de la casa." El paisaje en  el Mazo y la La Ramona era verdaderamente impresionante y lleno de vida. Imagina un lugar donde la naturaleza se muestra en todo su esplendor. Las montañas se alzaban majestuosas, cubiertas de una densa vegetación que parecía tocar el cielo. Los árboles eran tan altos que sus copas se perdían entre las nubes, y sus troncos robustos contaban historias de siglos pasados.

Durante el día, el sol iluminaba los campos, haciendo brillar las hojas de los árboles y creando un mosaico de sombras y luces en el suelo. Los pájaros cantaban melodías que llenaban el aire de alegría, y el viento susurraba secretos entre las ramas. Los colores del paisaje eran vibrantes: el verde intenso de la vegetación, el azul profundo del cielo y el marrón terroso de la tierra.

Por la noche, el cielo se transformaba en un manto estrellado, con miles de estrellas titilando como diamantes. La luna, en su esplendor, bañaba el paisaje con una luz plateada, creando un ambiente mágico y sereno. Los sonidos de la noche eran una sinfonía natural: el croar de las ranas, el ulular de los búhos y el lejano rugido de los tigrillos.

El riachuelo de agua dulce era un oasis en medio de este paraíso. Sus aguas cristalinas reflejaban el entorno como un espejo, y el sonido del agua fluyendo era como una melodía calmante. A lo largo de sus orillas, la vida silvestre se mostraba en todo su esplendor: cocodrilos deslizándose por el lodo, venados bebiendo agua y aves exóticas revoloteando entre los árboles.

El Mazo, no solo era un lugar de trabajo y supervivencia, sino también un refugio donde la naturaleza y la familia se entrelazaban, creando un hogar lleno de amor y esperanza.

Conseguí trabajo en una hacienda, labrando montañas para construir cabañas. Mi hermano y yo comenzamos a construir  un rancho en lo alto de la montaña, utilizando palos y ramas, para dar descanso a nuestro cuerpo  al caer la noche y así, para evitar tener que regresar a casa. Pasamos semanas en medio de una montaña virgen, donde solo se escuchaban los silbidos de los pájaros, los rugidos de los tigrillos y el paso de manadas de venados y jabalíes, dueños de aquellos lugares mágicos y llenos de misterio que solo el viento conocía. Lo días y las noches son eternas, el cansancio se refleja en nuestra cara ojerosa  y las manos donde yacían cayos por el uso se la madera que lleva la escardilla y el machete, ya se han reventado, las manos duelen, pero, la necesidad es más grande que el dolor.
Trabajamos arduamente haciendo picadas y caminos en lugares nunca antes transitados. Sin ropa ni calzado pero, aunque había una gran pobreza y escasez, la FE  en Dios era inquebrantable. La abuela Presenta, madre de mi mamá era muy sabia, tenía una gran fortaleza y conocimientos acerca de la verdadera pobreza que es de espíritu, por ello, en esos momentos que sentía desmayar, recordaba cada enseñanza que dejó grabando en mi pensamiento. Aunque, siempre me acompaño algo de nervios, eso no era motivo para detenerme.

Una noche, mientras trabajábamos bajo la luz de la luna, mi hermano Armando me dijo: - "¿Recuerdas cuando cantabas para nosotros? Extraño esos días."

Suspiré y respondí: - "Yo también los extraño, pero ahora tenemos que enfocarnos en sobrevivir."

Después de una semana, bajamos a un riachuelo de agua dulce. De inmediato, notamos las huellas de un tigre que merodeaba por las colinas en busca de comida y alimento. Nos sentimos inquietos, vigilando para asegurarnos de que no estuviera cerca mientras bebíamos agua. Además, observamos cómo un par de cocodrilos emergían de los montes cercanos al riachuelo, deslizándose por el lodo hasta sumergirse en las aguas profundas de la laguna que se formaba más adelante.

- "Ten cuidado, hermano," -le dije en voz baja. - "No queremos ser la cena de nadie esta noche."

A pesar de los peligros, esos momentos en la montaña nos unieron más como familia. Cada día era una nueva aventura, y cada noche, bajo el cielo estrellado, recordábamos a Gustavo y los sueños que una vez tuvimos. La Ramona se convirtió en nuestro refugio, un lugar donde, a pesar de las adversidades, encontramos fuerza y esperanza en el amor que nos unía.

La naturaleza salvaje que nos rodeaba despertaba en nosotros una mezcla de fascinación y temor. Cada día era una aventura en la que debíamos estar alerta y respetuosos de los peligros que acechaban en la selva. Pero también era un recordatorio constante de la belleza y la majestuosidad de la naturaleza, que nos brindaba un refugio en medio de nuestras luchas diarias.

El Mazo, llamado para esta historia La Ramona, se convirtió en el centro de nuestras vidas, un lugar donde cada día era una batalla por la supervivencia, pero también una oportunidad para encontrar la belleza en la simplicidad. Trabajábamos arduamente, construyendo nuestro hogar y cultivando la tierra para obtener alimentos. Aunque la vida era dura, la tranquilidad de la montaña y la conexión profunda con la naturaleza nos brindaban consuelo.

Un día, después de varios días sin comida, nos encontrábamos en la montaña, esperando ver pasar una lapa o un conejo para prender una fogata y comer algo. El hambre nos apretaba el estómago, pero no perdíamos la esperanza. Llenamos nuestras taparas de agua fresca, mientras pensaba mirando toda la naturaleza a mi alrededor, - Algún día dejaré estos montes atrás y me iré muy lejos a la cuidad... La Abuela dice que debo volar como las aves y conocer la civilización, sus costumbres, aprender a ser modestos y respetar, algún día saldré de aquí a conocer otras tierras...- vagaba por mi memoria esos pensamientos, me recosté un rato cerca del riachuelo, mientras mi hermano afila los machetes para seguir la jornada; y a eso de las tres de la tarde, escuchamos un gallo cantar.

- "¿Escuchaste eso, Armando?" -pregunté, sorprendido.

- "Sí, parece que viene de allá," -respondió mi hermano, señalando hacia un grupo de árboles densos.

Era extraño escuchar el canto de un gallo en esos parajes donde era imposible que alguien viviera. Seguimos tumbando montaña, guiados por el sonido. Después de un rato, descubrimos al otro lado una cabaña grande y espaciosa, muy bien conservada, con su chimenea de la que salía humo que se perdía en el cielo. Había gallinas, cerdos y otro ganado vacuno. Además, unos árboles grandes sostenían chinchorros que colgaban en sus ramas.

Bajamos con nuestros machetes, todos sucios y con la ropa desgarrada por los años. Gritamos para saber si había gente buena cerca y nos asesoramos. De repente, salió una chica de unos 13 años, con el pelo suelto y vestida con una largo vestido lleno de lodo y masa de maíz.

- "Buenas tardes, ¿Qué tal? ¿De dónde son ustedes?" -nos preguntó con curiosidad. -papa ven aquí hay unos señores extraños.- gritó  ella.

Le contamos que éramos trabajadores de la finca de don Lázaro Gutiérrez, al otro lado de la montaña, y que llevábamos días trabajando hasta lograr atravesarla. De repente, salió el padre y nos observó con atención. Le contamos lo mismo, mientras una señora joven con un bebé en brazos salió asustada al vernos. El señor nos recibió amablemente, nos ofreció agua fresca para lavar nuestros rostros sudados y llenos de tierra, y nos invitó a comer. La casa, cuyas paredes eran de barro y adobe y su techo completo de bahareque, olía a carne de cordero asada con yucas y frijoles frescos. Mientras sus hijos menores correteaban por el patio jugando descalzos. después de conversar y comer nos despedimos de esa familia que la vida cruzó en mi camino.

Así salimos a casa en un largo viaje caminando de regreso por donde llegamos, cargados de carne, granos entre ellos café y comida que muy amablemente nos regalo el dueño de esas tierras, Don Jesús Chirinos. Mi madre estaba afuera, con sus largos vestidos siembre curtidos  por el carbón del fogón de leña y al vernos de lejos, salió corriendo a nuestro encuentro, - mijos me tenían preocupada, ya estaba pidiendo a la Virgen que llegarán sanos a casa, con tanta fiera salvaje que habita en esa montaña. - nos abrazaba  u tocaba nuestra cara para darnos un beso en la frente,- ¿ Qué me traen en esos sacos?, ¿ Dónde compraron esa comida?. - Mamá estaba feliz ese día.

Y así, nos sentamos a tomar café al lado de Nuestra madre y pequeños hermanos y contamos todo lo que nos había pasado en ese viaje hacia la montaña. Dé esa forma llegamos y volvemos  a la casa y a la vida de don Jesús Chirinos. Nos ofreció trabajo en su finca.

Ahora, cuando pienso en esa época, me siento agradecido por la bondad de la familia Chirinos y por haber encontrado a Rosa la pequeña joven que vi aparecer después de atravesar la montaña, quien se convirtió en mi esposa y madre de mis 8 hijos. También aprecio la amistad que nos unió y la oportunidad de comenzar de nuevo en una tierra llena de amor y esperanza.

Don Jesús Chirinos se convirtió en una figura paterna para mí y mis hermanos. Nos enseñó a trabajar la tierra, a cuidar de los animales y, lo más importante, nos brindó un hogar lleno de amor y tranquilidad. Rosa, su hija, se convirtió en mi mejor amiga y compañera de aventuras para toda la vida. Juntos formamos una gran familia y aunque no estuve siempre para ella y mis hijos, siempre la llevaba en mi corazón. Estoy agradecido de lo mucho que me ayudo con mis hijos, porque sin ella no hubiera podido. Siempre hay tiempo para pedir perdón. Por eso perdón Rosa, por no estar cuando más me necesitaste, por la soledad, la ausencia y las lágrimas que derramaste cuando sentías que no podías sola.

Así mi querido nieto Jesús, con el tiempo, la pequeña cabaña en la montaña se convirtió en nuestro hogar, donde crecimos y nos desarrollamos como seres humanos. Don Jesús nos enseñó el valor del trabajo duro, la importancia de la familia y la generosidad de compartir lo que tenemos con los demás. Aprendimos a cultivar la tierra, a cuidar de los animales y a apreciar la naturaleza en su máxima expresión.

A mis 85 años, solo recuerdo con cariño los momentos difíciles que vivimos en el pasado, pero también apreciamos las lecciones que nos dejaron y el amor incondicional que siempre nos acompañó en nuestro camino.

Hoy, cuando miro hacia atrás y veo todo lo que hemos logrado, me siento agradecido por cada experiencia, por cada persona que cruzó nuestro camino y por cada lección que la vida nos enseñó. En La Ramona ubicado en el Mazo, en medio de la montaña y rodeados de naturaleza, encontramos un hogar, una familia y un lugar donde los sueños se hacen realidad. Y todo gracias al amor, la bondad y la generosidad de don Jesús Chirinos, el caballero de los Verales, y su familia.

El eco de La Ramona en el Mazo, resonaba en cada esquina, recordando a todos que, en medio de la adversidad, siempre hay luz y esperanza. Don Jesús, el caballero de los Verales, había sembrado semillas de amor y generosidad que florecieron en los corazones de quienes tuvieron la fortuna de cruzarse en su camino. Y en cada nota de su música, en cada susurro del viento en la montaña, perduraría por siempre el legado de aquel hogar donde la magia de los sueños se hizo realidad... satisfecho con todo lo que logré en la vida, hacer feliz a mi madre Ramona, quien me amo incondicionalmente y gracias a la vida por los 8 hijos que me regalo, los años pasan, pero las huellas quedan...

-Que historia mas hermosa abuelo. -Pronuncia Jesús con lágrimas en sus ojos, en ese momento entendí, de donde nacían las raíces de mi  pasión por la música y el canto. El abuelo era amante de la música.

Imagen para hacer una representación de la casa de la abuela Ramona ubicada en un lugar profundo entre las montañas del Estado Falcón Venezuela llamado El Mazo, Y aunque no es la misma, restos de su casa aún existe donde aún se conserva su molino de piedra donde hacia  Doña Ramona, la masa de maíz. Ahí habitan y trabajan sus nietos, los hijos de su hija, la difunta Reyes Morles.

Tía siempre te llevo en mi corazón. ❤

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