Capítulo 7Título: ""El Reflejo del Destino""
La tarde era abrasadora y el sol implacable caía sobre nuestras espaldas mientras mi padre, Eduardo, y mi hermano mayor, David, regresábamos de la agotadora jornada de siembra. Habíamos plantado tomates y pimientos dulces bajo el cielo despejado, y el calor nos había dejado exhaustos. Mamá nos esperaba con una comida sencilla, pero reconfortante, que devoramos con ansias.
Después de comer, mi padre sugirió que fuéramos a la laguna cercana para refrescarnos. La laguna, rodeada de montañas, se mostraba como un oasis en medio del árido paisaje. Sus aguas cristalinas prometían alivio y descanso. Sin pensarlo dos veces, nos sumergimos en su frescura, dejando atrás el sofocante calor.
Pero entonces, algo cambió. Sentí una fuerza que tiraba de mis pies y me arrastraba hacia el fondo. Intenté liberarme, pero mis brazos no respondían. Mi padre y David también luchaban contra esa fuerza invisible. La oscuridad que nos envolvía bajo el agua nos provocaba miedo. ¿Qué criatura o qué extraña corriente nos arrastraba hacia lo desconocido?
Mi corazón latía con violencia mientras mi padre, con todas sus fuerzas, lograba liberarme. Salimos a la superficie, jadeantes y asustados. El aire fresco llenó mis pulmones y me di cuenta de que había estado a punto de ahogarme. ¿Qué había sido aquello? ¿Un ser sobrenatural o simplemente una corriente traicionera?
En ese momento, mi hermano David, con los ojos aún desorbitados, balbuceó: «¿Viste eso, ¿verdad? Una sombra... una mano que nos arrastraba hacia abajo». Mi padre asintió, con el rostro curtido por el sol y una mezcla de asombro y temor en su expresión. «No era una corriente normal. Era como si algo nos quisiera atrapar», dijo. «Era como si algo nos quisiera atrapar».
Justo cuando creía que me ahogaría, vi algo: mi propio cuerpo flotando en el agua. Me miré a mi mismo, confundido. ¿Era un sueño? ¿Una ilusión creada por el nahual? Pero no, su piel estaba fría, sus ojos vidriosos. Era su cuerpo sin vida.
Me dio un susto intrigante, jadeando. ¿Había estado al borde de la muerte? ¿O había cruzado algún umbral entre los mundos? La nahual aún acechaba en mis pensamientos, mis ojos ardientes persiguiéndolo incluso en la vigilia.
Miré la laguna, ahora tranquila y apacible. ¿Había sido una ilusión? ¿Una leyenda local cobrando vida? No lo sabía, pero una cosa era segura: nunca volvería a sumergirme en esas aguas sin preguntarme qué secretos ocultaba. Y mientras el sol se ponía detrás de las montañas, la sombra de aquella experiencia seguía persiguiéndome, como si la criatura invisible aún estuviera allí, esperando su próxima oportunidad para arrastrarnos al abismo.
Después de salir de la laguna, mi familia y yo nos miramos con asombro y temor. El sol se había ocultado tras las montañas, y la oscuridad comenzaba a envolver el paisaje. Papá, siempre el más pragmático, sugirió que regresáramos a casa antes de que algo peor nos sucediera.
Caminamos en silencio, nuestros corazones aun latiendo con fuerza. El aire estaba cargado de electricidad, como si la sombra que nos había atrapado en la laguna aún nos persiguiera. David, el más supersticioso de todos, murmuró algo sobre "nahuales" y "espíritus guardianes". Mamá, más escéptica, intentó calmar nuestros nervios diciendo que probablemente solo había sido una corriente inusual.
Pero yo no podía quitarme de la cabeza la imagen de mi propio cuerpo flotando en el agua. ¿Había sido una alucinación? ¿O acaso había estado al borde de la muerte? No tenía respuestas, solo preguntas y un escalofrío persistente.
Llegamos a casa y nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina. Mamá preparó un té de hierbas para tranquilizarnos. Papá encendió una vela y comenzó a rezar en voz baja. David miraba por la ventana, como si esperara ver algo acechándonos desde la oscuridad.
Fue entonces cuando escuchamos un ruido en el techo. Un rasguño, como si algo estuviera caminando sobre las tejas. Nos miramos, los ojos abiertos de par en par. Papá agarró una escopeta y se dirigió hacia la puerta. David y yo lo seguimos, temblando de miedo.
En el patio trasero, bajo la luz de la luna, vimos una figura oscura moviéndose entre los árboles. No era un animal ni un ladrón. Era algo más. Algo que no podíamos explicar. Papá apuntó la escopeta hacia la sombra, pero antes de que pudiera disparar, esta desapareció en la oscuridad.
Nos quedamos allí, sin aliento, tratando de entender lo que acabábamos de presenciar. ¿Era la misma sombra que nos había atrapado en la laguna? ¿O algo diferente? No lo sabíamos, pero una cosa era segura: algo sobrenatural estaba acechándonos, y no íbamos a estar a salvo hasta que descubriéramos qué era y cómo enfrentarlo.
Mi corazón comenzó a latir como si quisiera salir de mi pecho y es así como desperté de un brinco y ahí estaba yo, sentado en la cama bañado en sudor, como si hubiera estado aun mojado por el agua de la laguna azul. Fue una pesadilla más, revoloteando en mis pensamientos.
Desperté esta mañana, aún sentía el terror en mis huesos. La laguna, antes un refugio donde después de trabajar nos dábamos un baño para refrescar del calor, ahora era un lugar de misterio y peligro. Y aunque no sabía qué había ocurrido realmente, una cosa era segura: nunca volvería a sumergirme en sus aguas sin temor. El recuerdo de esa lucha desesperada bajo la superficie me perseguiría siempre, como una sombra en la oscuridad. Sabía que debía luchar en mi realidad y que dentro de cada escenario de cada pesadilla, aprendería a defenderme en la vida real.
¿Quizás un recordatorio de lo frágil que es la línea entre la vida y la muerte? El misterio persiste, y nunca olvidaré aquel escalofriante encuentro en "Las Profundidades Ocultas". Cada vez que cierro los ojos, sentía la presión de esa mano invisible, el pánico de la inmersión forzada. El miedo se ha grabado en mi alma, y la laguna ya no será solo un lugar de frescura, sino también un abismo de incertidumbre.
Mi hermano me levantó temprano para ir a la siembra, pero decidí quedarme en casa para cuidar de mi abuela. Ella se ha sentido mal y no se ha levantado de la cama. Le preparé un guapo de hierbabuena para aliviar su dolor de cabeza. Me senté a su lado, sosteniendo su cabeza mientras le daba la bebida tibia y dulce. En ese momento, le pregunté qué había sucedido después de la desaparición de su tío Catalino.
Un año después, la abuela ya está sumergida en los recuerdos del tío Catalino. Ha pasado un año y no hemos vuelto a saber de él. sus ojos cansados deja entre dicho la tristeza que abraza su corazón y que ya ha dejado raíces en sus sentimientos mas profundos. Sus ojos brillas como si las lagrimas permanecen ahí desapercibidas. Que dolor tan grande guarda la abuela en su corazón.
Mi padre me regaló una pequeña burrita el día de mi cumpleaños. Le puse Trinca porque era muy mañosa y ágil para trabajar. Pero esta creció y tuvo su pequeña cría, un burrito. Mi burra, después de tener su cría, se comportaba de manera extraña, pero yo solo era una niña y no entendía qué le sucedía. Ella solo quería cuidar de su burrito. Había algo en los ojos de Trinca que iba más allá de su pelaje tostado y sus orejas alertas. Pero esta creció y tiene su pequeña cría, un burrito. Yo observaba a Trinca mientras cuidaba de Espino y notaba cómo la burra se alejaba de los demás animales. Siempre encontraba un rincón apartado para vigilar el horizonte, como si esperara algo que solo ella entendía. Barbara, la abuela, decía que Trinca tenía un secreto, algo que solo ella conocía. Los días pasaban lentamente en la pequeña finca, rodeada de imponentes montañas y acantilados que parecían susurrar canciones al viento mañanero.
La cría de Trinca, un burrito travieso al que llamaron «Espino», era la viva imagen de su madre: testarudo, pero con una mirada curiosa que parecía explorar los misterios del mundo. Rosa cuidaba se su pequeña burra, ella era su mejor amiga y comiera de caminos y travesuras. Siempre encontraba un rincón apartado para vigilar el horizonte, como si esperara algo que solo ella entendía.
Un día, Mama me envió a buscar los barriles de agua al pozo y, para no ir sola, pidió a mi pequeño hermano Gil que me acompañara. Ya de regreso, cargados con los pesados barriles de agua, en un largo camino rodeado de montañas y acantilados, repletos de maleza y tunas que medían unos 20 centímetros, íbamos felices de regreso a casa. Pero Gil se cansó de caminar y tomé una decisión: montarlo en el potrillo de mi burrita Trinca. Montarlo en el potrillo de mi burrita Trinca.
El potrillo, que no estaba acostumbrado a que lo montaran, se escapó corriendo cuesta abajo por una loma. Mi burra, detrás de ellos, dejó caer los barriles de agua, que se partieron contra el suelo al impactar. Mi pequeño hermano Gil fue a parar a un matorral lleno de espinas. Corrí detrás y, como pude, llegué al lugar para sacar a mi hermanito. Pero me encontré con que una de las espinas había atravesado su mandíbula de punta a punta. Fue una lucha desesperada. Llegamos a casa y allí estaba mi hermano llorando del dolor, con la boca llena de sangre. Seguí el camino a casa llorando, pensando en el castigo que me daría mi madre por lo sucedido. Yo no tenía la culpa, pero no dejaba de pensar en lo que mi madre me haría al ver a mi pequeño hermanito así.
Quise detenerme y caminar lentamente, lo menos que quería era llegar a casa. Pensaba que ojalá papá estuviera allí en ese momento, ya que él me salvaba cada vez que mi madre quería castigarme. Pero no fue así. La tensión en el aire era palpable, Al llegar, mi madre no me pidió explicación y, al vernos, se dirigió hacia la pared donde tenía colgado un cinturón hecho de cuero de res trenzado. Lo tomó con firmeza, y su mirada reflejaba una mezcla de preocupación y enojo. En ese momento, te diste cuenta de que no había escapatoria.
La ausencia de mi padre en ese momento fue notable. Recordé cómo él solía intervenir cuando mi madre estaba a punto de castigarte. Pero esta vez, no había nadie más que yo y madre. El silencio se hizo más pesado mientras ella se acercaba. El cinturón crujió en el aire antes de caer sobre mis manos y piernas. Me agarró y me dio un severo castigo. Cada golpe dejaba una marca, no solo en tu piel, sino también en tu corazón. Sentía la injusticia de la situación: no había causado el accidente, pero estaba pagando el precio.
Después del castigo, me quede en mi pequeña habitación hecha de barra y paja con una pequeña ventana que daba una preciosa vista al patio trasero de la casa. Me acosté en mi chinchorro, sintiendo el ardor en las piernas y las lágrimas en mis ojos. Miraba por la ventana, esperando ver a mi padre regresar del conuco, pero él seguía ausente, muchas veces lo agarraba la noche en esos largos potreros. ¿Dónde estaba cuando más lo necesitabas? ¿Por qué no estaba allí para defenderme como solía hacerlo? Las preguntas sin respuesta me atormentaron mientras me aferraba al dolor físico y emocional.
Esa noche, mientras me acurrucaba bajo las mantas, escuchaba los sollozos apagados de mi hermanito en la habitación de al lado. Ambos compartían el dolor, pero también la incertidumbre. ¿Cómo podrían enfrentar juntos las consecuencias de esa travesura? ¿Cómo podrían sanar las heridas, tanto las visibles como las invisibles?
A medida que pasaban los días, aprendí a cargar con la culpa y la responsabilidad, incluso cuando no eran mías. Mi madre, también agobiada por la situación, no encontró consuelo en su enojo, ella cargaba culpas y traumas que no contaba, pero su enojo era más que suficiente, además los celos la acompañaban todo el día. Siempre pensando que papa andaba en amoríos con otras mujeres. La ausencia de mi padre se convirtió en un vacío que no podía llenar. A veces, en las noches más oscuras, cuando mi padre se iba de cacería , me preguntabas si algún día mi madre me trataría diferente y dejara de castigarme tanto, y si las cosas volverían a ser como antes.
La historia de aquel día en el camino de regreso al hogar se convirtió en una marca indeleble en mi memoria. No solo por las espinas que atravesaron la mandíbula de mi hermanito, sino también por el cinturón que atravesó mi piel y corazón. Aprendí que la vida no siempre es justa, pero también descubrí la fuerza que reside en la unión familiar, incluso cuando los castigos parecen desproporcionados. Sin embargo aprendí a perdonar a mi madre, quién fue la persona que más me tendió la mano cuando tuve mis hijos.
💔💔💔💔💔💔💔💔😢
Con esas palabras, la abuela termino de contarme su historia mientras sus ojos se llenan de lágrimas al recordar á su padre Jesús. Dejando en el aire ese espíritu de superación personal que siempre la ha caracterizado y dándome un gran ejemplo de que, no importa lo difícil que sea lo que atravesamos, siempre podemos salir victoriosos cuando damos la pelea sin desmayar.
Y aunque mi mente continúa maquinando, lograré vencer mis miedos y pensamientos. Sólo debo encarar la realidad. Cuando se pierde el miedo, renace la esperanza y la libertad.
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