Epílogo
Dos meses y medio después.
El tiempo de verano ya se iba notando poco a poco en las tibias brisas y días más largos pero sin la humedad que siempre está en Londres. La tranquilidad de París que una vez había encontrado reconfortante ahora le parecía aburrida, aunque ese estuviera de festejo.
Thomas había llegado un mes después que ella a Francia totalmente recuperado y acompañado de Elena para su sorpresa. Resultó que ambos se habían hecho demasiado cercanos el tiempo en que ella lo estuvo curando, a tal punto de que su hermano le propuso matrimonio y sin pensarlo la había traído en cuanto se recuperó. Aún no lo creía posible pero se alegraba en ver a Thomas feliz y en saber que Elena sería la mejor de las compañías. Supo que Octavian no se opuso en absoluto en dejar ir a una de sus criadas y que había cumplido sus promesas, saldando así por completo las deudas de su padre y consiguiéndole un buen puesto de trabajo al mismo para sustentarse. También había dado una buena cantidad de dinero a Elena en agradecimiento por su servicio. Había cumplido con la mayor parte de las cosas excepto con una: escribirle para saber cómo se encontraban las cosas en Londres. No tuvo ninguna noticia sobre él desde que regresó a aquel país, como si la distancia entre ambos hubiese consumido sus existencias para el otro por casi por completo, o por lo menos por parte de él eso parecía. Anne lo había pensado y recordado a diario, esperanzada con que nada hubiera salido a la luz para inculparlo, pero también con cierta frustración por saber cómo o cuándo decirle el cariño que había empezado a sentir incluso antes de marcharse.
Observaba a todos los invitados bailar alegres a lo largo y a lo ancho del salón mientras que el cuarteto de cuerdas ubicado en una de sus esquinas junto al piano sonaba rítmicamente. Un buen amigo de Thomas le había ofrecido su casa para celebrar la boda e incluso puso a sus sirvientes al servicio de los invitados. Su hermano también se hallaba bailando feliz entre sus amigos y con quien ahora era su esposa. Hasta sus padres lo estaban, quienes viajaron desde Londres para asistir, lo cual a ella no dejaba de impresionarle ya que en un principio Thomas dijo que su madre casi se había desmayado porque su único varón se casaría con una criada, pero Elena supo cómo ganarse su simpatía de inmediato y ahora las dos parecían más madre e hija de lo que ella algún día se parecería.
La música cesó y su hermano caminó hasta el centro del salón golpeando ligeramente una copa con una cuchara para llamar la atención de los presentes.
—Quiero agradecerles a todos por hacer de hoy uno de los días más especiales que viviré, pero mucho más quiero agradecerle a mi hermana, Mary Anne —dijo dirigiéndose hacia ella—. Gracias por siempre estar a mi lado y permitirme conocer a quien hoy es mi mitad. Pero no creas que vas a salvarte de deleitarnos en el piano, porque ya lo hemos discutido por semanas.
Los invitados rieron y Anne con ellos mientras avanzaba hacia el piano. Acomodó la falda de su vestido color malva al sentarse y se posicionó a la espera.
—Con ustedes damas y caballeros, Annie Owens.
Sus dedos comenzaron a recorrer con ansias cada tecla mientras que con cada nota iba estructurando lo que era la bagatela Para Elisa, la única composición de la que Thomas no se había quejado mientras la practicaba, indicando su gusto por ella. La melodía era variada, con notas que subían y bajaban en pequeños saltos. Sabía que no la estaba tocando como lo hubiese hecho Ludwig van Beethoven, lento y con cierto sentimentalismo, no. La tocaba con más ligereza y ritmo para poder expresar lo que ese momento significaba para ella, para Elena y Thomas, y en parte para todos. La composición llegó a su fin y todos la aplaudieron y la felicitaron por el talento que había expuesto por primera vez ante tanta gente, incluso su madre le dio palabras de elogio y casi hasta de orgullo. Le recordó la vez que también había tocado Beethoven junto a Octavian en su casa, la forma en la cual éste había presionado las pálidas teclas y sus ojos parecían desbordarse como la creciente de un río.
Los pensamientos empezaban a amontonarse en su mente de nuevo y sentía que si no los liberaba iba a estallar. Salió a los jardines de la enorme casona a tomar un poco de aire y distraerse con el paisaje verde salpicado cada tanto con flores de todos los colores, como si fueran pizcas de polvo de arcoíris. La música se escuchaba a través de los ventanales al igual que el bullicio de las voces. Llenó sus pulmones una última vez con aire limpio antes de entrar y lo exhaló suavemente.
—¿Desea champagne? —la sobresaltó una voz demasiado cerca a sus espaldas, haciendo que soltase todo el aire de golpe.
Volteó y allí estaba a quien apostaba que había oído. Allí estaba parado Octavian a centímetros de ella vestido de gala y sosteniendo dos finas copas llenas con la dorada bebida.
—¿Qué haces aquí? —preguntó incapaz de decir otra cosa.
—Fui invitado aunque no lo creas, pero mi tren se retrasó. Aún así quise venir. Quise verte.
—Es... es lógico que te invitaran, claro que iban a hacerlo pero no esperaba...
—Anne, necesito que me escuches y no hables. Y si crees que no podrás dejarme hablar bebe de la copa para evitarlo —respondió el joven tendiéndosela.
Anne tomó la copa y le dio un ligero sorbo antes de que Octavian comenzara a hablar.
—Todos estos meses no he podido dejar de pensar. No me has permitido dejar de pensar.
—Octavian...
—Solo escucha, por favor. Te pedí que vinieras de regreso aquí porque una parte de mí decía que era lo correcto, pero la otra Anne, la otra parte de mí quería que te quedaras. No he dejado de pensar en qué hubiera pasado si te lo hubiese dicho en la estación. No me pidas explicaciones porque no las tengo. No puedo decirte si estoy enamorado de ti, hemos vivido en la misma casa por dos meses y te he extrañado por dos meses y medio más, pero sí puedo decir que hay algo en ti, en tu forma de ser que hace que quiera estar en donde tú estés, sea Londres o París. Me equivoqué la noche que dije que eras una copia perfecta de Rose Mary, porque nunca has sido más perfectamente diferente.
Cada palabra era una mecha que se iba encendiendo para disparar el cañón de emociones y derrumbar todo lo que había estado tratando de ocultar hasta ese momento. No tenía nada que decir, todo lo que pudiese reproducir ya lo había dicho Octavian. Lo atrajo hacia sí con delicadez para evitar derramar las copas y lo besó. Sus labios entraron en contacto con un suave y armonioso movimiento que se fue intensificando hasta que el aire se hubo consumido, forzándolos a separarse y mirarse a los ojos nuevamente.
—Mary Anne, conoces mi peor lado, pues mis manos están manchadas, pero permíteme enseñarte el bien que puedo ser capaz de hacer.
—No necesito hacerlo, lo he visto por mí misma. Pero sí quiero permitirte que estés conmigo como lo estuviste cuando nos deshicimos de Oliver. Quiero que estés conmigo para averiguar si esto que sentimos puede llegar a ser amor.
Octavian le dedicó una sonrisa cómplice y miró hacia donde se encontraban un par de carruajes aparcados, listos para cuando los invitados tuviesen que partir.
—Creo que quizás deberíamos seguir la primer pista, Madeimoselle —sugirió éste imitando acento francés.
—Si no lo hacemos, jamás lo descubriremos, Monsieur Jones.
El joven tomó ambas copas vacías y las dejó a un costado de la puerta de entrada del salón. Ambos corrieron los más rápido posible y se subieron a una de las movilidades, ocupando los dos el asiento del cochero. Octavian movió las riendas indicando a los caballos que debían comenzar a andar.
—¿Conoces París como para ser capaz de dirigirte a algún lado, Octavian?
—No, pero tendrá más emoción si nos perdemos.
Y así es como termina esta historia de tres hermanos, dos bodas y dos muertes, y un nuevo descubrimiento por hacer.
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