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"Feliz cumpleaños, Lorena"

Habían pasado varios días. Ahora Thomas me evitaba y a Christian no le molestaba para nada que ya no tuviera contacto con su hermano.

Una mañana me desperté y cambié de ropa. El castaño y yo fuimos al restaurante. Me quedé paralizada al entrar y ver a un montón de gente gritando y sonriendo bajo un enorme letrero que decía:

Feliz cumpleaños, Lorena

– ¿Ya es junio? –pregunté creyendo que en realidad estaban celebrando mi cumpleaños y no el de la rubia.

– ¿Junio? –preguntó Christian riéndose– ¡No! ¡Es 13 de octubre! –mi corazón se cayó al suelo. Había pasado más tiempo secuestrada del que creía–. Vamos, siéntate. –caminamos a la mesa del centro y jaló una silla para que me pusiera ahí. Se sentó a lado de mí.

Empezaron a cantarme las mañanitas mientras el hombre calvo y delgado pasaba entre ellos cargando un pastel de chocolate con una vela en él. Miré la cobertura café sin saber muy bien qué hacer. Thomas llegó para sentarse frente a mí. Cuando finalizaron soplé la vela pero no se apagó. El pelinegro soltó una pequeña risa. Volví a soplar y finalmente la llama se extinguió.

– ¡Mordida! ¡Mordida! –empezaron a gritar. Negué con la cabeza. Christian se puse de pie y colocó su mano en mi nuca dejándome saber que no tenía opción. Cerré los ojos con fuerza y lentamente acerqué mi rostro al pastel hasta que sentí el brusco empujón que me dio el castaño. Al abrir los ojos lo primero que hice fue buscar una servilleta para poder sacar el pastel que se había metido en mi nariz.

– ¡Espera, no te limpies! –dijo Christian tomándome una foto. No le hice caso. Me aseguré de que no quedara ni una mancha de chocolate en mi rostro. Para cuando me di cuenta ya estábamos solos. Todos los empleados habían desaparecido de nuestra vista–. ¡Ahora los regalos! –Christian sacó una caja rosa pastel. Thomas había envuelto su regalo en periódico. Decidí abrir primero el del pelinegro pues la verdad no esperaba mucho de él, pero me llevé una gran sorpresa al ver que eran un par de tintes para el cabello, uno morado y uno azul. Lo miré con la boca ligeramente abierta.

– Sé que te gusta pintarte el cabello –se encogió de hombros restándole importancia–, y hace meses que no lo haces. Ahora pareces rubia oxigenada.

– Yo... Gracias. –era verdad, el último color que me había puesto era turquesa, pero con el tiempo se había deslavado y en ese momento lo volvía a tener rubio. Nos sonreímos muy ligera y discretamente levantando la esquina del labio que Christian no podía ver.

– ¡Ahora el mío! –dijo emocionado el hermano menor.  Resultó que su regalo era un vestido azul oscuro con encaje de la cintura para arriba–. Vamos a cenar en la terraza y quiero que lo uses. –estaba radiante de felicidad.

– Me diste un regalo que es para ti. –dije bastante seria.

– Créeme que eso no me quedaría bien. –bromeó.

– Me refiero a que lo voy a usar, pero solo lo compraste pensando en cómo yo luciría para ti.

– Te vas a ver hermosa, es todo lo que pensé. –respondió aún sin comprender el porqué de mi molestia.

– No quiero verme hermosa para ti. –en ese momento volteé a ver a Thomas quien estaba sonriendo sin disimular.

– No hay que pelear ahora... –Christian rodeó mi mano con sus dedos. Un escalofrío recorrió todo mi brazo hasta la nuca. La sonrisa del pelinegro se borró y noté que su respiración se volvió más profunda pero al darse cuenta de que lo estaba mirando desvió la vista hacia el pastel, o mis pechos, no estuve muy segura.

– Bueno, señorita Lorena –el hombre calvo se acercó a nosotros y movió el pastel para acercarlo más a él–, voy a partir el pastel, ¿qué tan grande quiere el pedazo? –alejé mi mano de la de Christian con la excusa de señalarle al hombre el tamaño de la rebanada que deseaba– ¿Le traigo algo de beber?

– Leche –volteé a ver al pelinegro sabiendo lo que estaba a punto de decir, incluso ya tenía la boca abierta lista para hablar–. Thomas, no. –soltó una carcajada.

– ¿Cómo? –preguntó el calvo sin entender– ¿Leche? ¿Caliente? –miré al pelinegro de nuevo, pero esta vez con cara de "no vayas a decir nada".

– No, fría.

– De acuerdo... –el hombre partió una rebanada y la sirvió en un plato para ofrecérmela. Hizo lo mismo con los hermanos–. En un momento le traigo su bebida.

Después de comer el delicioso y empalagoso pastel regresé casi corriendo a la habitación solo para pintarme el cabello. Quería regresar algún momento de mi vida antes de que me secuestraran, y pintarme el cabello era lo más cercano a eso. Estaba haciendo un desastre pues no alcanzaba a verme la parte de atrás de la cabeza para poder dividir mis mechones rubios de los castaños.

– ¿Te ayudo? –preguntó Christian. Asentí dándome por vencida en intentar hacerlo sola–. No tenemos brochas ni guantes para pintarte.

– Pues así... No es como que la pintura vaya a tardar mucho en desaparecer de tu piel –me encogí de hombros. Sonrió. Tardó bastante en pintarme el cabello. Tuvimos que pedir que nos llevaran la comida a la habitación porque yo tenía mechones azules de un lado y morados del otro sujetados con pinzas para el cabello y si salía del cuarto sería la burla de Thomas pues yo parecía una vieja loca. Cuando estaba tomando una toalla para meterme a bañar Christian se paró a mi lado extendiéndome un rastrillo.

– ¿Y eso qué? –le pregunté con el entrecejo fruncido.

– Es para que te rasures las piernas, axilas... y si quieres otras áreas. –levanté una ceja ofendida.

– ¿Y como por qué crees que querría hacerlo?

– Pues... Querida, llevas meses... Creo que tus vellos ahora están más largos que los míos. –intentó bromear pero sólo logró que me ofendiera aún más.

– ¿Y qué? –me coloqué frente a él–. No sabía que esto era una competencia pero, si lo es, estoy dispuesta a ganar, así que ahora ten por seguro que no me rasuraré mientras siga a tu lado. Ya te lo dije en la mañana, no tengo interés alguno es verme atractiva para ti. Y si me pongo ese estúpido vestido –señalé la prenda que estaba en la cama– es porque no quiero que me hagas un drama que termine conmigo golpeada.

– Lorena, yo no... –me dirigí al baño furiosa. No estaba de humor para escuchar lo que tuviese que decirme.

Al salir Christian decidió ignorar la discusión que acabábamos de tener, como siempre ignoraba sus problemas. Me dio una caja de maquillaje. Entonces recordé la primera cena romántica que Lorena y él habían tenido, el cómo ella se había maquillado en un intento de evitar que su secuestrador se molestara y la atacara, y como esa cita había terminado en una violación. Mis ojos se pusieron vidriosos. No quería pasar por eso yo también.

– ¿Qué sucede? –preguntó Christian tocando mi hombro. Negué con la cabeza incapaz de responderle. Le dije que sentía que mi cara estaba muy grasosa y si me maquillaba me iban a salir granos. Por suerte no insistió en que lo hiciera.

Fuimos al restaurante, pero esta vez subimos por unas escaleras que nunca había notado, éstas llevaban a una azotea con vista impresionante.

– ¡Vaya! –exclamé con la boca abierta. El paisaje, aunque borroso para mí, lucía precioso.

– Siéntate –me tocó la espalda baja causándome un escalofrío. Había una pequeña mesa en el centro de la azotea. Ambos tomamos asiento. Unos segundos después Iván, el hombre alto y calvo, se acercó a nosotros. Llevaba en una mano dos copas y en la otra una botella de vino. Nos sirvió. Miré el líquido rojo. Iván volvió a dejarnos solos–. Brindémos, por los dos. –levantó una de las copas.

– No tomo, gracias. –me miró como si me advirtiera con la mirada que no lo hiciera enojar.

– Sólo un pequeño trago. –pasé saliva. Lentamente sujeté la copa entre mis dedos y la levanté. Las chocamos y "bebimos"; yo apenas dejé que el vino rosara mis labios. Al alejar la copa me los lamí. No pude evitar hacer un gesto de asco al saborear el alcohol.

El hombre calvo regresó con dos platos con grandes pedazos de lasaña. Miré a Christian.

– Sé que te encanta. –sonrió. No se si me hablaba a mí o a Lorena, a quien fuera, no se equivocaba. Comimos hasta que ya no pude más. Me toqué la panza que parecía capaz de romper el vestido, hacia mucho que no comía tanto como esa vez. Ya había anochecido y habíamos podido presenciar el hermoso atardecer.

Por alguna razón me levanté de la silla, caminé unos metros, me acosté en el piso y crucé mis pies a la altura de los tobillos.

– ¿Qué haces? –preguntó Christian.

– Quiero ver las estrellas. –aunque no veía un carajo por mi necesidad de lentes podía presenciar lo brillante que el cielo estaba. Christian se acostó a mi lado.

– Oye –se acomodó de lado para poder verme–, eres hermosa, ¿lo sabes?

– Sí –no aparté la vista del cielo. Escuché su risa. Me estaba sintiendo incómoda. Las cosas empeoraron cuando sentí su dedo tocando mi barbilla. Me estaba costando mucho trabajo fingir que él no estaba ahí. Colocando su mano en mi mejilla hizo que volteara a verlo.

– Te amo. –mi corazón se detuvo. Estaba segura de que la comida se me regresaría y terminaría vomitándole encima. Cuando me di cuenta sus labios ya estaban plantados sobre los míos. Quise alejarme pero el se acomodó para ponerse sobre mí colocando una pierna entre las mía. Estaba intentando alejarlo pero con una mano sujeto mi muñeca para evitar que siguiera empujándolo.

– Vaya, vaya, ¿qué está pasando aquí? –escuchar la voz sarcástica de Thomas nunca me había hecho tan feliz. Christian dejó de besarme para mirar a su hermano molesto. El mayor se encontraba recargado en la puerta. Mis ojos estaban llenos de lágrimas.

– ¿Te importa? Estamos en medio de algo. –le dijo sin quitarse de encima.

– No, no me importa para nada. –caminó hacia la mesa, tomó un tenedor y comió un pedazo de lasaña que había dejado en el plato. Nos miró sonriendo mientras masticaba.

Christian suspiró lo suficientemente fuerte para que su hermano lo escuchara mientras se ponía de piel.

– ¿Qué quieres? –le preguntó acercándose al pelinegro. Aproveché para ponerme de pie. Hasta ese momento él no me había quitado los ojos de encima.

– Nada, estaba aburrido, y veo que ustedes se están divirtiendo bastante, ¿puedo participar yo también? –les di la espalda y empecé a caminar hacia la cornisa.

– No, así que por favor... –dejé de escucharlos. Mi mente se desconectó. Miré hacia el suelo que estaba a unos tres metros de mí.

¿Y si saltas? Todo este sufrimiento terminaría de una vez. ¿Y si sobrevives? Sería peor ¿Y si te lanzas de cabeza? ¿Y si quedas paralítica?

– Mi amor... –Christian me sacó de mis pensamientos tocando mi espalda baja. Di un brinco y me alejé de la cornisa como si me hubiese encontrado haciendo algo malo–. ¿Qué pasa?

– Yo... Nada... Me asustaste, eso es todo.

– Bueno –sonrió tiernamente–, ¿en donde estábamos? –miré a mi alrededor, el pelinegro había desaparecido. Christian se acercó a mí para seguir besándome.

– Estoy bastante llena, querido –dije–, ¿crees que podríamos hacer esto en otro momento? –pregunté. Su rostro se iluminó.

– ¡Claro que sí! ¿Bajamos? –asentí. En la planta baja estaba Thomas sentado en una de las mesas comiendo solo–. Espérame un segundo, le diré a Iván que ya puede recoger las cosas de la azotea. –me dijo en el oído antes de alejarse. Respiré hondo y caminé hacia el pelinegro.

– Gracias. –dije al colocarme frente a él.

– ¿Por qué? –preguntó antes de meterse comida a la boca.

– Yo... –entonces pensé ¿y si te equivocaste? ¿Y si él no interrumpió el beso por la razón que tu piensas? Me lamí los labios poniéndome nerviosa–. Creo que si no sabes por lo que te agradezco o no lo hiciste a propósito, no debería agradecerte. –me giré en dirección a la puerta cuando llamó mi atención de nuevo para que no me moviera.

– Hey –me miró unos segundos–. De nada. –sonrió.

Me quedé paralizada.

¿Tenía razón? ¿Lo había hecho con una intención? ¿Acaso era por la razón que yo creía?

– Tom, déjala en paz de una vez. –Christian me abrazó por la cintura. El pelinegro siguió comiendo como si nuestra plática no hubiese pasado jamás. El hermano menor me dirigió a la salida del restaurante. Antes de pasar por la puerta me giré para mirar a Thomas, me sorprendí al darme cuenta de que él también me veía.

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