IX Markado
El enorme hombre carga con facilidad el cuerpo de su hija inconsciente, con ternura la lleva como si fuera una frágil y delicada pluma por el pasillo hacia su habitación. El joven Olaf camina a su lado envuelto en lágrimas, cogido de una mano de la mujer, tratando de asimilar toda la información que ha recibo en tan poco tiempo, preocupado por la madre pero acosado por un mar de dudas que le golpean y arrastran al comenzar a conocer todos esos secretos.
Alertadas por maese Nicolás, un par de doncellas tenían todo preparado en la alcoba y habían pasado un calentador de camas metálico con brasas cogidas de la chimenea para que las sábanas y mantas estuvieran calientes antes de meter a la enferma en su interior.
—Tiene mucha fiebre, iré a buscar al médico del pueblo —advierte preocupado el maestro mientras sale precipitado de la habitación.
—Está bien, date prisa —le responde el rey mientras cubre a la princesa con el camaje.
—Le haré un té de hierbas calentito, le sentará bien al estómago —dice una de las asistentas.
—Buena idea —resuelve nuevamente Olaf—. Ahora por favor, déjennos solos, quiero hablar a solas con mi hijo —su tono serio y preocupado asusta a las mujeres allí presentes que salen a toda prisa, cerrando tras de ellas la puerta.
—Padre, digo abuelo... ¿tú sabías esto?
Olaf menea la cabeza negando y comienza a contar su nieto:
«¡No! No tenía ni idea. Supe que en nuestro viaje de regreso venía preñada como habíamos planeado, pero apenas habló nada en todo el trayecto que, por otro lado, se hizo más largo y duro que el que nos llevó a Roma. Ella se refugió en los libros para no pensar, se tiraba largas sin dejar de leer. Lo pasó muy mal durante ese tiempo, a su situación anímica había que sumarle la dureza de un viaje agotador, motivado por un mar embravecido que, incluso en algunas ocasiones, nos arrastró hacia tormentas con olas de más de diez metros. Pareciese que el mismo Poseidón estuviera en nuestra contra y descargó contra nosotros toda su ira. Ella apenas comía y no dejaba de vomitar. Pero incluso desde antes de que nacieras, ya eras un valiente marino, te agarraste a sus entrañas con todas tus fuerzas y ni un huracán te habría sacado de ella».
El rey suelta una sonora carcajada mientras coge desprevenido a su nieto entre sus brazos balanceándole como a un muñeco. Es consciente de que el tiempo junto a él se agota y pronto tendrá que despedirse para no volver a verle más. Tantas sensaciones, tantas emociones contrapuestas pueden doblegar hasta al hombre más duro y fuerte.
—Pero... ¿no le preguntaste nada en todo ese tiempo? —insiste el joven, intentando sonsacar cualquier información por pequeña que fuera.
—No, yo tampoco la quise preguntar, uno ha de saber cuando alguien no quiere hablar de un tema, es mejor dejarlo pasar y esperar pacientemente a que quiera abrirse, como lo ha hecho ahora, después de quince años —habla con ternura el rey, como un padre hace con su hijo, mientras pasa un paño empapado de agua húmeda sobre la frente de su hija, apartando los cabellos de la frente—. Recuerda esto joven Olaf, no trates de obtener información en momentos delicados, solo procura estar al lado de esa persona si realmente te importa y dale todo tu apoyo, pero sé paciente y comedido.
—Sí, abuelo, ya sé. Pero algo sabrás, algo te habrá contado mi madre de él —insiste ansioso el joven, denotando gran interés.
—No, hasta ahora nunca me había hablado de él. Cuando regresamos, ya estaba de bastantes meses y aunque se guardó mucho de mantenerlo fuera de la vista de todos, a mí no podía engañarme, yo sí podía ver como su cuerpo iba cambiando. —Sonríe el Rojo—. Mi niña pequeña había crecido en el poco tiempo que estuvimos fuera de nuestra casa. Se hizo mujer. ¡Ay esa mala pécora de Claudia! ¡Si le llega a pasar algo a mi princesa, quemo Roma contigo dentro!
—¡Pero abuelo! Ella fue muy buena con Ragnhild, la cuidó y ayudó en todo momento.
—Lo sé hijo mío, pero aún así, si algo le hubiera pasado, no sé que hubiera hecho...
—Lorenzzo... Lorenzzo... —la mujer detiene la conversación de ambos varones mientras susurra inconsciente y agitada unas palabras, repitiendo un nombre. El recuerdo de aquellos días felices ha atraído a los espíritus del pasado.
El padre busca nuevamente a la hija, preocupado pasa nuevamente el paño humedecido por su frente. El joven Olaf se echa sobre ella para agarrarla con fuerza.
—¡Ahora no! No te la lleves Muerte. Déjala aquí con nosotros, la necesitamos... —Suelta el rey por primera vez en mucho tiempo unas lágrimas.
Durante un rato se hace un profundo silencio, roto por el lamento del viento que ruge con fuerza en el exterior y que de un golpe abre la ventana entrando dentro, llevándose con él los fantasmas. El joven Olaf corre a cerrarla. La princesa resopla, parece más calmada, para continuar sumida en un profundo sueño.
—Abuelo. ¿Quién es Lorenzzo? —reclama nuevamente respuestas el joven.
El mayor guarda silencio mientras trata de recomponer sus ideas.
—Ahora ya empieza a cuadrarme todo, ahora comprendo...
—¿El qué abuelo? ¡Oh Olaf por el amor de Dios! ¿Puedes comprender por lo que estoy pasando? ¿Puedes imaginarte la confusión que hay en mi mente? Todo lo que pensaba que era ha cambiado de repente, y yo, yo... no sé qué pensar ahora... —eleva la voz el joven superado por los acontecimientos.
—Está bien Olaf. No nos queda mucho tiempo y cuanto más sepas, mejor será para tu propio bien. Hoy tendrás que tomar decisiones muy importantes para ti, hoy te convertirás definitivamente en Adulto. Así que será mejor que hablemos de hombre a hombre. —El rey se sienta en la cama para coger la mano de su hija.
El muchacho le mira con cara de asombro, frunce el ceño y aprieta los dientes para recibir con entereza todo lo que tenga que escuchar, lo que le diga su rey.
—Al poco tiempo de que tú nacieras, llegó una desgraciada noticia. Un mensajero venido de Roma pedía hablar con tu madre. Al principio yo me negué, pero él insistió, decía venir enviado por la emperatriz Claudia y tenía que dar una carta en mano a la princesa Ragnhild y solo se la daría en persona. —Olaf hace una pausa, buscando a su hija con la mirada—. Al enterarse de la noticia de la llegada del emisario, tu madre apareció de repente en el salón donde nos encontrábamos y presentándose exigió la carta, la abrió, la leyó, la echó al fuego, dio varios pasos y cayó desmayada.
—Pero... ¿Qué decía la carta, abuelo? —interrumpe el joven la conversación.
—¡No lo sé! ¿Cómo quieres que lo sepa? No te estoy diciendo que la tiró al fuego. ¿Es que no me escuchas? —recrimina el mayor algo molesto.
—Está bien, disculpa, pero continúa contándome...
El mayor le da un coscorrón al menor en el colodrillo.
—¡Ah! Abuelo eso ha dolido. Como te dé yo uno, ya verás —protesta el joven.
—Bueno. ¿Quieres que siga o no? —El rey sonríe.
—Sí, por favor...
—Pues prométeme que no me vas a interrumpir más.
—Está bien, te lo prometo.
—¡Vale! Un par de doncellas se llevaron a tu madre ayudadas por el maestro Nicolás. —Detiene de súbito la conversación mientras se atusa la barba, perdiéndose entre divagaciones—. Ahora que lo pienso, ese endiablado canijo también fue maestro y confesor de tu madre antes de que tú nacieras... No puedo imaginar cuántos años tendrá, era yo un niño y mírale, está mejor que todos nosotros...
—¡Olaf! —grita enfadado el joven.
—Está bien, disculpa se me fue el santo al cielo. Como te iba diciendo, se llevaron a tu hermana, bueno, a tu madre, todavía no me acostumbro a...
—Abuelo... —suplica desesperado el joven.
—¡Ah, sí! Perdona. Como te iba diciendo... se llevaron a tu madre y yo, astutamente, me quedé con el recién llegado. Claramente aquel hombre no sabría nada del contenido de la carta, pero por seguro me podría dar información importante de lo que estaba pasando por Roma. Así que le regué bien con nuestro mejor hidromiel para que se sintiera cómodo y se soltara del pico.
—¿Y? ¿Qué te dijo? Se agarra suplicante Olaf del brazo del abuelo.
—Hablaba por los codos aquel hijo de... Roma. Me habló de su familia, de su trabajo, de sus penalidades...
—¡Ya! Pero eso no me interesa, ve al grano por favor.
—Está bien. Me contó que Roma estaba revuelta, que había habido disturbios y que incluso el ejército tuvo que salir a las calles a poner orden. Al parecer, el hijo del emperador, el heredero al trono, había matado en un duelo entre markados a un famoso actor de teatro adorado por las masas y al que acusaba de alta traición al Imperio. —El rey detiene la conversación mientras menea la cabeza en señal de desagrado.
—Lorenzzo... ¿Verdad abuelo? Él era mi padre...
—Sí, me temo que sí, Joven Olaf. Lorenzzo el Veneciano hijo de Patricia, la tercera mujer del emperador y hermana mayor de Claudia, quien se suicidó, parece ser sumida en una depresión por el amor a un esclavo griego. Las malas lenguas dicen que fue el mismo emperador quien acabó con su vida y la de su amante mientras trataban de huir... ¿Quién sabe?
Un nuevo silencio se hace en la habitación, aprovechado por el padre para acomodar a su hija.
—¡Qué dura e injusta es la vida para las mujeres en este mundo dirigido por varones! Todo lo que han de sufrir por nuestra locura.
Pero el joven Olaf no da descanso al mayor, tanto es lo que quiere saber.
—Y... ¿Claudia se casó con el asesino de su hermana? No me lo puedo creer. ¿Cómo pudo?
—Son razones de Estado, algún día comprenderás los motivos que llevan a un buen gobernante a tomar decisiones que no son de su agrado por el bien de su tierra y de su gente. Claudia tuvo que casarse con el emperador para no deshonrar a su familia y restablecer el equilibrio roto por los actos de su hermana. Ahora, ahora me doy cuenta... —detiene nuevamente el padre la conversación.
—¿De qué abuelo? ¡Dime!
—De que si hubiera obligado a tu madre a casarse con alguno de esos patanes, la habría hecho una desdichada. No es que su vida haya sido un camino de rosas, pero al menos, ella tuvo la oportunidad de elegir y tomar sus propias decisiones, por dolorosas que hayan sido. Será una gran reina cuando yo no esté, puedo marchar tranquilo cuando me llegue el momento.
—No digas eso Olaf, tú estarás siempre con nosotros, somos una gran familia unida, siempre estaremos juntos —afirma el joven echándose en brazos del mayor.
—No, no podemos. Tenemos que adelantarnos a los acontecimientos, ha llegado el momento de tomar la decisión más difícil, esa que nunca quise que ocurriera pero que inevitablemente sabíamos tu madre y yo que llegaría. —El rey se pone en pie, su semblante torna serio y molesto, consciente de la importancia de lo que ha de decir.
—¿Qué decisión...? ¿De qué hablas?
—Eres un markado y eso, en estos momentos, lo cambia todo....
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