XXXIII Imperio
1 Januarius 1600
—... Y eso es todo lo que se habló en esa reunión. Después llevé al pretor al puerto de Maracaibo y regresé a Roma lo más rápido que pude, señor. Lo demás está en los legajos y las cartas que le he entregado —informa el capitán de fragata.
Durante unos minutos se hace un respetuoso silencio en la sala, sumergida en la penumbra, iluminada tan solo por el tenue resplandor que entra desde el balcón y algunas velas casi consumidas sobre el escritorio. El trono desplazado hacia el exterior de la terraza no deja ver al emperador recostado sobre él, tan solo un brazo caído hacia fuera permite ver el puñado de papeles que aprieta con fuerza.
—¿Está seguro de que León murió en aquel enfrentamiento, capitán? —reclama en tono sombrío el emperador.
—¡Sí, señor! Yo mismo le puse la mortaja y lo arrojé al mar siguiendo la tradición.
De nuevo se hace el silencio.
—Y de ese que afirmaba ser hijo de Lorenzzo... ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Olaf, señor. Olaf, hijo de Ragnhild, hija de Olaf el Rojo, rey de Man y las Islas —responde sin dudar el capitán.
—Olaf...
—Señor, no puedo confirmar que fuera aquel que decía ser, ni que fuera hijo de Lorenzzo. Pero... el mismo León afirmó el gran parecido entre ambos y lo reconoció como tal. Lo que no me cabe duda es que era un markado, mostró a todos la marca en su brazo —insiste el capitán con seguridad.
Deja el emperador caer los papeles que sostenía sobre el suelo y resguarda su brazo para ocultar su mano tras el trono. Regresa el silencio por algunos minutos.
—Está bien capitán, recoja las cartas que me envió el pretor. Hay una lista de nombres que tendrá que ir a visitar e invitarles a que vayan con usted, también algunos libros que puede encontrar en la biblioteca y documentos en el archivo civil. El prefecto del pretorio, aquí presente, le ayudará a conseguir todo lo que precise, nadie se opondrá a él.
El capitán sale de su posición firme junto al hombre uniformado, alto, delgado y fuerte que ha permanecido formado a su lado durante todo el tiempo que estuvo dando su informe y da algunos pasos dirección al emperador para coger los papeles; al agacharse y recogerlos, gira su cabeza para buscar al emperador. Sus miradas se cruzan por un momento. El capitán se estremece al encontrar sobre un rostro enjuto y consumido unos ojos hundidos en sus cuencas, cargados de oscuridad y fríos como témpanos de hielo. Tras recoger los documentos regresa con rapidez a su posición anterior.
—¡Pretor! —rompe nuevamente el silencio el emperador—. Deje todo lo que esté haciendo y dedíquese por completo a asistir al capitán en todo lo que necesite. Incáutense de cuantos barcos haya en el puerto para cargarlos con lo solicitado y con los ciudadanos que quieran marchar hacia Nueva Itálica y ordene, igualmente, a la flota de navíos de guerra amarrada en Messana que escolten el convoy hasta destino.
—Como ordene señor. Yo, si me permite... —interrumpe su frase el pretoriano.
—Diga... —ordena el emperador.
—Le he servido fielmente durante todos estos años desde que era un muchacho. Usted ha sido generoso conmigo, nunca le he pedido nada pero... si me lo permite, me gustaría marchar con mi familia hacia Nueva Itálica.
—Como quiera, haga lo que considere mejor para usted y los suyos, al igual que usted capitán, si lo desean pueden llevarse a sus familias... en todo caso les deseo mucha suerte.
—Muchas gracias mi señor, ha sido un honor servir a sus órdenes. Siempre le estaré agradecido por todo lo que me ha ayudado y enseñado... ha sido como un padre para mí —afirma visiblemente emocionado el pretoriano.
Un padre... un hijo —murmura entre dientes el emperador—. Ven, hijo, acércate.
El pretor camina despacio y con sumo respeto. El emperador estira su mano derecha dejando ver unos dedos largos recubiertos solo de pellejo que más parecen los de un muerto, en el dedo corazón el anillo imperial con el sello de la «K» de los markados.
—Toma cógelo y guárdalo, cuando el hijo de Olaf, hijo de Loren... mi hijo, sea mayor, entrégaselo en persona, dile que es la herencia de su dinastía, y dile también... dile que me perdone.
El pretoriano coge con delicadeza la frágil mano del emperador y con suavidad y respeto retira el anillo del dedo para regresar a su posición junto al capitán.
—Ahora caballeros, pueden retirarse, les aconsejo se den prisa en cumplir todos los encargos y salir de Roma lo antes posible. Les deseo buenos vientos. —Hace una pequeña pausa para gritar con sus escasas fuerzas y hondo sentimiento—. ¡Roma Vincit!
¡Roma Vincit! repiten, brazo al pecho y puño en el corazón los dos oficiales mientras con paso marcial se dan la vuelta y salen cerrando tras de ellos la puerta.
Continúa sin moverse el emperador de su trono, esperando que regrese el sol de un nuevo día.
—¿Sabías que el momento más oscuro de la noche es justo antes de que empiece a clarear la mañana?, siempre me gustó ese fugaz instante. —Hace un nuevo receso el emperador para tomar una profunda bocanada de aire y suspirar—. Vamos, acércate querida. Sal ya de tu escondite, no tiene sentido...
—¿Cómo supiste...? —Sale la emperatriz de entre las sombras de un rincón de la sala.
—Siempre he presentido tu presencia cuando estabas cerca y tu ausencia cuando estabas lejos —responde el emperador con cierta ternura—. ¿Te alegras de mi fracaso...?
—No, ¿cómo podría? Tu fracaso es también el mío, el de toda Roma. —Se acerca Claudia al trono posando su brazo y su barbilla sobre el respaldo.
—Me entregué en cuerpo y alma al Imperio, lo supedité todo a él por encima de todo y de todos, y aún así... la Historia me recordará como el emperador que no supo...
—La Historia te recordará como un gran emperador: Ángelo XVIII el Victorioso que supo defender hasta el final de su vida de feroces enemigos cada palmo de tierra del Imperio.
—Entonces, porque tengo esta profunda sensación de desazón, de melancolía y fracaso... —se lamenta el emperador.
—No fracasaste como emperador; tampoco como hombre, no fuiste más ni menos que cualquier otro en tus circunstancias, con tus aciertos y fracasos, con tus luces y sombras... ni siquiera lo hiciste como esposo, aunque fuiste un desastre para todas tus mujeres, entre las que me incluyo. Pero como padre, como padre... —Menea la emperatriz la cabeza tratando de encontrar la palabra exacta—, como padre fuiste incalificable. No encuentro palabras para expresar lo que has sido.
El emperador se echa las manos al rostro con hondo pesar, tratando de ocultar las lágrimas que recién brotan de las cuencas de unos ojos secos.
—Si hubiera sabido...
—Si me hubieras escuchado. Siempre lo hiciste sobre todo lo referente al imperio y sin embargo, sobre tus hijos nunca me permitiste aconsejarte —la emperatriz cambia el tono de su voz, claramente molesta—. Criaste a un niño inocente, haciendo de él un monstruo lleno de soberbia y odio, de rencor hacia todos, hasta a su propio hermano. Y al otro niño simplemente lo abandonaste, lo apartaste de tu lado como si de un apestado se tratase. No sabría decirte que fue peor...
—Yo solo quise que fueran como yo, para que pudieran afrontar con entereza la gran responsabilidad que supone ser un emperador. Lo hice por su bien, ¿Qué hubieras hecho tú? —Se revuelve el emperador.
—Ahora me pides mi opinión, demasiado tarde querido... ¿No crees?
—Dime, quiero saberlo —demanda achantándose el varón.
Un largo silencio se hace entre ellos. La emperatriz sale al balcón buscando una ráfaga de aire fresco, contempla como en una línea del horizonte la mañana empieza a clarear. Su rostro resplandece en la belleza de la mujer madura que no se resiste al paso del tiempo. Se vuelve mirándole de frente para responder:
«Si me hubieras dejado, yo misma los hubiera criado juntos como mis propios hijos, les hubiera enseñado a respetarse, a quererse, a cuidarse el uno al otro, complementándose entre ellos. A potenciar sus grandes habilidades, que las tuvieron. Si el mayor quería seguir el camino de la espada y ambicionaba el trono, le hubiera dirigido a este loable propósito para que lo hubiera alcanzado, pero con integridad y responsabilidad, no como un loco rabioso. Y al otro, que anhelaba el camino de las artes, hubiera aceptado sus deseos, pero sin descuidar sus obligaciones para con el imperio, por si llegado el momento hubiera tenido que hacerse cargo... Pero ya, ya... de que sirve hablar de lo que pudo haber sido».
—El Imperio exigía que...
—¡No! El Imperio no, tú... —grita la emperatriz algo molesta—. Hasta ese matrimonio forzado que quisiste imponerle a tu hijo fue un error imperdonable que precipitó todo este desastre. Hasta el mismo destino te mostró que tal vez, si le hubieras dejado hacer, te habría entregado China entera de la mano de tu nieto y no de tu hijo. Pero ya... ¿De qué sirve lamentarse por lo que no fue? Por lo que pudo haber sido.
—¿Fuiste tú verdad? Tú organizaste lo de ese bastardo, con ese maldito de Olaf y su hija monja con carita de mosquita muerta —la increpa el emperador, pensando que tal vez, si no hubiera nacido aquel niño su León no hubiera muerto.
—¡No! Yo no... ¿Qué parte de lo que te he dicho no has comprendido? Yo no hice nada, solo esperar. —Se revuelve molesta la emperatriz—. El destino me la puso en bandeja y me la trajo para darme lo que necesitaba y a ella, lo que vino buscando. Solo hicimos lo que tuvimos que hacer en cada momento. Hasta el bruto de Olaf lo comprendió y actuó en consecuencia, él cuidó de tu nieto como debiste haberlo hecho tú... le dio el amor que nunca hubo en ti para con nadie.
El emperador golpea con su puño en el reposabrazos del trono.
—Y tú... ¿Amaste alguna vez a algún hombre como mujer?
—¿Yo...? —Pilla por sorpresa la pregunta del hombre, ruborizándose como una joven inocente—. ¿De verdad quieres saberlo...?
—Sí, dime...
Claudia hace un receso para aclarar sus ideas antes de dar una respuesta, visiblemente emocionada y con ternura le contesta:
«Desde que era una niña estuve enamorada de ti. Cada vez que te veía me estremecía en presencia de aquel joven alto y guapo, moreno y serio. Luego te casaste una y dos veces mientras yo crecía, la niña se hacía mujer y te seguía amando como el primer día, nunca amé a ningún otro hombre de ese modo... El día que viniste a por esposa a la casa de los Julio soñé que vendrías por mí y sin embargo, te llevaste a mi hermana que vivió con espanto todo aquello. Si acaso me hubierais preguntado... Lamenté profundamente la muerte de mi hermana, sé que no fuiste tú, que ella eligió tan trágico final con el hombre al que realmente amaba. Y aunque lloré por ella, en el fondo de mi corazón me alegraba porque sabía que la Ley me obligaba a ti. El destino, Dios, Júpiter, el Universo o quien quiera que fuera, siempre quiso que estuviéramos juntos, que fuéramos la pareja perfecta para dirigir Roma, pero ni siquiera así te diste cuenta...».
—Nunca supe que... ¿Por qué no me dijiste...?
—Porque hasta ahora nunca me preguntaste. Me diste respeto, amistad y un sito en tu imperio, pero no un lugar en tu cama, ni siquiera sentí en ti un atisbo de deseo hacia mí, ni el tacto de tus dedos sobre mi piel. —La mujer mueve la cabeza con resignación—. Tanto que me esforcé, todo lo que hacía era para que te fijaras en mí, para atraer tu atención, para que te sintieras orgulloso de mí, con la vana esperanza de que algún día despertase en ti el amor que te tenía. Hasta que...
La emperatriz calla. El hombre no da crédito a aquellas palabras, después de todo lo que había hecho a aquella mujer, de cómo la había tratado... la más bella y deseada mujer de toda Roma, realmente le había amado.
—¿Hasta que...? —presume el emperador la respuesta.
—Hasta el día que le quitasteis la vida a mi querido sobrino. El mismo día que derramasteis la sangre de los Julio en aquel teatro de la vida. Ese día dejé de amarte para sentir un profundo vacío dentro de mí. Ya no te amaba ni te odiaba, solamente comencé a sentir nada por ti.
Un nuevo silencio inunda aquella sala, envolviéndolos de tristeza, melancolía y derrota. El sol ya despunta sobre las siete colinas de Roma y el pueblo despierta en algarabía de un nuevo día.
—Y ahora... ¿Qué harás ahora, cuando yo me haya ido? —busca preocupado por ella, cuando ya todo está dicho.
—No te preocupes por mí, querido. Iré en busca de una vieja amiga, la acompañaré en su duelo y compartiré con ella el dolor por la pérdida de su hijo. —La mujer lo mira con ternura, regalándole una última sonrisa tras haber cerrado todas las heridas—. Y quizás, algún día vayamos juntas a conocer a aquel niño que ha de nacer y que lleva la sangre de todos nosotros, para contarle lo bueno que hicimos y los errores que cometimos para que él, no siga nuestros pasos.
—Eso suena bonito... —afirma el emperador emocionado ante aquella posibilidad—. Si finalmente le ves y hablas con él, dile que me arrepiento de todo el mal que hice y que si le hubiera llegado a conocer, habría aprendido a quererle como no hice con mis hijos.
—Así mismo le diré, querido. —La mujer acerca sus labios a los del emperador para darle el primer y último beso; viendo en él, no al anciano consumido y abatido que es, sino a aquel joven guapo y valiente que un día amó. El rostro del hombre resplandece por un momento, liberado de la pesada carga que tanto le oprime.
—Hazme un último favor a mí y otro al imperio antes de que marches, mi admirada y querida esposa —reclama con aire solemne el emperador, recuperando algo de su dignidad, solemnidad y gloria.
—Dime querido, siempre estuve dispuesta para ayudarte a ti y a servir al imperio, y ahora con más motivo.
—Acércame la daga que hay sobre el escritorio, su afilado y frío filo me reclama. Y llévate la capa púrpura y el cayado del primer hombre de Roma y guárdalos hasta que llegado el momento, decidas que alguien sea digno de llevarlos, entrégaselos a aquel que los merezca, nadie mejor que tú, sabrá quién ha de poseerlos. Confió en tu criterio más que en el de ningún otro.
Entrega la emperatriz el puñal al emperador y recoge la capa y el bastón con sumo cuidado para antes de marchar sin mirar atrás decir sus últimas palabras.
—¡Ave, Ángelo el Victorioso, emperador del Imperio romano! Buenos augurios te guíen.
—¡Ave, Claudia de los Julio, emperatriz del Imperio romano! Buenos augurios te acompañen.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro