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XI Huida

—Olaf, ven a mi lado. —Ragnhild recupera momentáneamente el conocimiento y sumida aún en divagaciones reclama a su hijo a su lado.

—Sí, madre. Estoy aquí, nunca te dejaré. —El joven Olaf se apresura a ir hacia ella ostensiblemente emocionado y a punto de llorar recoge su mano con delicadeza para besarla. 

—Perdóname por no habértelo dicho antes... muchas veces quise contártelo todo, pero guardamos el secreto por tu bien, espero que lo comprendas —dice la mujer con gran esfuerzo, en cada palabra se le van las escasas fuerzas.

—Lo sé, madre. No te preocupes, no pienses ahora en eso, tienes que recuperarte. Tú siempre me has cuidado y protegido, has sido mi hermana y mi madre al mismo tiempo, me has enseñado a ser fuerte y decidido en los momentos difíciles y en las adversidades. Has sido un ejemplo como hermana mayor y una maestra como una madre cariñosa. —El joven se pasa la manga de la camisa por los ojos para limpiarse las lágrimas que brotan de sus ojos.

—No aceptes que nadie te diga que eres un bastardo o un hijo del pecado. Tú eres hijo del amor de tus padres, nosotros nos entregamos libremente, y de nuestra unión tú fuiste engendrado en un acto puro y sin mancha alguna. Tú no eres un hijo ilegítimo, eres un príncipe, hijo de una princesa, nieto de un rey, y en tu brazo llevas la marca de los emperadores de Roma. —El esfuerzo acaba por agotar a Ragnhild que termina nuevamente por caer en un profundo sueño. Su rostro resplandece denotando paz y serenidad por haber podido descargar por fin el peso que la afligía.

—¡Madre! —Parte en lágrimas el joven Olaf.

—Deja que siga descansando y se recupere —comenta el rey mientras le da a la mujer de beber y seca el sudor de su frente.

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer Olaf? —pregunta contrariado el joven abrumado por las circunstancias—. No quiero seguir encerrado aquí toda la vida, necesito salir, conocer mundo, crecer y aprender fuera de estos muros. Esta fortaleza es mi refugio pero también mi prisión. Quiero salir, no aguanto más aquí.

—Saldrás, digo que si saldrás. No puedes permanecer por más tiempo aquí, tu vida está en grave peligro y éste ya no es un lugar seguro para ti —confirma el abuelo—. Cuando llegue a Londinium el regalo que le hizo tu madre al princeps de la Británica, te aseguro que le faltará tiempo para venir a hacernos una visita de cortesía y agradecimiento por haberle quitado una mosca cojonera de encima, mas también, a husmear como un zorro.

—Pero... ¿Cómo va a poder descubrirme si tengo mi brazo protegido? —Busca el joven Olaf a su abuelo.

—La pasada noche, antes de que se fuera el barco del difunto Jacobo. ¿No sentiste escozor o quemazón en tu marca?

—Sí, es cierto. Lo comente con maese Nicolás, pero me dijo que era por la humedad. En esta isla parece ser que todos los males se deben a la humedad. —Sonríe el joven.

—Pues era debido a que otro como tú se encontraba cerca. Cuando dos markados se juntan las marcas reaccionan de esa manera. Y si el Princeps o su heredero vienen a este castillo, sentirán tu presencia rápidamente. Aunque nos fuéramos tu madre y yo a Douglas, la capital, buscarán alguna excusa para venir aquí. —El rey menea preocupado la cabeza negando—. No, este ya no es un lugar seguro para ti. Ni en ningún lugar de la británica lo estarías. Antes o después te encontrarían.

—¡Pues vayamos a Roma! —propone el joven Olaf con agilidad lo que considera la mejor solución—. Vayamos a Roma y habla con el emperador. ¿No es él tu amigo? Él te escuchará, le contamos lo que ha pasado y seguro encuentra una solución...

—Pero mira que eres inocente Olaf, hijo de mis entrañas. Más cabestro incluso que yo, diría tu madre. Pero no te dije antes, que el heredero del trono mató a su hermano, tu padre —insiste con curiosidad el abuelo—. ¿Qué crees que haría contigo? ¿Piensas que después de todo eso, te va a acoger a ti entre sus brazos con cariño? O por el contrario, ¿no crees que sería más posible que desconfiara de ti y tus intenciones y se decidiera por matarte a ti también?

—Yo, yo... —No sabe que responder el joven Olaf, abrumado por el contundente peso de las alegaciones del rey.

—Y tú... ¿Le tratarás como si nada hubiera pasado? ¿Le aceptarás sabiendo que el mató al hombre que te dio la vida? ¿Qué te negó la presencia de un padre en tu vida? ¿Qué harías joven príncipe? —Busca el rey con tremenda curiosidad la reacción de su nieto a tales preguntas.

—Yo, yo... —Comienza a reaccionar Olaf, observando y comprendiendo las sensaciones de ira,  de rabia que nacen de su interior; de fuego que le abrasa en una incipiente sed de venganza—, le mataría antes si pudiera —responde categóricamente y con rotundidad el joven.

—Bienvenido al mundo de los mayores, príncipe Olaf, hijo de Ragnhild, hija de Olaf el Rojo, rey de Man y las Islas. Te dije que esta noche te harías un hombre y ya, lo eres. —Rompe en escandalosa carcajada el rey que resuena por todo el castillo. Coge a su vástago por los hombros, apretándole con fuerza y con la voz quebrada por la emoción y la pena le habla con delicadeza—. Vamos, despídete de tu madre, quizás no vuelvas a verla nunca más. Tenemos que irnos.

—Abuelo yo... —Trata de resistirse el joven.

—Hazlo como un hombre, sin lágrimas. No entiendes que, es mejor para ella no estar consciente cuando te vayas, porque quizás de estarlo, después de todo lo que ha pasado, no podría soportarlo y moriría al verte marchar de su lado. —Aprieta los dientes el rey controlando el dolor de su corazón.

—Tienes razón abuelo. Es mejor así. —Se acerca con sacro respeto y cariño a su madre, guardando en su memoria el reflejo de su rostro en las retinas vidriosas de sus ojos, pega sus labios para besar su frente y despedirse—. Adiós hermana, ha llegado el momento de mi partida, ese que tú sabías que llegaría y que por amor me ocultaste. Te prometo que seré un hombre digno de ser tu hijo, seré honesto e íntegro y que aplicaré todo lo que me has enseñado. Espero poder volver algún día para contarte lo que fue de mí vida. Adiós mamá, te quiero.

El joven Olaf se da la vuelta para dirigirse hacia su habitación. 

—Abrígate bien y guarda en un zurrón lo imprescindible para un largo viaje, ve siempre ligero de equipaje. Te espero fuera, en el patio de armas —ordena el abuelo. 

Olaf busca entre sus pertenencias aquello que considera imprescindible, se echa su abrigo de piel de foca para protegerse de la humedad y el frío, su sombrero de ala larga para no mojarse con la lluvia; y en un zurrón guarda algo de comida, su navaja, una bolsa con monedas, sus mapas, una pluma de ganso, un bote con tinta de calamar y algunas hojas sueltas; está tan nervioso que no sabe que más coger, aprieta bien sus botas largas de cuero y sale corriendo hacia el exterior.

En el patio de armas le espera el abuelo subido a su caballo, y su poni preparado para montar.  

—¡Sube! Vamos a dar un paseo.

Olaf se estremece al salir, el frío invade su cuerpo a pesar de la ropa que lleva puesta, el aire helado golpea su rostro. La incipiente lluvia que cae desde unos oscuros nubarrones alertan del inicio de una potente tormenta a punto de descargar. El joven no se amedrenta y de un salto sube a su querido poni, su único compañero de muchos paseos por el campo.

Los dos jinetes salen de la fortaleza alejándose del pueblo. El rey marca el paso y el nieto solo le sigue de cerca, permanecen por un buen rato sin cambiar palabras, cada cual sumido en sus propios pensamientos.

—¿Sabes lo que haría el emperador si nos viera aparecer por Roma?

—Ya no sé qué pensar, la verdad —responde el joven, confundido y recuperado de su ensimismamiento.

—¡Te lo diré...! Haría lo mismo que yo, lo mismo que hace un lobo para proteger a su lobezno. Me exigiría, para comprobar mi lealtad, que te diera muerte yo mismo delante de él. Si me negase nos mataría a todos; y aún quitándote la vida, seguramente también nos mataría porque sabría que he dejado de ser un amigo y aliado para él.

—Sí, supongo... —balbucea el joven—. ¿Dónde vamos abuelo? No sé adonde me llevas.

—Tranquilo, ya estamos llegando. Recuerda siempre esto príncipe Olaf, ahora eres un apátrida, no eres de ningún sitio, tendrás que estar siempre vigilante, no te fíes de nadie, tu brazo vale tu peso en oro. Todo el Imperio es territorio hostil para ti, y el emperador y su bastardo son tus peores enemigos. A partir de ahora estarás solo.

—Entiendo...

El silencio los envuelve nuevamente hasta que el rey detiene su montura justo delante del gran acantilado. La tormenta arrecia con fuerza, un rayo rasga el oscuro cielo y abajo las olas golpean enfurecidas contra las rocas. El caballo del rey resbala ligeramente por el suelo empapado, relincha nervioso al reconocer el peligro frente a ellos.

El rey baja de su corcel y busca al joven, lo coge de los brazos para descabalgarlo también y se funde con él en un fuerte abrazo. El príncipe le mira curioso, sin saber, pero no dice ninguna palabra.

—Quítate la ropa, y ponte ésta. —Saca del interior de su abrigo un paquete y lo entrega a su nieto—. Date prisa o te congelarás.

El joven hace caso, se desviste con rapidez y abre el paquete para encontrar un traje negro, como si fuera hecho a su medida. Mientras se lo va poniendo pregunta al abuelo:

— ¿De quién son estas ropas? Me quedan perfectas y son muy cómodas.

—Fueron de tu padre, ahora son tuyas. Tu madre las guardó como un tesoro, quería que las tuvieras tú, y ahora ha llegado el momento de que así sea.

El abuelo recoge el abrigo y el gorro de su vástago, se los pone, y le sube de un tirón a su propio caballo. Recoge la ropa que hay por el suelo, la coloca entre la silla del poni y le da una fuerte palmada en las ancas. El desprevenido animal que no esperaba el golpe echa a correr asustado hacia adelante, resbalando por la pendiente para precipitarse por el barranco sobre el mar embravecido.

—¡No abuelo! Era mi... —grita con desesperación el joven.

—Ya no te hará falta. Ahora pica al caballo y no pares hasta llegar a Douglas, busca en el puerto un barco que te lleve hacia la Ibérica y desde allí procura coger otro que te lleve a las tierras del Nuevo Mundo. —El rey acentúa sus palabras para que el nieto preste atención—. No vayas a las colonias del norte que se reparten los francos y los britanos, ni a las tierras del sur que pertenecen a los ibéricos. Busca en las islas del centro, son tierra de nadie. —El rey hace un pequeño inciso para respirar profundamente—. Si te llegan noticias de que la situación ha cambiado por aquí y está todo más tranquilo, regresa, estaremos esperando tu retorno.

—Olaf yo...

—No digas nada, es mejor así. pica al caballo hasta llegar a la capital, no tardarás mucho, antes de llegar lo sueltas, él conoce el camino de vuelta a las cuadras.

—¿Y tú?

—Yo regresaré andando al castillo, diré que un rayo asustó a nuestros caballos y que el tuyo se precipitó por el acantilado llevándote consigo. Organizaremos un rescate y encontraremos lo que quede de tu poni y tu ropa. Después de la búsqueda te daremos por desaparecido y nadie más hablará de ti. Es lo mejor para todos...

El joven Olaf azuza a su caballo y sin mirar atrás, lo dirige hacia la capital; no tarda en llegar a las afueras de la Douglas, suelta al caballo como le había dicho su abuelo, y entra con prisas a la ciudad en busca del puerto. Se fija con detenimiento en algunos barcos de diferentes lugares que cargan o descargan mercancías. Enfoca su atención en uno con bandera de la península del sur.

—¡Eh señor! —llama la atención del capitán que sobre la torre del puente de popa dirige las operaciones de carga—. ¿Acepta a un grumete a bordo?

¿Tienes experiencia en la mar? —pregunta el capitán sin mucha convicción, mirando de reojo,con cara de malas pulgas, al recién llegado.

—¡Oh por supuesto señor! He salido a pescar los arenques y con los balleneros me he echado a alta mar para cazar a esos monstruos marinos y luego me he metido en su cabeza para extraer el espermaceti y también...

—Sí, sí ya veo que tienes experiencia, hablas demasiado mocoso. —Clava con mayor atención la mirada en el joven que espera atento en la dársena—. Llevas buenas ropas para querer embarcarte en una galera de mercancías, pareces una señoritinga refinada.

—Usted ya conoce la ley del mar, cuando se produce un naufragio lo que el mar arrastra a las costas es del que lo encuentra. Aquel desgraciado ya no las necesitaba... —Trata con rapidez de encontrar una respuesta.

—Sí, ya sé a lo que se dedican esos carroñeros de costa. —El capitán escupe sobre la dársena y se santigua—. Malditos, algunos ni siquiera esperan que mueran los desdichados que tienen la mala suerte de naufragar en estas playas. Dios nos libre de hundirnos por estas costas.

—¿Entonces, señor...?

—Está bien. Siempre vienen bien unos brazos fuertes, además, así terminaremos antes y nos iremos pronto de esta maldita isla de ratas. Ya echo de menos el calor de mi tierra y la alegría de sus mujeres. —El capitán señala a un grupo de hombres que portan algunos barriles—. Ponte a cargar con el resto de la tripulación; en cuanto esté todo dentro nos vamos. Prefiero enfrentarme a la tormenta que quedarme aquí por más tiempo.

Zarpa «la Isabela» dirección Sur con el joven Olaf a bordo. Desde el castillo de proa ve alejarse su isla, su mundo, sus seres queridos, su pasado. El corazón le palpita acelerado de la emoción, por tantos cambios en tan poco tiempo. Se siente triste y a la vez feliz ante un futuro incierto al que se precipita, nervioso ante lo desconocido que ha de venir, emocionado por las aventuras por vivir, pero sobre todo libre... 

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