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XIV Lepanto

Roma 25 maius 1571

Reunidos en un despacho del palacio imperial el emperador con su hijo y los cuatro capitanes generales enviados por las markas discuten sobre una gran mesa en la que hay desplegado un mapa del Nostrum Mare y en el que van colocando pequeñas figuras de plomo con forma de barcos y soldados que representan a la armada, las legiones romanas y a los auxiliares que aportan los diferentes aliados; así, como las de los enemigos.

La conversación se detiene de golpe al entrar sin avisar por la puerta principal el prefecto del pretorio y con aire preocupado y solemne avisa a los presentes. 

—¡Mi Señor! la plebe se ha sublevado. Hay disturbios y desórdenes por toda la ciudad, sobre todo en los barrios humildes y en el puerto, lugar este, donde se han hecho fuertes con barricadas. Está habiendo saqueos y asaltos en algunos edificios públicos.

—¡Maldición! —vocifera el emperador mientras pega un puñetazo contra la mesa tirando todas las figuras colocadas en ella. Extiende otro mapa esta vez de la ciudad y llama a su prefecto para que se acerque—. Saca a toda la guardia pretoriana y dirígela hacia el puerto, que formen una línea frente a los insurrectos y que permanezcan parapetados hasta mi orden. Y manda un équite al campamento militar para que desplieguen una legión a las puertas de la ciudad. 

—Padre hace siglos que el ejército no entra en Roma. —interrumpe León al padre.            

—¿He dicho yo que entren? —grita molesto el emperador—. He dicho que se prepare, pero si doy la orden... —busca con la mirada al pretoriano—, que entre a degüello y sin miramientos. Además sitúa una pieza de artillería frente al Senado y otras: aquí, aquí y aquí. —Señala diferentes lugares sobre el mapa—. La última bajo este palacio, que dará sin munición la primera salva, tras ella, que respondan el resto. Después que carguen con metralla y pasados unos minutos, sino se ha disuelto la muchedumbre, que descarguen sin contemplaciones, y que la guardia pretoriana ejecute a todo el que quede en las calles. 

Todos los presentes miran con respeto y preocupación al emperador, comprendiendo el alcance de sus órdenes. Ángelo aprieta con su mano el hombre del pretoriano. 

—Y por último, ve tu mismo y alerta a los sublevados de que el emperador ha decretado el toque de queda por tres días, que se disuelvan y vuelvan a sus casas de inmediato, o no quedará nadie con vida en las calles de Roma.

—¡A sus órdenes! —grita visiblemente alterado el prefecto mientras sale a la carrera, cerrando tras de él las puertas.

—Señores, espero que sabrán disculpar este inesperado incidente que solventaremos en unos minutos, si son tan amables de acompañarme. —Señala el emperador hacia un balcón desde el que se puede divisar toda la ciudad—. León, hijo mío, aprende esta lección: con el pueblo hay que mostrarse duro y tajante en estas ocasiones, pero evitar la violencia y el derramamiento de sangre, eso genera odio, resentimiento y desconfianza hacia sus gobernantes entre la población. 

El aludido marca una incipiente sonrisa cargada de ironía. 

—Sin embargo, el pueblo adora a los emperadores que aunque sean injustos, no les tiembla el pulso en los peores momentos, eso les genera seguridad y confianza. 

Desde el balcón, los presentes pueden observar algunos incipientes fuegos que comienzan a avivarse por algunos puntos de la ciudad, principalmente en el puerto, donde ya algunos edificios se retuercen en llamas. El clamor de la muchedumbre se esparce por entre las siete colinas. El emperador sonríe y a una señal suya, tras esperar un tiempo prudencial para que sus órdenes hayan sido llevadas a cabo, el cañón dispara su salva en un repentino estruendo que más parece el de una tormenta; tras él, el resto de piezas de artillería responden a la llamada en un ensordecedor eco que parece escucharse por todo el imperio, tras ellos Roma calla, el fuego de la rebelión se apaga.

—Bien señores, ¿por dónde íbamos? ¡Ah sí! Estábamos en una batalla por ganar —recalca orgulloso el emperador, mostrando una amplia sonrisa por la demostración de astucia y fuerza hacia el pueblo, pero también, hacia los representantes de las markas allí presentes que buscan nuevamente su posición frente a la mesa. 

El emperador ayudado por su hijo vuelve a poner las figuras sobre el gran mapa. 

Legatus, por favor, denos un informe de fuerzas.

Un general, sombrío y enjuto, con el rostro salpicado de cicatrices, comienza su exposición con voz rota:

—Señor, según el último recuento, el Imperio cuenta con doscientas galeras, seis galeazas que disponen de una potente artillería y diferentes naves auxiliares —el disertador va señalando las figuras a medida que sigue con su explicación—, además, contamos con quince legiones, marinería y chusma de remeros y presidiarios; a las que hay que sumar un par de legiones formadas por caballeros de fortuna y aventureros llegados de todos los lugares del Imperio. En total, no alcanzamos los cien mil hombres.

León toma la palabra: 

—Según nos informan nuestros espías, la armada enemiga formada por otomanos y piratas sarracenos cuenta con más de doscientas galeras y casi un centenar de ágiles galeotas armadas con fuego griego, con un total de más de ciento veinte mil hombres. Serán más... pero nosotros somos mejores y estamos mejor armados. 

—León comandará toda la Armada Imperial, pero será el capitán de la Marka Ibérica, Juan de Austria, aquí presente quien, por ser el más experimentado en este tipo de batallas, tomará las decisiones estratégicas y dispondrá la flota para el combate. ¿Alguna objeción? —afirma más que pregunta el emperador. A sus palabras todos callan—. Bien, don Juan su turno...

—Gracias mi Señor por el honor y la responsabilidad que me encomienda —agradece el aludido al tomar la palabra—. En primer lugar hay que unificar a toda la flota en el puerto de Messana donde esperará a la infantería que distribuiremos llegado el momento. —El orador va deslizando barcos y soldados de plomo hasta juntarlos todos en un mismo punto en el mapa—. Dividiremos la escuadra en cuatro cuerpos formando una cruz, dos en el centro y una a cada flanco.  La idea es romper el centro de su fuerza y abrirse para defender los flancos según las necesidades del momento.

—Gracias don Juan —interrumpe el emperador la exposición del orador para continuar él mismo con la exposición—. Recuerden mantener la moral alta de la tropa y la marinería, y aprovisionen las naves con víveres y sobre todo con agua. Notifiquen, también, a la chusma que recibirán el mismo salario que la soldada y se les liberará tras la victoria sin importar el delito que hayan cometido.  

—Avisen, esto es importante, que sus remeros son prisioneros y cautivos imperiales,  para que no se olviden de liberarlos cuando aborden los barcos enemigos, su ayuda puede decantar a nuestro favor la batalla. —León, haciendo un rápido gesto con la mano, lanza las figuras que representa a la armada enemiga estampándolas contra las paredes.

—Nada más camaradas, nos volveremos a ver en Messana para enviar nuestra armada hacia mares otomanos —retoma el emperador la palabra para dar por terminada la reunión, y cruzando su brazo izquierdo con el puño sobre el corazón grita orgulloso—: ¡Roma Vincit!

¡Roma Vincit! —devuelven el saludo todos los presentes.

A mediados de septiembre el puerto de Messana parece un inmenso enjambre de avispas. Los miles de hombres perfectamente organizados por legiones y estas formadas en cohortes avanzan en sincronizados movimientos por el puerto, dirigiéndose cada una hacia su respectiva ubicación en sus correspondientes navíos. Roma entera que tan solo cuatro meses antes apuntaba a una rebelión, se ha desplazado hacia Messana para despedir a su armada invencible entre vítores y alabanzas. A las pocas horas sale la flota como una única saeta lanzada a ras de la superficie, arropando con el blanco de sus velas el intenso azul de un mar entregado. Desde el balcón de su palacio de verano observa orgulloso el emperador como se aleja en el horizonte hacia el levante su devastadora máquina de guerra, sonríe seguro de su incuestionable victoria antes de que se celebre la batalla.

Tan solo tres semanas después la cruz imperial se encuentra frente a la media luna que forma la armada del enemigo quien, a golpes de tambores, salomas y versos de los muyahidines, avanza lentamente con intención de envolverlos. El enfrentamiento es ya, inevitable.

Y justo momentos antes del choque de los dos monstruos marinos, aflora por poniente un inesperado viento que bate con fuerza a la Armada Imperial, que aprovechando el empuje de tan inesperado aliado, se lanza en volada, como lobo sediento de sangre, en un muro fortificado contra el impotente enemigo que se muestra incapaz de detener tal potencia de choque, viéndose desarbolados por todos los flancos. 

Resuena sobre un mar en calma el estruendo de cañones y mosquetes, los crujidos de las naves que se parten en pedazos volando por los aires y los gritos y lamentaciones de los heridos de muerte. Cuerpos desmembrados y esparcidos por las cubiertas y por el mar. Olor a fuego, pólvora y muerte que se derrama desde las naves trabadas entre sí, que más parecen un inmenso y único barco. Y el humo que envuelve todo aquel campo de batalla flotante y que apenas deja ver quién es amigo y quién enemigo, acrecentando la confusión y el incierto devenir de la batalla.

En tan solo cuatro horas, sin apenas bajas de naves y almas, la escuadra imperial aniquila la casi totalidad de la flota contraria, por miles los muertos enemigos y liberados la mayoría de los esclavos prisioneros. La incuestionable victoria se decanta a favor de la alianza romana. Un centenar de palomas mensajeras vuelan con dirección a poniente anunciando la gran victoria conseguida por los suyos. Y por todos los rincones del Imperio se escucha en una única voz el clamor de la alegría contenida, a medida que la noticia se expande a golpe de campanas.

Con gran júbilo los romanos reciben en la capital a los barcos que van regresando. El generoso mar les devuelve a sus hijos para fundirse en lágrimas y abrazos con sus familias. Arribando a puerto, por último, la galeaza de su comandante, el almirante León, el héroe de Lepanto. El emperador lo espera en la dársena para recogerlo entre vítores de sus legiones. Caminan padre e hijo por las calles de Roma recogiendo las mieses de tan incuestionable éxito.

—Ves hijo, el pueblo olvida pronto a titiriteros para entregarse a los guerreros victoriosos. Roma se postra a tus pies y tú eres su héroe. Dales pan, dales circo, pero tráeles también a sus hijos vivos, para que se sientan orgullosos de ellos.

Suben a la cuadriga dorada del emperador, sus corceles blancos relinchan entre la muchedumbre que grita entusiasmada al paso de los héroes. Ángelo levanta el brazo de su hijo para que todos vean la señal de la marka imperial y sepan que será León el único dueño y señor de Roma cuando él se haya ido.

—Vamos al palacio hijo. Ya lo tenía todo preparado para tu regreso. Decretaremos treinta días de fiestas en honor a Marte. Regaremos sus gargantas con el mejor vino de las campiñas y saciaremos sus estómagos con los mejores manjares llegados desde todos los rincones del mundo —va informando el emperador de los actos programados. 

—Como ordenes padre —contesta León eufórico. 

—Abriremos teatros y circos, y recrearemos en el Coliseum una representación de la batalla de Lepanto —prosigue el emperador explicando—. Y... mientras los romanos permanecen embriagados en el exceso de los sentidos, convocaremos al Senado y restauraremos por vía de urgencia la vigencia de la Status Successionis Exceptio. Ha llegado el momento de limpiar el Imperio de ratas indeseables, ya hay demasiadas y están sobrando unas pocas. 

Detiene la conversación el  emperador con su hijo para dirigirse nuevamente hacia todos los allí congregados y gritar con todas sus fuerzas: 

—¡Roma Vincit!

«¡Roma Vincit!» devuelven en una sola voz los romanos.

León se siente cansado por el esfuerzo de la batalla, pero a la vez, completamente satisfecho, orgulloso y pletórico, seguro de tener el imperio a sus pies. Roma come de su mano, el imperio es suyo, ya nada ni nadie se interpondrá en su destino ¿Quién podría ahora contra él?

En un castillo enclavado en una pequeña isla en el mar de Irlanda de la marka Británica, en las fronteras más alejadas del Imperio, escondido entre arrumacos y nanas, un bebé de apenas unos meses de edad duerme plácidamente entre los brazos de una madre entregada y dispuesta a protegerlo contra todos; el niño sonríe feliz e inconsciente del mundo que le rodea y del destino que le aguarda...     

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