Puerto Pirata
Olaf
Hacía siete años que el joven Olaf había abandonado a su familia y la cómoda vida en el castillo de una insignificante isla del mar de Irlanda; sin más remedio, tuvo que escapar acompañado únicamente de sus recuerdos y secretos para adentrarse solo en un nuevo mundo, en una forma de vida diferente que le había transformado casi por completo. Aquel muchacho de quince años tímido y reservado había crecido rápidamente para convertirse en el hombre valiente y decidido que era ahora.
Las dificultades y necesidades le habían empujado a llevar a cabo pequeños delitos para sobrevivir en un entorno hostil, aquello le había traído grandes problemas y le había empujado a una vida fuera de la ley junto a otros proscritos y perseguidos, pero le ayudó a encontrar refugio y un hogar en un barco pirata, la fragata Fantasma, en la que se sentía cómodo y feliz.
El capitán de aquel bajel, un hombre bravucón y pendenciero, había puesto sus ojos en Olaf por sus habilidades y conocimientos, pero a la vez, le hacían desconfiar de él, intuyendo que aquel guardiamarina de ojos verdes como esmeraldas y pelo rojo como el fuego no era un simple truhán como muchos otros que había conocido.
En un giro inesperado de la historia, el amor verdadero golpeará como bala de cañón en el corazón del joven marino, motivando nuevos cambios en la forma de entender su desenfadada vida, avivando recuerdos y fantasmas del pasado, y llevándole a tomar decisiones que precipitarán acontecimientos que lo desenmascararán y lo arrastrarán, como fuertes corrientes marinas, a afrontar su inevitable destino.
Imperio
El resurgimiento del Imperio romano había desenterrado leyendas que hablaban de antiguas vías terrestres que llegaban hasta el otro extremo del vasto continente asiático, alentando a aventureros y exploradores que, financiados por ricos comerciantes, se adentraron en aquellos territorios olvidados en busca de la tan preciada seda y las riquezas de aquellas lejanas tierras de la China.
En poco tiempo, la ambición romana había abierto un camino relativamente seguro hacia aquellos lejanos territorios, la larga «Ruta de la Seda» unía Occidente con el Extremo Oriente en un constante y lucrativo intercambio de mercancías y conocimientos, y propició el asentamiento al otro lado del mundo de una nutrida colonia romana en un isla que pasaría a llamarse Taivoan, en honor al pueblo autóctono que la habitaba.
Pero el surgimiento del Imperio sarraceno primero y sobre todo el del otomano después, habían estrangulado este importante flujo comercial, dejando incomunicada a Roma con su preciada colonia allende los mares. Para mayor preocupación, las escasas noticias que llegaban de la colonia eran alarmantes: las tribus que habitaban las grandes estepas del norte se habían unido bajo el mando de un gran general, Gengis Kan, habían traspasado las fronteras que marcaban la gran Muralla China y ocupado las principales ciudades del norte del país. Tan solo el heroico esfuerzo de las legiones coloniales de Taivoan, que acudieron en ayuda del ejército chino, pudo detener al ejército invasor. Pero un nuevo enemigo despertaba desde el este, el Imperio del sol naciente, se expandía por las islas del sur y desembarcaba en la península de Corea, apretando aún más a la colonia romana y a sus aliados chinos.
El emperador de Roma, incapaz de acceder por la ruta terrestre del este, acuciado por la desesperada situación de su colonia y animado por los nuevos avances en la navegación marítima, había enviado una expedición con intención de abrir un paso seguro por el oeste que solventara de una vez por todas ésta grave situación. Pero lo que no se esperaba, era que encontraría nuevas tierras hasta ahora desconocidas.
Durante algunos años pudo mantener en secreto tan importante descubrimiento a sus aliados de las markas, lo que le permitió ganar tiempo y explorar con antelación aquel vasto territorio, dividiéndolo en tres grandes extensiones: Itálica del Sur, Central y del Norte. Pero incapaz de desplazar a las tropas que defendían las fronteras con los sarracenos y los otomanos, el emperador Ángelo XVIII decidió ocupar algunas islas del Caribe y la parte central que unía, en una estrecha franja, las dos partes de aquel inmenso e inexplorado continente; asegurándose un paso directo hacia su gran objetivo, el gigante asiático. Y para conseguir estabilidad en los nuevos territorios, llegó a diferentes acuerdos de protección y comercio con los grandes imperios vecinos: los incas al sur, las ciudades mayas y el Imperio azteca al norte.
Para cuando aquel inesperado descubrimiento era ya un secreto a voces y la noticia había corrido como pólvora por todo el Imperio, los aliados europeos molestos por haber sido excluidos, exigieron al emperador su derecho a ocupar los nuevos territorios, amenazando incluso a actuar cada uno por su cuenta si fuera necesario. Ante este nuevo conflicto, el emperador llamó a los princeps aliados a la capital del imperio para negociar el reparto de las nuevas tierras; pero estos, desconfiados y temerosos de las posibles acciones que pudiera tomar el rey de Roma, como ya ocurrió en otras épocas históricas, decidieron reunirse en la capital del estado independiente de los Países Bajos.
Tras varias negociaciones, los máximos mandatarios de las diferentes markas y el mismísimo emperador de Roma acudieron a la firma del Tratado de Ámsterdam, donde se acordó el reparto de los nuevos territorios. Por su parte el Imperio se reservaba la Itálica Central, las islas del Caribe y la protección, el comercio y el vasallaje de los pueblos fronterizos. Las Markas Franca y Británica se repartirían la Itálica Norte y la Ibérica la Sur, por su parte los Países Bajos podrían fundar trece colonias en cualquier lugar del mundo a su libre elección, mientras que los germanos sumidos en una cruenta guerra contra la Confederación eslava permanecerían excluidos del reparto hasta resolver sus conflictos.
Una vez más, el emperador se salía con la suya y había asentado los cimientos para alcanzar su gran objetivo, establecer un corredor que le acercara a las codiciadas tierras del Extremo Oriente, además, el matrimonio concertado de su hijo y heredero con la hija de la emperatriz de la China se lo servían en bandeja, sin necesidad de embarcarse en una costosa guerra lejana.
El legado que dejaría a su hijo tras su muerte se extendería por tres continentes, siendo el imperio más grande que jamás vería la Historia, y Roma sería definitivamente la capital del Mundo... O al menos eso creía él.
Pero un nuevo contratiempo surgía en los nuevos territorios del Imperio, aquel paraíso salpicado de islas desconocidas estaba siendo utilizado para el asentamiento de muchos marginados y perseguidos del Viejo Continente que habían encontrado en aquellas inhóspitas tierras, el lugar perfecto desde donde atacar a sus barcos cargados de mercancías, plata y oro, para luego esconderse como fantasmas marinos sin ser descubiertos.
Mas la gota que colmó la paciencia y echaba por tierra todos las expectativas del emperador no fue otra que la desaparición en aquellos mares de la princesa de Oriente que debía llegar a Roma para el enlace ya programado con su hijo y heredero.
El tiempo corría en contra del viejo emperador, su vida se acababa y si no era capaz de solucionar con rapidez este percance, la estabilidad y el futuro mismo del imperio más grande del mundo podrían acabar abruptamente.
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