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6. Juntos

Su aspecto era taciturno, con aire alicaído desde que ella se había ido con ese rudo hermano suyo.

Solo necesitó una milésima de segundo para darse cuenta de que lo que olía tan bien en medio de los troncos apilados era su perfume. Cuando se giró en dirección a la puerta del local, la vio, tan angelical como siempre, pero con el rostro más sombrío y su piel menos brillante, incluso parecía más pálida y delgada de lo normal. Tras pasar una semana sin su presencia, su imagen casi le pareció un espejismo.

Dejó el martillo y tiró el tronco que debía llevar a la nave principal, como el señor Corner le había dicho. Con lo enfadado que había estado estos días con ella, todo se había esfumado al verla así.

―Mary Anne, ¿qué te ha pasado?, ¿por qué no has venido en todo este tiempo? ―le preguntó, temiendo que su hermano la hubiese herido como su padre hacía con él.

Mary Anne lo miró con sus celestiales ojos azules llenos de una pena desgarradora.

―La boda se acerca ―susurró, a punto de llorar.

A Marcus se le acongojó el corazón, sin saber cómo consolarla.

―¿Qué puedo hacer? ―preguntó tontamente, desesperado.

Mary Anne negó con la cabeza, comenzando a llorar.

Y ese fue el detonante definitivo para que él la abrazara; así como estaba, con la ropa del trabajo, hasta arriba de virutas de madera tallada poblando todo su atuendo. Él nunca se acercaba a ella; era una señorita, ya era demasiado que estuviese allí con él, acompañándolo mientras escribía sus revolucionarias ideas paralelamente con su relato sobre él. El único contacto que habían tenido había sido en Dean y cuando le había dado su pañuelo para vendar su dedo. Ella era un ángel prohibido regalado por los cielos, no podía ponerle un dedo encima sin contaminarla.

Sin embargo, todo eso había quedado atrás. Ahora sus brazos cubrían su espalda, arropándola cuanto podían, mientras su barbilla descansaba sobre sus rizos rubios, que desprendían un aroma único y enloquecedor. Nunca había imaginado que estar tan cerca de ella desatara esa sensación de calidez, junto con la desesperación por protegerla del mundo, por querer hacerla dichosa y verla sonreír aunque solo fuera durante un segundo.

―No te puedes casar... ―murmuró casi sin querer.

Ella se despegó de él, con las lágrimas aún rodando por sus mejillas.

Marcus también la miró, y no pudo pensar en otra cosa que no fuera besar esos labios rosa que adornaban su rostro perfecto.

No tardó en comprobar lo suaves que eran. Tampoco Mary Anne se negó a probar los suyos.

Cuando se separaron tras ese beso inesperado, los dos esbozaban una sonrisa enamorada. Desde luego hubiesen hecho eso mismo mucho antes si hubiesen sido un poco más atrevidos.

Un ruido atroz inundó la estancia, dejándolos sordos momentáneamente. ¿Eso había sido un disparo?

Matt Corner llegó espantado a hasta el local donde ellos se encontraban. Se sorprendió al ver a Mary Anne, pero no se detuvo para preguntar nada.

―Tenéis que salir de aquí ya. ¡Están sellando las salidas del callejón Mary King! ¡Nos están encerrando!

A Mary Anne le vino a la cabeza lo que su futuro suegro le había dicho sobre ese tema.

―Creen que la peste se gesta aquí ―murmuró manifestando sus pensamientos en voz alta.

―Ha habido casos de enfermos, pero han sido evacuados. Nosotros no tenemos la peste.

Marcus tensó los labios, escuchando los gritos de la gente aterrada.

―Nada de eso sirve contra ellos: es la policía enviada por el gobierno, cumplen órdenes y no se van a detener por nada ni por nadie ―apuntó el señor Corner con los ojos dilatados, temblando de arriba abajo―. ¡Huid, muchachos!

Él fue el primero en seguir su propio consejo, y en unos segundos, había desaparecido de sus ojos.

Marcus cogió a Mary Anne de la mano y tiró de ella, arrastrándola fuera de la carpintería. La pegó a él en cuanto vio que el gentío de personas los empujaba, gritando y chillando como locos mientras corrían para salvarse.

Cuando llegaron a la salida, una gran muralla humana taponaba el pequeño callejón Mary King, mientras que las demás callejuelas se iban llenando de gente que no sabía qué hacer; por todos lados parecían acorralarlos.

Marcus apretó la mano de Mary Anne.

―Quizás haya una salida. En el extremo derecho del callejón Pearsons hay una callejuela estrecha, no creo que la guardia esté allí si ahora está tamponando las calles principales ―comentó Marcus.

Mary Anne estaba aterrada, la gente la golpeaba incluso aunque Marcus intentara protegerla con su cuerpo.

―Pues vamos allí ―dijo sin dudar.

Marcus dudó, sopesando una vez más la difícil situación.

―Podemos intentar hacer que nos escuchen, que sepan quién eres tú y quién es tu padre. Quizás puedas salvarte si nos podemos acercar lo suficiente a la guardia ―propuso Marcus.

―Pero ellos no te dejarán salir a ti ―replicó desesperada―. Es mejor la otra opción,

Marcus la miró con sus iris verde intenso.

―Quizás acabemos en el lago y no sobrevivamos. No sé bien dónde conduce, pero desemboca cerca del agua.

Mary Anne miró hacia la masa de gente. Tal vez él tuviera razón: ¿y si intentaba decirle a la policía que ella era hija del señor Masterson, la mano derecha de un canciller? ¿Y si les contaba que era la prometida del heredero de los Carson, cuya reputación los precedía en todo Londres? ¿Y si intentaba convencerlos de que Marcus también era alguien importante? ¿Y si...?

Miró de nuevo hacia él, que no paraba de observarla, entre preocupado y expectante por su decisión.

Eso era; ella ya había elegido. Lo había elegido a él. Por eso estaba allí. Por eso no se arrepentía de haber atravesado el arco que los separaba de High Street, aun habiendo visto algunos policías rondar por allí, aun habiendo estado advertida por el que estaba destinado a ser su suegro impuesto.

Ella no quería nada de eso.

Era imposible hacerse oír entre esa masa de gente acorralada, que no hacía otra cosa más que buscar la salvación de su vida. En el fondo, Mary Anne sabía que, aunque hubiese tenido esa opción que Marcus le planteaba, no la hubiese escogido. No se hubiese intentado acercar a la guardia policial para hacerle ver que era hija de alguien importante, prometida de alguien más poderoso todavía que su padre. No, ella no era esa chica.

Era Mary Anne; la escritora, la que quería pasar a la historia por hacer algo grande. Y no había nada más grande que darlo todo por la persona que amaba. Quizás no fuese reconocida por su relato en el futuro.

Quizás no fuese reconocida por haber sido alguien importante para el mundo. Pero Marcus, su propio mundo, era mucho más importante que todo lo demás.

―No importa, aquí vamos a morir igual. ―Apretó la mano de Marcus y la entrelazó con la suya, aferrándola con cariño―. Vamos a luchar por nuestras vidas; las que nos merecemos lejos de nuestras familias. Y nadie nos va a detener, ni siquiera esos guardias.

Marcus sonrió y la besó en los labios fugazmente.

Incluso en ese caos que los envolvía, la esperanza los embargó a los dos. No se darían por vencidos jamás. Serían libres o morirían en el intento, pero lo harían juntos.

Con sus manos entrelazadas los dos se encaminaron hacia el callejón Pearsons, pero no buscando su libertad, pues esa acababan de conseguirla en cuanto habían decidido dejar su pasado atrás, sino buscando un futuro juntos, durase lo que durase.

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