Sentado en el borde de la cama, observo el montón de cartas apiladas sobre el colchón y la gruesa soga que cuelga de la viga del techo. Me siento preparado para poner fin a este infierno llamado vida, como si cada día fuera un castigo por un crimen que desconozco haber cometido.

El piso frío bajo mis pies descalzos me recuerda que mi piel aún conserva la sensibilidad que confirma mi existencia.

Espero que las cartas lleguen a sus destinatarios, aunque sinceramente no espero recibir perdón de nadie.

Con el cuerpo tembloroso, subo a la silla que marcará el final de mi vida.

Con la cuerda al cuello y la silla alejada de mis pies, siento cómo la vida se desvanece de mi ser.

Cuando mis ojos se cierran y mi respiración se detiene, la habitación queda sumida en un silencio horrible, indicando que ya no hay rastro de vida.

Sin embargo, para mi sorpresa, vuelvo a abrir los ojos en una habitación oscura donde una extraña ventana es lo único presente.

—Nate. —Una voz femenina resuena en todo el lugar, proveniente de todas partes y de ninguna a la vez.

—¿Quién eres? —Pregunto confundido por la situación, mi voz y la suya parecen surgir de todas partes a la vez, como seres incorpóreos.

No veo nada más que la ventana, no siento nada, no escucho nada más que esa voz; es como si nada más existiera.

—Bienvenido a tu infierno. —La voz vuelve a hablar después de lo que parecen segundos, o quizás minutos, incluso horas; el tiempo es relativo en este lugar inexplicable. —A través de esa ventana, podrás ver la vida que dejaste atrás.

—No quiero ver eso.

—Veremos si todos reaccionaron a tu muerte como pensaste que lo harían.

—No.

Sin respuesta.

—No quiero.

Más silencio.

—Oye, voz.

Y sin permitirme emitir otro sonido, la ventana parece brillar, mostrándome mi habitación donde mi cuerpo colgante era abrazado por quien más amaba en vida.