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Capítulo I

Cinco meses después.

El paisaje pasaba fugaz por la ventanilla que se encontraba a su izquierda dejando solo siluetas borrosas. El cielo se encontraba gris y poblado con espesas nubes que anunciaban una próxima tormenta o aguacero, propio del clima húmedo de Inglaterra. En un pasado, mirar tanto tiempo hacia afuera mientras viajaba en tren le habría provocado náuseas, por suerte, ya había adquirido la costumbre y entrenado su estómago. El vagón se sacudió y Thomas abrió los ojos casi sin levantar los párpados, apartando rápidamente la cara por la luz que entraba por la ventana de forma segadora.

—¿Ya hemos llegado? —dijo todavía adormilado.

—A Inglaterra sí, a la estación, como verás, aún no.

Su hermano se estiró para despertarse y una vez con la vista clara se volvió a contemplar el paisaje movedizo y fugaz.

—Recuérdame, Annie, por qué decidimos tomar un barco de dos semanas y un tren de seis horas para volver a casa cuando la pasamos de maravilla en París.

—Porque las cartas de nuestros padres hablando de nuestro aparentemente maravilloso y perfecto cuñado despertaron mis ganas de conocerlo.

—Te recuerdo que yo sí asistí a su boda, por lo tanto, ya lo conocí. Y sí, es apuesto, y adinerado. Aunque aún no he terminado de entender por qué yo debía venir contigo.

Mary Anne le dedicó una sonrisa a su hermano.

—Sabes perfectamente que no podría soportar toda esa situación sola, Thomas, te necesito conmigo para tolerar a nuestros padres, y Rosie estará contenta de verte de nuevo, ella te adora. Además, ¿no te parece raro que después de cinco meses ella no esté embarazada? Seguro no es tan bueno como dicen.

Su hermano se encogió de hombros.

—Deben estar disfrutando su matrimonio.

—Tonterías.

El paisaje pasó de ser campestre a estar cada vez más poblado de edificaciones de diferentes tamaños hasta llegar a la gran estación de Londres. Los frenos del tren chirriaron haciendo que poco a poco el traqueteo de éste cesara, deteniéndose en la parada. Ambos tomaron sus maletas con sus pertenencias y salieron a la calle en busca de un carruaje disponible, rogando de encontrar uno entre tanta gente.

—¿Crees que debimos avisar que vendríamos? —preguntó Thomas a su hermana mientras le abría la puerta de un carruaje que habían podido conseguir para que ella entrara.

—No tendríamos por qué, es nuestra casa —dijo sacándose el sombrero a juego con su vestido lavanda—. Ahora sube, ha comenzado a lloviznar y no quiero que llegues hecho un desastre todo empapado.

Antes de subir le indicó al cochero dónde debía llevarlos y éste asintió mientras hacía avanzar a los caballos. Durante el viaje reinó el silencio y ambos hermanos se centraron en admirar su antigua ciudad. Londres había cambiado mucho desde que se habían marchado a Francia. Nuevos edificios se habían alzado entre los viejos haciendo una superposición de pasado y presente, lo nuevo y lo antiguo; las calles eran más toscas que los delicados senderos parisinos, sin mencionar que el olor que emanaba del Támesis se mezclaba con la lluvia y el humo de las industrias. Todo era diferente pero a su vez familiar. Francia era delicada y asombrosa, llena de lujos y excentricidades, pero Inglaterra seguía siendo su cuna vieja y conservadora. Llegaron a la casa que no habitaban hacía tres años. Thomas bajó las maletas y le pagó al cochero mientras Mary Anne se aproximaba hacia la entrada. Llamó a la puerta a la vez que el cochero hacía chasquear el látigo y los caballos salían disparados. La puerta se abrió y frente a ellos apareció Alice, la criada de cara regordeta y mejillas ruborizadas.

—Señor Thomas, Señorita Mary Anne, qué sorpresa, bienvenidos. Déjenme cargar sus cosas.

—Buenas tardes, Alice. ¿Dónde están nuestros padres? Ha sido un viaje largo y esperábamos verlos —dijo mientras entraban e inspeccionaba la sala.

—El carruaje de los Jones ha venido a buscarlos esta mañana. Salieron sin decirnos nada, señorita.

—¿Nuestro carruaje está disponible? ¿Sabe Alfred cuál es el camino hacia la mansión de nuestra hermana?

—Sí, mi señor. Le diré a Alfred que les prepare el carruaje y los lleve a la mansión de la señorita Rose Mary si es lo que desean.

—Gracias, Alice. Puedes retirarte. De las maletas nos haremos cargo nosotros cuando regresemos —respondió Thomas mientras se acomodaba en el sillón de cuero a esperar.

Minutos después, Alfred se hallaba afuera con el carruaje ya listo. Ingresaron en él y se pusieron en marcha. La gran mansión en la que vivía Rose Mary se encontraba a tan solo unas pocas calles abajo de su hogar, aproximándose hacia el centro donde vivían los de mayor adquisición. La refinada estructura se levantaba imponente y destacaba con sus elaborados enrejados y ostentosas molduras. El jardín delantero estaba rodeado de flores de diversos colores al igual que de verdes arbustos y césped cuidados prolijamente, pero también ocupado a su vez por dos carruajes del color del ébano estacionados a un costado. Thomas ayudó a su hermana a bajar y le tendió el brazo mientras se dirigían a la puerta.

—Parece que hemos llegado en medio de una reunión —dijo éste mientras tomaba la pesada aldaba de hierro y llamaba a la puerta dejándola caer.

La puerta se abrió y una joven chica menuda con una cofia blanca en la cabeza y ojos hinchados apareció.

—Mary Anne y Thomas Owens. Hemos venido a visitar a nuestra hermana —anunció Anne junto a sonrisa encantadora.

La chica asintió nerviosa dejándolos pasar al interior de la sala y salió corriendo escaleras arriba sin decir una palabra y con la velocidad de un rayo. Momentos después la señora Owens bajó de la misma manera, limpiándose lágrimas de la pálida cara mientras se aproximaba a sus hijos. Ambos se miraron desconcertados cuando la mujer los estrechó con fuerza.

—Mis hijos —dijo entre sollozos—, parece como si Dios los hubiese traído de vuelta.

Ambos jóvenes intentaron separarse en vano. La mujer parecía estar completamente decidida en no soltarlos en un buen rato.

—Madre, no tienes que llorar por nuestra visita —dijo Anne en un intento de tranquilizarla—, deberías estar feliz.

Su madre negó con la cabeza y su sollozo se transformó en un llanto desconsolado. Trató de recuperar la compostura y después de liberar a sus hijos de su agarre se limpió por segunda vez las lágrimas que le mojaban el rostro.

—Algo terrible ha pasado —dijo entre sollozos.

—¿Le ocurrió algo a nuestro padre? —quiso saber Thomas. La mujer negó nuevamente.

Un nudo empezó a formarse en la garganta de Anne temiendo la respuesta a la pregunta que iba a hacer y que de todos modos hizo.

—¿Dónde está Rosie?

El llanto de su madre pasó a ser desgarrador perdiendo todo el control que la mujer había tratado de mantener. Anne salió corriendo seguida de Thomas por las escaleras en una carrera desesperada por llegar. Una vez en el piso de arriba, comenzaron a abrir cada puerta de cada habitación con frenesí hasta que encontraron la indicada. En el cuarto estaba su padre acompañado de un joven que debía ser el famoso Octavian. Podían oír voces de otras personas provenientes de la habitación continua, pero qué iba a importar eso, si en medio de la escena se encontraba una cama con Rosie en ella inerte. Sintió como el aire era incapaz de entrar en sus pulmones mientras avanzaba y se posicionaba al costado de la cama, entretanto Thomas la seguía en silencio.

—¿Rosie? ¿Puedes oírme? —dijo en voz baja y quebrada—. Rosie, por favor, responde. Hemos vuelto. Vinimos a verte. Sé que estás molesta conmigo, pero está Thomas. Tú lo adoras.

Sintió el peso de la mirada de Octavian que se encontraba frente a ella sentado. No lo miró, pero sabía que él lo hacía. En su lugar giró a mirar con aflicción a su hermano y éste negó con la cabeza mientras la miraba con ojos llorosos. Buscó la cara de su padre, el cual contemplaba toda la habitación con una inmensa pena. Sus propios ojos comenzaron a arderle y a destilar lágrimas en gran cantidad nublándole la vista. Se volvió hacia donde yacía su hermana, blanca y gélida como la nieve, con una marca violácea que le adornaba el cuello como un collar. La gran tristeza que sentía comenzó a transformarse en furia al comprender lo que significaba esa marca. Tomó el cuerpo de Rose Mary por los hombros mientras gritaba.

—¡¿Por qué lo hiciste, Rose?! ¡¿Por qué?! Siempre quisiste llamar la atención de todos, pero éste no era el modo —dijo mientras zarandeaba el cadáver—. ¡Despierta, maldición! ¡Despierta! —gritó desgarrando su garganta.

Su padre intentó levantarla y apartarla pero ella se libró de su agarre bruscamente.

—Déjame —le ordenó a su padre entre lágrimas—. No me toques —dijo mientras se ponía de pie tambaleante.

Se alejó de la habitación a toda velocidad como había entrado y su hermano la siguió nuevamente. Sentía una fría sudoración recorriéndole el cuerpo, no sabía si por conmoción o el traqueteo. Todo le daba vueltas y los oídos le zumbaban. Atravesó la sala ignorando a quién estuviese allí y salió al jardín delantero de la mansión por donde había ingresado minutos antes, desplomándose en el suelo llorando. La impresión al haber visto el cuerpo sin vida de su hermana tan idéntico al suyo le revolvió el estómago haciendo que vomitara. Thomas se acercó poniéndose a su lado y le limpió la cara. Ambos reflejaban en sus rostros dolor y una gran pérdida, pero también culpa, porque durante tres años se habían ido sin pensar en ella, olvidando que tenían otra hermana mientras disfrutaban de su nuevo hogar. Una hermana que jamás volverían a tener otra vez por más que quisieran.

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