III Roma
«Cuando todavía era una niña llegaron a nuestra capital numerosos embajadores trayendo regalos y ofertas de matrimonio, venían señores de la guerra, buscadores de fortuna y príncipes de otros reinos de la Britania y de los Pueblos del Norte; hasta del continente, de las markas Franca, Germánica e Ibérica y de otros lugares lejanos y exóticos; incluso el princeps británico, nuestro señor, reclamó mi mano para su primogénito. Todos querían sumar nuestras islas a sus dominios y el prestigio de Olaf el Rojo a sus apellidos dinásticos y a sus escudos heráldicos. La única hija y heredera de una antigua dinastía de guerreros y marinos vikingos era un preciado botín que todos deseaban; pero nadie, ninguno de los que vinieron pensaba en mí, en mis deseos, mis sueños y aspiraciones. Yo solo era para ellos un trofeo que serviría para decorar sus castillos y una res que pariera sus vástagos mientras ellos se dedicaban a la guerra...».
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La llegada del maestro del joven detiene la exposición por un momento. Entrega un vestido a la dama que sin el más mínimo pudor se cambia frente a su padre e hijo, dejando ver un hermoso cuerpo de curvas voluptuosas y rostro angelical con largos cabellos cobrizos. Recoge la ropa que se ha quitado y con desdén la echa al fuego para que arda con su desprecio, para servirse a continuación una copa de hidromiel que bebe de un sorbo. y sin darse un respiro se escancia otra para beberla igualmente y continuar narrando sus recuerdos.
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«El cabestro de tu abuelo, lejos de poner freno a tanto despropósito, gustaba exhibirme y pasearme como un bello y frágil pajarillo por torneos y justas, lo que acrecentaba aún más los deseos de mis pretendientes. A tal punto llegó esta locura que algunos de ellos se enzarzaron en combates y duelos a muerte, incluso los enfrentamientos llegaron a disputas entre diferentes reinos. El emperador viendo que la cosa iba a más y que el asunto empezaba a convertirse en un problema de estado que implicaba a todo el Imperio, hizo llamar a Olaf a Roma con intención de buscar entre ambos una solución a tanto desatino. Fue entonces cuando tu abuelo aquí presente, que del arte de la guerra sabrá mucho pero de política es más bien cortito, empezó a comprender la dimensión que había tomado el asunto y abrumado por las circunstancias, me pidió, por primera vez, mi opinión al respecto».
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La bella mujer toma de nuevo un respiro para rellenar su copa y la de los tres hombres que la miran atentos y asombrados.
—¿Estuviste en Roma? Yo también quiero ir, ya le dije a padre, bueno, al abuelo, que me gustaría ingresar en la Armada Imperial y ser un gran almirante...
—¡Calla y bebe hijo mío! En verdad que hablas por los codos, me recuerdas a tu abuela que hasta en su lecho de muerte no dejaba de parlotear y dar órdenes —espeta sin contemplaciones al joven, deseosa de contar su historia guardada en sus entrañas durante mucho tiempo.
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«Yo, por aquel entonces, aunque solo tuviera diecisiete años y pudiera parecer una inocente y desvalida señorita, ya había planeado mi propia estrategia y desplegado a mis cortesanas por diferentes lugares del Imperio, principalmente en Roma, para que recabaran información que me pudiera ser de utilidad, además de que preparan mi llegada a la capital. Por nada de este mundo estaba dispuesta a ser moneda de cambio y desposarme con alguno de esos infames, antes abrazaría la muerte que acceder a un matrimonio concertado. Muy por el contrario, mi deseo e intención siempre fue y es, heredar y gobernar nuestras tierras sin entregarlas ni compartirlas con ningún patán venido de fuera. Son mías y me pertenecen por sangre y derecho».
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Nuevamente detiene su exposición para buscar con la mirada al padre que la observa con admiración y orgullo, y visiblemente emocionada y eufórica por los incipientes efectos del alcohol continúa con su exposición.
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«De esa manera preparamos nuestro viaje, organizando cuidadosamente nuestra flota formada por dos knarrs heredadas de nuestros antepasados vikingos que servirían para cargarlas de mercancías que iríamos vendiendo en la larga travesía y una urca de combate para la protección de la expedición. Y con los idus de quintilis partimos con buenos vientos, parando en los puertos principales que encontrábamos a nuestro paso, de Douglas a Plymouth para dirigirnos al portus de la Luna en Burdigala ya en el continente y de allí al portus Victoriae, Brigantium y Gades, cruzando las columnas de Hércules para entrar en el Nostrum Mare, poniendo rumbo hacia el África romana por Hipona para dirigirnos a la isla de Caralis hasta llegar al novum portus de Ostia Antica en Roma: la Ciudad Imperial, la Ciudad Eterna. De todos los puertos y lugares que visitamos guardo imborrables recuerdos, también de sus gentes que nos abrieron las puertas de sus ciudades y comercios. Pero en todos aquellos maravillosos lugares que conocimos solo comprábamos una cosa, el mayor tesoro que se puede atesorar: libros, toda clase de manuscritos que caían en nuestras manos y de muchos otros que encargamos copias en diferentes monasterios para recogerlos a nuestro regreso, libros que personalmente con mi reducido séquito íbamos ordenando por secciones y tamaños para guardarlos con sumo cuidado y que no se estropeasen con el salitre del mar. Mi gran plan maestro se iba desarrollando a la perfección».
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Ragnhild detiene la narración de tan increíble historia mientras con las yemas de sus dedos recorre con suavidad cada uno de aquellos libros que decoran la biblioteca, recordando el conocimiento que atesoran y en los lugares en donde los adquirió, para luego continuar emocionada rememorando el momento de su llegada a Roma.
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«La noticia de nuestro arribo a la capital llegó incluso antes que nosotros, y una gran multitud se agolpaba entre un ensordecedor estruendo de cornetas y tambores para ver llegar los barcos y a los hombres del norte, descendientes de los feroces vikingos. Había congregados allí miembros del Senado y el Parlamento, cónsules y procónsules, generales y almirantes, centuriones y legionarios, obispos y sacerdotes, hasta el mismo emperador con su esposa y damas de compañía aguardaban atentos nuestro desembarco. Todos exclamaron de admiración cuando vieron bajar de la urca al vikingo de dos metros y fuerte como un oso, escoltado por bravos guerreros con armaduras relucientes, cascos con plumas y hachas a dos manos. El emperador corrió a darse un fuerte abrazo con su amigo de la infancia y compañero de batallas, su fiel y leal hermano de sangre. Pero si todos mostraron asombro por la presencia de Olaf el Rojo, la curiosidad era mayor aún por su hija, esa que había provocado tantos conflictos y revuelos a lo largo y ancho del Imperio, querían saber si la belleza merecía tanto alboroto. He de reconocer que me sentía apabullada y nerviosa por toda la expectación creada, pero sin dudarlo dos veces salí tras mi padre escoltada por un pequeño grupo de mis doncellas. El puerto entero enmudeció ante mi presencia, se silenció incluso la banda de música en notas desatinadas, pues si esperaban ver a una bella dama del norte ataviada con ropa ligera y cueros ajustados, se fueron a encontrar sobre la pasarela del barco con una novicia de las carmelitas descalzas embutida con un hábito de grueso y basto algodón que me cubría el cuerpo entero, rostro incluido.
»—¿Pero qué macabra broma es ésta mi querido amigo? —Trató de recomponerse el emperador ante la impresión de verme aparecer ataviada de tal facha.
»La expectación decrecía y crecía por momentos en espera de una respuesta que se hacía esperar, pues al vikingo valiente en batallas y justas le temblaban las piernas y la voz se le entrecortaba sin saber cómo explicarse ante tanta gente. De esa manera y ante el silencio que invadía todo el puerto grité a viva voz:
»—Muchos hombres quisieron desposarme pero yo, elegí en sacro matrimonio a Jesús hijo de María, el mejor y más bello hombre que hubo jamás sobre la tierra.
»Contrariado ante tal situación, el dueño y señor de Roma rompió en estrepitosa carcajada.
»—¡Ah viejo truhán! Así resolviste tú solo el entuerto, pues si todos disputaban por la mano de tu hija, que sea ella para el mejor Señor y aquí paz y después gloria, pues lo que Dios ha unido no lo separe el hombre.
»La noticia fue corriendo de boca en boca entre los presentes como la pólvora, sin que nadie se percatara de la farsa. "¡Viva la novia! ¡Vivan los novios!" gritaban los romanos a nuestro paso, y hasta las campanas de iglesias y conventos redoblaban por toda la ciudad festejando el sacro enlace. Y el emperador pasando el hombro por el cuello del compañero de batallas, caminó entre los allí presentes saludando a propios y extraños».
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—Pero... ¿de verdad te hiciste monja por aquello? —corta la narración el contrariado joven poniendo cara de asombrado.
—Sí, aunque no fue en ese momento, sino después de que tú nacieras. —Acaricia con los mismos dedos que deslizó por los libros, en esta ocasión, sobre la frente del muchacho en la que se guardan los mismos conocimientos. El joven, sin poder aguantarse más, termina por soltar unas lágrimas al tacto de su madre y con un impulso incontrolado se lanza para abrazarse de su vientre, ese en el que habitó por nueves meses.
—Pero deja hijo mío que te siga contando, que te hable del hombre que fue tu padre, del único hombre al que me he entregado y al que, aunque solo fuera por una única noche, he amado, después de él... el Crucificado.
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«El emperador subió a su cuadriga de oro, tomó las riendas de sus cuatro corceles blancos y dándole el estandarte púrpura a tu abuelo, avanzaron por la Vía Ostiensis entre vítores y alabanzas de los romanos, a los que correspondía con saludos y echando monedas que cogía de un saco a sus pies. El anfitrión ya tenía preparado un amplio abanico de actividades para agasajar a su invitado, pasando en primer lugar por los baños públicos, para dirigirse con posterioridad al Senado a dar sendos discursos, y luego, hacia los Campos de Marte para asistir a diferentes espectáculos en teatros y circos, para finalizar en el mismísimo Coliseum a un duelo amistoso entre ambos».
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—¡Aaaah! —prorrumpe y patalea el joven Olaf interrumpiendo a la madre—. Quiero ir a Roma, ¡quiero ir ya! Abuelo, por favor, llévame a la capital del Imperio a conocer al César, a visitar todos esos lugares que tú conoces. ¿Me llevarás...?
Busca el joven Olaf al mayor, echándose en sus brazos, tratando entre pucheros de convencerlo. Pero el grandullón, que no ha dicho palabra alguna desde que comenzó a hablar su hija, no puede más que mirarle compasivo y comprensivo, sabedor de la imposibilidad de acceder a tal petición. ¡Qué más quisiera él que poder pasear orgulloso a su nieto por ciudad tan magna!
Ragnhild apura las últimas gotas que aún quedan en la jarra antes de mandar al mentor en busca de más y después de beberlas continúa con su historia:
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«Y allí quedé yo, compuesta y sin novio, sin saber qué hacer ni hacia dónde tirar, abandonada por mi propio padre en el puerto de Roma. Mas no fue por mucho tiempo, nada más irse los varones, una hermosa mujer ataviada con estola y chitón de seda con dibujos estampados de bellos colores y cosido con hilos de oro, con tocado recogido en una tiara de perlas y esmeraldas y un delicado broche de oro, vino a rescatarme. ¡Qué hermosa y delicada mujer! Me sentí ridícula frente a ella con mi hábito de novicia.
»—Hola, soy Claudia de la familia de los Julio, emperatriz consorte y última esposa del emperador, al menos de momento... —me habló con delicadeza entre risas cómplices—. Encantada de conocerte Ragnhild de Man y las Islas. Si me permites ser tu anfitriona y confidente, será un placer ser tu amiga. Dejemos que los hombres se diviertan a su manera y permíteme que te muestre formas más sutiles de entretenimiento sin tanta pompa.
»—Por favor, si fuera tan amable —respondí al instante, haciendo una tímida reverencia ante tan distinguida dama. Tan amable, tan atenta y sincera fue conmigo que, al momento me sentí relajada y confiada, segura e importante a su lado.
»—Acompáñame a mi litera y busquemos en el confort de mi palacio sosiego para que podamos hablar tranquilamente de nuestros temas preferidos. Pero antes, has de prometerme una cosa, querida...
»—Dígame, Señora.
»—Que te quitarás esas ropas, no van con tu segura belleza. Habrás podido engañar a Roma entera pero no, a la mayor de las embaucadoras. —Rompe en tierna sonrisa.
»—Le prometo, mi señora.
»—¡Ay por Dios niña! Llámame Claudia que lo de señora me hace vieja y no lo soy mucho más que tú, mi recién y buena amiga.
»Desde el interior de la litera portada por grandes y fornidos eunucos, pude observar la grandeza de aquella ciudad donde miles de trabajadores y funcionarios, de marinos y artesanos se agolpaban en comercios y oficinas; en edificios de más de cinco plantas, a mi parecer tan grandes como montañas. Jamás pude imaginar que pudiera existir ciudad tan grande, donde convivían afinadas más de cinco millones de almas. Todo aquello para mí, que venía de un pequeño pueblo en una pequeña isla del norte, me sobrepasó hasta que caí desmayada, recostada en los tiernos brazos de mi protectora...
¡Roma! eterna Roma, pudo haber jamás ciudad más hermosa... Sí, para mí sí la hubo... Venencia tatuada a fuego nel cuore».
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