XII Lorenzzo
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24 maius 1571
Algunas nubes lejanas que cabalgan por un cielo despejado y claro, llegando desde el mar y apretándose sobre las siete colinas, hacen presagiar la terrible tormenta que rauda se precipita sobre Roma, la capital del Imperio. El frío es intenso pero amortiguado por el calor humano que desprenden los veinte mil espectadores que abarrotan la cávea, formada por un inmenso graderío de veintisiete filas superpuestas de asientos, del inmenso teatro de Pompeyo clavado en el mismo corazón de la ciudad sobre los Campos de Marte. Nadie en la ciudad quiere perderse la adaptación que Lorenzzo el Veneciano ha preparado de la épica hazaña de Ángelo I fundador de la Nueva Roma.
El silencio es sepulcral, la expectación máxima cuando en la última parte de la función, el admirado actor grita ante un decorado superpuesto sobre el porticus que imita al senado de asientos vacíos, llamando a la resistencia de los hijos de la loba como ocurrió mil años antes.
En la orchestra semicircular, enclavada bajo el graderío, el emperador observa desde la primera fila con rostro impertérrito la actuación de su hijo menor; a su diestra su hijo mayor y heredero mira con desprecio a su hermano en una creciente rabia y odio que ni puede ni intenta disimular, no dejó de protestar ni quejarse durante toda la función. A izquierda del señor de Roma, su esposa, la emperatriz Claudia observa con admiración y cariño a su amado sobrino, heredero de la más importante familia que dio la ciudad en toda su historia, la sangre del mismo Julio César corre por sus venas; además, se regocija en silencio ante el malestar que despierta Lorenzzo en su despreciado hijastro; aún así, una mala sensación recorre todo su cuerpo, teme el incontrolado e iracundo carácter del heredero, pero más aún, la reacción que pueda tener su esposo ante la presencia de su vástago menor.
Mientras continúa la función, el actor, dando la espalda a su público y señalando al decorado de tela, grita de viva voz:
«No, no son los bárbaros, estimados padres de la patria, los que pisotearon la libertad de nuestros pueblos, la igualdad entre hermanos, la justicia de nuestras leyes. No, no son ellos los que ahora sitian las murallas de esta ciudad con intención de arrasar nuestras escuelas, academias y teatros, nuestros monumentos y templos, nuestros hospitales, tribunales y edificios públicos. No, no serán ellos los que acabarán con nuestra utopía y nuestro sueño.
»Tampoco fueron nuestras legiones que lucharon como bravos hasta la total aniquilación, ni nuestros gremios, tampoco los maestros y filósofos, ni los poetas, ni los arquitectos que diseñaron una ciudad para la eternidad con tanta devoción y belleza. No, no será ninguno de ellos.
»Seréis vosotros padres de la patria, vosotros los que marchitaréis la flor más bella, despertándonos del abrazo de Morfeo. Vosotros los más elocuentes y preparados, los más dignos, íntegros y honestos, sabios entre los sabios. En vosotros depositó el pueblo libre su confianza y ahora huis con el oro robado, abandonándolo a su suerte. Cobardes, corruptos, traidores».
†
El Veneciano detiene de golpe su disertación, llevando al clímax de la exaltación de miles de almas hambrientas de más que, en incontrolado impulso, rompen en gritos de desbocada rabia de insultos a aquellos a quienes el actor alude. Y en un inesperado pero calculado giro, el único actor que permanece sobre el elevado pulpitum se da la vuelta y estirando su brazo muestra desafiante la marca de su brazo, la misma que tenía el refundador de Roma, y comienza a señalar lentamente a las autoridades que ocupan los asientos de la orchestra, los más distinguidos hombres de la Nueva Roma que conforman la actual Curia: senadores, generales y almirantes, sacerdotes y obispos, pretores, procónsules y cónsules llegados de muchas provincias a lo largo del Imperio.
Callan de golpe todos los presentes antes de que el actor continúe con su chanza:
«¿Cuándo os convertisteis en viejos avaros, corrompiendo los corazones de la diosa más hermosa? destruyendo los principios y valores de los fundadores de esta ciudad que ahora sucumbe; nuestra historia se hundirá con ella. Tanto esfuerzo de tantas generaciones para levantarla, y ahora vendéis a sus hijos como esclavos.
»¿Dónde os escondéis? ¿Para eso queríais tanta riqueza?, ¿de qué os sirve, si nuestra ciudad cae bajo las botas de los bárbaros? ¿Qué seréis?, desterrados en tierras lejanas. ¡No! Seréis esclavos como el resto.
»¿Amasteis alguna vez esta tierra bañada en sudor, lágrimas y sangre de tantos hombres y mujeres libres?
»Yo os maldigo padres de la patria, aquí y ahora, en el mismo lugar donde antes os sentabais para dirigir el mundo, os maldigo. Invoco la justicia de todos los dioses para que vuestros nombres queden malditos en el libro que escribe nuestra historia, para que seáis recordados por siempre como traidores».
†
Cambia el objetivo de su atención el actor, buscando en esta nueva ocasión a los miles de congregados que se agolpan en el graderío y como si les estuviera hablando a ellos personalmente, les reclama:
«Nosotros, los hijos abandonados levantaremos hasta la última piedra de nuestra Ciudad Santa. No importa donde estemos, ni lo que seamos; no tendremos más pensamiento en nuestra cabeza que este de volver a nuestra casa y levantar todo lo que pronto quedará arrasado.
»Escuchadme hijos de la loba, en este momento tomo yo el cayado que guiará a nuestro pueblo en este camino de oscuridad que empieza. Ante el Senado de nuestro Imperio, ante este estrado vacío así yo mismo me declaro emperador de los derrotados, de los olvidados, de los proscritos, de los esclavos.
»Y esto es lo primero y único que os mando:
»A vosotros, los que os escondéis en los bosques y en las montañas, os digo: resistid y nunca desfallezcáis, vivid como forajidos y rebeldes. Vosotros seréis lobos huérfanos que resucitarán de los escombros a la madre que amamantó a todos sus hijos: la Ciudad Eterna. Entregadle hasta la última gota de vuestra sangre.
»A vosotros, los que seréis llevados como esclavos a lejanas tierras, os digo: no sucumbáis ante las humillaciones y desprecios, ni tampoco al perfume de otros aromas. Permaneced siempre orgullosos porque sois lobos prisioneros no perros amaestrados.
»A todos os ordeno que vuestro único pensamiento sea por siempre volver a esta tierra antes de que vuestra vida acabe para poner sobre las ruinas sea siquiera solo una piedra. Para ello no dudéis en hacer lo que sea, porque sobre esto que os mando no hay ley ni amo que valga. Enseñadlo así allá donde estéis a vuestros hijos y a los que nazcan en el destierro, para que no se olvide nuestra lucha ni nuestra historia.
»Así os lo digo hijos de la loba, porque no soy yo el que os lo ordena, es ella la que, desde la lobera donde nacieron todos sus cachorros... llorando os llama.
»Hagámoslo por ella, para que no muera y sea olvidada».
†
Detiene jadeante el actor su alocución con la voz rota por el esfuerzo, y clavando la mirada desafiante en los ojos del emperador, su padre, le regala una media sonrisa dibujada en un rostro sudoroso. Todos los presentes permanecen en contenido silencio, expectantes a la reacción del amo de Roma. Pero el emperador no se inmuta, ni muestra el más mínimo gesto que delate algún sentimiento, ni tampoco aparta la mirada de la de su hijo.
La emperatriz reacciona con rapidez para romper el momento y se levanta con sutileza para dar algunas palmadas que resuenan por el mudo edificio y tras ella, los miles de asistentes la siguen en emocionada aclamación a tan elocuente representación.
El actor se vuelve recoge la capa púrpura para echársela por los hombros, toma el cayado y llevado en voladas por el clamor de los presentes se dirige bajo el vasto pórtico que da paso a una sala cerrada donde los actores emocionados por el éxito cosechado celebran entre vítores y alabanzas a su actor principal, brindando y abrazándose acaloradamente.
En el exterior el hijo del emperador rompe en estallido de rabia incontrolada, reclamando a su progenitor que tome cartas en el asunto.
—Es inadmisible padre. Nos ha insultado, se ha reído de nosotros en nuestra propia cara, delante de todos. Esto ha llegado demasiado lejos, he sido paciente como me pediste y he callado durante todo este tiempo, pero ya no aguanto más ese aire de superioridad de ese bastardo hijo de una loca.
—Tranquilo León, amansa a la fiera que llevas dentro, no entiendes que es solo una función y él, el actor que únicamente repite las palabras que dijo otro en otro tiempo, que hay de malo en ello... —trata de tranquilizar la situación la emperatriz en tono irónico, tragándose su orgullo y su rabia contenida por las ofensas a su hermana como si fueran dichas a ella misma y que la hieren como dagas envenenadas.
—¡Tú!, tú eres... —Se revuelve el heredero ante lo que considera una nueva provocación.
—¡Calla hijo! —eleva el emperador su voz contra la de su preferido—. No lo digas... no caigas en la provocación. Roma entera nos mira. Ya habrá tiempo después de meditar con calma, de darle una solución definitiva a este contratiempo...
—¡Pero padre...! —insiste el hijo visiblemente alterado mientras su progenitor clava en él su mirada. El vástago baja la suya en señal de sumisión—. Está bien padre, tú tienes la última palabra, tú mandas y yo obedezco.
El emperador busca con la mirada a la emperatriz que hace una ligera reverencia, y echando su mano sobre el hombro de su único heredero con voz amable le avisa:
—Vamos, hijo, atendamos a nuestros invitados, muchos han venido desde muy lejos para hablar con nosotros. Se aproxima una batalla, quizás la más importante de los últimos siglos y hay que ganarla sea como sea. Tenemos que prepararnos para la guerra, la supremacía de Roma pende de un hilo, el destino de tu imperio se la juega en ella.
—Sí padre... —responde León controlando su rabia, apaciguando su espíritu.
Los dos hombres marchan mezclándose entre el grupo más selecto de los ciudadanos para departir amigablemente con ellos, saludando efusivamente a todos los presentes como si nada hubiera pasado. Mas la emperatriz es consciente de la tormenta que anunciaban las nubes y tremendamente preocupada busca disimuladamente alejarse de ambos varones, dirigiéndose lentamente hacia la sala donde se encuentran los actores para buscar y alertar a su sobrino.
Pero el león, aunque pueda parecer distraído, nunca deja de acechar a sus presas ni quita ojo a sus enemigos. Y viendo a la emperatriz escabullirse entre la gente en busca de su preferido, la sigue sigilosamente como hace el depredador. De la misma manera el emperador, al darse cuenta de la dirección que ha tomado su hijo, sale tras de él, preocupado por el cariz que está tomando este asunto.
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