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Capítulo XII

Sentir las manos de las criadas trenzar y recoger su cabello le hizo recordar a su infancia, cuando su madre las peinaba frente a la ventana mientras le decía a su hermano que no se ensuciara la ropa. Recodar eso le hizo sentir una felicidad extraña. No era su mejor recuerdo, pero era el más simple y uno de los más puros, sin engaño, mentiras y peleas.

—Está listo, señorita Owens —le hizo saber April.

—Está muy hermoso, gracias.

—¿La ayudamos con su vestido?

—No es necesario, Elena. Pueden retirarse.

Ambas jóvenes asintieron y salieron. Su vestido estaba desplegado en la cama. Se sumergió entre las telas y calzó sus pies en los incómodos zapatos a los cuales no estaba acostumbrada. Parada frente al espejo analizó su aspecto una vez más. No sabía por qué le preocupaba tanto su apariencia esa noche pero necesitaba sentir que estaba bien. Las criadas habían hecho un trabajo más que excelente con su peinado el cual dejaba a la vista unos delicados pendientes de pequeñas perlas engarzadas. Respiró hondo mirando el reloj y decidió bajar puesto que ya sería hora de ir a la recepción del señor Moore. Al bajar ya se encontraba en la sala Octavian vestido con su traje negro, impecable, en compañía de Charles a quién le daba indicaciones sobre la dirección del lugar y cómo llegar.

—Señorita Owens, luce realmente bien esta noche.

—Te lo agradezco, Charles— Anne se volvió hacia Octavian—. ¿A usted qué le parece?

—Luce maravillosa. ¿Lista para irnos?— preguntó mientras le tendía su mano para guiarla hacia la puerta.

—Supongo que lo estoy. 

Los nervios se acumulaban en su ser a medida que avanzaban por las calles, contraía y extendía sus manos una y otra vez aferrándose a la falda de su vestido. No conocía a las personas que estarían allí. Fracasaría y todos descubrían que no era Rose Mary Jones.

—Será mejor que te relajes o romperás tu vestido. ¿Qué te preocupa?

—No conozco a nadie. No podré hacerlo, Octavian.

—No te preocupes por eso. Cuando nos saluden hablaré yo primero y los mencionaré. Intenta memorizarlos.

—Gracias.

—No lo agradezcas, es solo lo que debemos hacer —el joven metió su mano en el bolsillo—. Pensaba regalárselo a Mary —hizo una pausa—, Rose, pero creo que deberías tenerlo tú.

Octavian colocó alrededor de su muñeca un delicado brazalete hecho con pequeñas perlas blancas.

—Tampoco hace falta que agradezcas ésto. Es solo un regalo.

La estructura de la nueva base del periódico del señor Moore era sofisticada a comparación de la casa de éste, cruzando la adoquinada calle ubicada justo en frente. Los carruajes y caballos abundaban tanto como las personas vestidas de gala. Uniformados oficiales se encontraba en la entrada de la mansión pasando lista a los invitados evitando cualquier tipo de intruso.

—Octavian y Rose Mary Jones —les anunció Octavian.

—Bienvenidos. La segunda sala a la izquierda, señor Jones —dijo el uniformado luego de revisar la lista de invitados.

En su interior la mansión conservaba su aire añejo pero sin perder la elegancia. Un grupo de músicos se encontraba en un extremo de la gran sala manteniendo una armoniosa melodía mientras un buen número de sirvientes se dedicaban a repartir pequeños manjares y dulce vino. Hombres de trajes negros clásicos, otros más extravagantes para Londres con tela de igual color pero brillantes se esparcían por la sala con sus esposas e hijas, mujeres elegantes, muchas de buen gusto, otras cuantas algo estrafalarias. Todo le hacía acordar a las fiestas parisinas a las que había asistido con Thomas, sin embargo, no solo la falta de blancas pelucas lo hacía totalmente diferente.

—Pero miren a quién tenemos acá —dijo un hombre regordete y pelirrojo acercándose a saludar.

—¡Señor Moore, lo felicito por su periódico!

—Gracias, me alegro de verte Octavian, a usted también señorita Jones, pero debo admitir que me hubiera alegrado más si tu padre hubiese venido.

—Ha estado ocupado con la preparación de Pauline.

—Por supuesto, claro que sí. Mi hermosa Meredith se ha comprometido hace unas pocas semanas.

—Es una maravillosa noticia señor Moree —lo felicitó Anne.

—En verdad lo es, Mary. Me temo que los abandonaré por el momento, tengo más invitados que saludar. Disfruten.

Ambos jóvenes asintieron y vieron al hombre marcharse. La música pasó de calma a rítmica y varias parejas, sobre todo las más jóvenes, se concentraron en el centro del salón para bailar mientras las demás observaban y bebían alrededor. Anne miraba cada par moviéndose con elegancia, los vestidos ondearse como el agua, cuerpos sincronizados recorriendo el lugar y la luz de grandes lámpara brillando.

—¿Quieres bailar? —le preguntó Octavian cual adivino.

Sin decir palabra alguna lo tomó de la mano y lo condujo hacia la multitud danzante. Colocaron sus manos en posición y comenzaron a moverse al compás de la música, de forma automática, como si siempre hubiesen bailado. Ambos reían al pisarse mutuamente o cuando en ocasiones chocaban con otra pareja, como si sus movimientos fuesen incontrolables. Como si el lugar estuviese vacío y ellos fuesen los únicos allí. La música cesó y las parejas dejaron de bailar para continuar hablando y degustando.

—Creo que lo hemos hecho bien.

—¿Cree que hemos estado al nivel de su revolucionaria Francia, señorita Anne?

—Hemos sido los únicos arrasando con los demás.

—Es verdad, debo admitir.

Octavian tomó dos copas de vino de una de las bandejas tendiéndole una a Anne.

—Por ser arrasador —dijo él alzando su copa proponiendo un brindis.

—Por arrasar —concluyó ella chocando su copa con la de su acompañante.

La sed producida por la danza hizo que ambos bebieran sin mediar palabras y con gran rapidez, como si cada sorbo fuese el última trago de agua en el desierto.

—Podría beber ésto toda la noche —dijo Anne al finalizar.

—No le miento cuando digo que no será la única.

Y así fue que las horas se les escaparon entre bailes, música, saludos y vino del color de la sangre, personas alegres y brindis por el éxito del señor Moore, hasta que no quedó más nada por hacer que solo marchar. El tiempo había pasado rápido mientras habían disfrutado pero llegar de regreso había sido más que eterno en el carruaje. Los músculos cansados, el bullicio aún resonando en sus oídos. Miradas disimuladas que iban de la ventana hacia el otro con miedo de ser descubierto. Una vez en ella, ambos subieron las escaleras en silencio mientras Anne se descalzaba y Octavian se quitaba el saco de su traje. Al llegar al pasillo superior, el joven la sostuvo por la muñeca suave pero con firmeza evitando que ella siguiera camino hasta su habitación.

—Hoy estuviste extraordinaria —dijo en voz baja.

—Tú ayudaste. No podría haber podido saber quiénes eran sin ti.

Octavian negó con la cabeza realizando una de sus muecas de gracia.

—No me refiero a eso. Me refiero solo a ti. Has estado extraordinaria, Mary Anne.

La tensión creció entre ambos, sus miradas sostenidas a la par. No había notado antes la claridad de sus ojos color agua. Quizás él tampoco había notado el color de los suyos. Aún la sujetaba, pero, ¿quería que la soltara? La distancia que los separaba se consumió por completo en cuestión de segundos, similar a cuando dos vagones colapsan entre sí. Gusto a vino estalló en sus labios y viajó por su boca sin saber si era gracias a Octavian o a ella.  Sin abandonarse uno al otro atravesaron el umbral de la habitación más cercana desmoronándose en la cama. Se separaron para recobrar aliento y contemplarse una vez más. Anne sumergió su mano en el castaño cabello de Octavian, el cual reflejaba hebras más doradas, y él la atrajo lentamente tomándola del cuello y luego bajando por su espalda, aún en contacto con la tela del vestido. Volvieron a fusionarse y su cabello oscuro les dio privacidad mientras se besaban, mientras ella se posicionaba sobre él. La necesidad por permanecer combatía con la necesidad de respirar y la resistencia crecía aún más hasta no quedar oxígeno. Se separaron nuevamente y esta vez Octavian sumergió su mano en el cabello de Anne.

—Tan hermosa —dijo agitado y sin aliento—, una copia exacta, perfecta hasta el más mínimo detalle.

Esas palabras reventaron contra sus oídos con la fuerza de las campanas de Notre Dame. No hablaba de ella. Hablaba de Rose. Sintió náuseas y su pecho contraerse, como si alguna fuerza externa la aplastara. ¿Qué estaba haciendo? Estaba a punto de acostarse con quien había sido el esposo de su hermana. Con quien podría ser el responsable de su suicidio. Con quien podría haberla matado. Se apartó bruscamente de Octavian y comenzó a dirigirse hacia el pasillo. Él la siguió y tomó su muñeca nuevamente.

—Lo lamento, Anne, no quise decir eso.

—Suéltame ahora mismo —le exigió.

La liberó tras el constante forcejeo de la joven, y en cuanto lo hizo ésta se encaminó rápidamente al cuarto de baño mientras se arrancaba el brazalete de perlas y lo arrojaba al piso, cerrando la puerta con fuerza en las narices de Octavian.

—Anne, por favor. Lo lamento, perdóname.

—Vete. Déjame sola.

Miró su aspecto en el espejo y sintió repulsión hacia su ser. Sus ojos estaban rojos y las lágrimas habían comenzado a desbordarse sin control alguno. No le había importado la memoria de su hermana, solo se había dejado llevar y lo peor es que era incapaz de saber si había sido por el alcohol o por placer. Se sentía sucia y hubiese deseado mutar de piel cual serpiente para librarse de la impresión del tacto de Octavian. Respiró hondo repetidas veces y lavó su cara con agua helada intentando recuperar la calma o al menos poder simular que lo había hecho. Abrió lentamente la puerta del cuarto de baño para ver si aún se encontraba en el pasillo, pero no había nadie y la habitación de éste estaba cerrada. Caminó lentamente hacia la suya, cerró la puerta y se quitó rápidamente el vestido sintiéndose mejor envuelta en la tela de su ropa de dormir. Al acostarse sin saber si podría dormir esa noche divisó que en su mesa de luz había una pequeña caja de terciopelo azul. La tomó y al abrirla estaba el brazalete que se había quitado en su interior. El brazalete que Octavian le había regalado y aquel que nunca volvería a usar.

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