4. Richard
La entrada del callejón Mary King ya no era lo mismo sin la pequeña cabellera rubia de Mary Anne revoloteando por allí. Así que, el día que ella no apareció a las once de la mañana, Marcus se asustó. Habían quedado el día anterior, y ella siempre cumplía, estaba más empeñada que al principio en escribir con pelos y señales todo lo que pudiese contarle de su vida.
―¿Dónde está hoy tu acompañante? ―le preguntó Matt, su jefe, haciendo que desviara la vista de la puerta hacia él.
―Eso mismo me gustaría saber a mí, señor.
Cogió un tablón de madera y se lo cargó al hombro.
Matt Corner era un buen jefe, no dejaba que Marcus lo tratara de «señor», aunque Marcus lo hacía igualmente; estaba acostumbrado por sus otros trabajos.
―Seguramente se habrá entretenido en alguna tienda viendo bolsos, a mi esposa le encantan. Hoy no hay mucho trabajo. Puedes irte si quieres... no sé, un rato, y tomarte un descanso.
Le guiñó un ojo cómplice.
Marcus no tuvo más reparos en soltar el pesado tablón y dedicarle una sonrisa.
―Gracias, señor ―dijo cruzando el umbral del negocio.
―¡Llámame Matt! ―gritó el señor Corner para que Marcus lo oyera, pero dudaba mucho que lo hubiese hecho.
¿Por dónde empezar a buscarla? Es más, ¿por qué la buscaba? No creía que se hubiese retrasado viendo bolsos; Mary Anne no era de esas. Quizás estuviese haciendo otra cosa más importante que perseguirlo de un lado para otro dentro de una carpintería llena de astillas y virutas de madera pululando a su alrededor. Viéndolo de ese modo, no sabía cómo había pasado allí metida los últimos cinco días. ¡Claro! Eso debía ser, ¿quién iba a querer estar en ese lugar sin tener ninguna obligación?
―¡Qué estúpido soy! ―masculló para sí mismo, pensando en lo ridículo que era pensar que una chica como ella iba a querer estar a su lado, ¡y más mientras trabajaba!
Pero, justo cuando ese pensamiento cruzó su mente, una imagen atravesó sus ojos: allí estaba ella, vestida mucho más elegante de lo normal, con un pomposo vestido azul marfil, sombrero y guantes blancos. Mientras que con una mano intentaba mantener puesto su sombrero en la cabeza, con la otra luchaba contra la sujeción de un muchacho que parecía mayor que ella, rubio también.
―¡No quiero, Richard! Por favor, diles a nuestros padres que me he escapado, ¡cualquier cosa! ―decía ella mientras era arrastrada.
―¡No digas tonterías! Los Carson nos están esperando.
Era obvio que Mary Anne prefería que le saliesen alas de cuervo y echar a volar antes que encontrarse con los Carson.
Marcus no tenía ni idea de quién era el muchacho que la trataba con tanta frialdad, pero no lo iba a permitir. Echó a correr en su dirección, cogiendo por sorpresa a los hermanos Masterson.
―¡Suéltala! ―dijo apartándolo de ella bruscamente, no quería hacerle daño a Mary Anne.
Esta lo miró con los ojos como platos, empalideciendo. Era mejor que Marcus no se hubiese topado con su hermano; ella jamás había revelado su existencia por miedo a que su familia tomara represalias contra él y a ella la encerraran dentro de casa.
La mirada que Richard le dedicó fue poco menos que fulminante.
―¿Se puede saber quién eres tú, escoria? ―Richard lo escrutó de arriba abajo, haciendo una mueca de asco a cada pulgada que adelantaban sus ojos.
―Richard, no pasa nada. ―Mary Anne se interpuso entre los dos cogiendo a su hermano del brazo―. Los Carson nos esperan, vámonos ―apremió nerviosa, poner los ojos en Marcus por miedo a que su hermano pudiese sospechar algo de su amistad; quizás aún pudiese salvarlo.
Richard le hizo caso tras contemplar a Marcus como si fuese poco menos que un despojo.
El muchacho se quedó desolado; ella ni siquiera lo había mirado más de un segundo. Toda la adrenalina que había sentido hacía dos minutos para querer ayudarla dio paso a una especie de frustración desgarrada que tuvo que reprimir antes de que volviese a ir tras ellos para volver a separar a ese cruel muchacho de su ángel. ¿Sería su hermano? ¿Quién si no iba a querer tan desesperadamente que se encontrara con los Carson aparte de sus padres?
Apretó sus puños encogidos, rojos de ira, y se fue de allí lo más rápido posible.
Mary Anne volvió la vista atrás mientras aferraba a su hermano del brazo para que no corriese detrás de Marcus. Este se alejaba calzada abajo a toda velocidad.
Le partía el alma no haberle dado ni una mísera explicación, pero no podía correr el riesgo, con Richard no. Podía ser tan impredecible como una tormenta.
Suspiró afligida y se dejó llevar hasta su casa. Richard y ella solo habían ido a comprar presentes para los invitados. Mary Anne no es que saliese a comprar con su hermano muy a menudo. De hecho, rara vez compraba algo el mismo Richard, siempre lo hacía todo Nany, su ama de llaves, pero esta ocasión era especial; el regalo para los Carson no era algo que Nany pudiese llevar consigo. El anillo de oro con piedras engarzadas de todos los colores era algo insólito; Mary Anne nunca había visto una joya más cara que esa. Creía que ni todo el oro que su familia poseía podría valer la misma cantidad que le había costado a Richard esa pequeña sortija.
Los padres de Mary Anne se habían quedado en la mansión Masterson para prepararlo todo. La llegada de su futuro esposo era inminente, y ella había estado tan mareada de pensar en eso que se había empeñado en acompañar a Richard para recoger de la joyería el dichoso anillo de compromiso que su familia le entregaría a la familia londinense para formalizar el compromiso; quería ganar un poco de tiempo, retrasar ese encuentro lo más que se pudiera.
Se le ponían los pelos de punta de solo de pensar en Peter Carson. Ese niño sílfide, lechoso y pecoso que escupía cada vez que hablaba. Y no es que ella lo recordase tal cual, sino que su hermano se había encargado de contarle ciertas escenas en las que ella había huido de él en su infancia precisamente por acercársele e intentar besarla. Con ese relato, Richard había resaltado sus dones de entonces, ¿cómo sería ahora? ¡No quería saberlo! Aunque se hubiese convertido en el hombre más formidable del mundo; ella no quería casarse con él.
Una idea acalló todos sus pensamientos: Marcus. Podría haber sido él Peter Carson y no el verdadero Peter Carson. Ahora mismo debería estar persiguiéndolo por toda la carpintería, dejándose aromatizar por el olor a madera encerada y muebles recién hechos, algo que, no sabía por qué, no le desagradaba.
Una lágrima invisible recorrió su mejilla, y justo después, sintió como su hermano cogía su mano y tiraba de ella bruscamente hacia el interior el vestíbulo de la mansión.
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