II Ragnhild
Despuntan esquivos entre las nubes los primeros rayos del sol, pintando de rojo el cielo de un nuevo día, presagio del inicio de la batalla que se precipita. La barcaza se aproxima con dificultad a la nao, empujada en volandas contra el casco por la resaca y las olas. Del barco deslizan una escala para que suba quien presumen es su capitán.
Tras acceder a la cubierta, el pasajero se desprende de abrigo y sombrero, dejando ver, ante el asombro y confusión de la marinería, el rostro de una mujer vestida con hábitos religiosos ensangrentados, que pareciera ha subido a bordo el mismo diablo más que una monja.
La mujer eleva su mano agarrando por los pelos la cabeza del malogrado, mostrándola con claridad a todos los presentes.
—Aquí os traigo a vuestro señor, caballeros, para que no os sintáis obligados a su último deseo y orden. Les aconsejo que mediten bien sus próximos pasos antes de tomar una decisión y den comienzo a una nueva guerra.
Los tripulantes de la nave se revuelven buscando a la recién llegada con intención de apresarla, pero un oficial los detiene prorrumpiendo con fuerza unas voces.
La recién llegada no se amedranta y continúa con su chanza sin mostrar el más mínimo temor.
—Y déjenme que les sugiera que, tomen rumbo a la capital de la marka y entreguen cabeza y barco del traidor al legítimo princeps nombrado por el emperador, díganle la verdad de lo que vino ofreciendo este bastardo y pídanle amparo, pues ahora son huérfanos de amo.
La desafiante mujer da un paso hacia adelante y les lanza con desdén la cabeza.
La testa rueda hacia los pies del oficial de mayor rango, un capitán de rostro enjuto y arrugado, curtido en mil combates que, escupiendo sobre la frente afirma:
—Ya le dije a este desgraciado que su idea era descabellada y que no le traería nada bueno, mas, por su soberbia no quiso hacerme caso, ahora se lo tiene bien merecido.
Y con desprecio golpea con el pie la cabeza que cae en manos de un joven marinero, quien sin poder apartar la mirada de ella, pregunta confuso:
—Yo... ¿Qué quiera que haga con ésto, señor?
—Métela en un saco y guárdala. Levad el ancla e izad velas. Pongamos la nao rumbo sureste, ya no nos queda nada más por hacer en este lugar, regresamos a Londinium. ¡Ah! Limpien la traca que no quede una gota de sangre en la cubierta. —Ordena el capitán de navío, y con una cortés reverencia se dirige a la recién llegada—. ¿Algo más mi señora?
—Ahí tienen la prueba del único bastardo markado que hay por estas tierras. —La superiora saca de entre sus ropas un brazo ensangrentado y lo lanza a las manos del oficial—. Llévenla también para que puedan cobrar la recompensa y se la repartan como jornal, así no habrán hecho el viaje en balde...
†
—¡Padre! —Busca un muchacho al recién llegado que asoma tras las puertas de la gran biblioteca. El joven corre al encuentro del rey para fundirse con él en un abrazo.
El mayor recoge con paciente ternura al que pareciera una copia exacta suya con algunos años menos.
—Mirad, padre, mis mapas. —Señala orgulloso el joven sobre la mesa hacia un montón de papeles, legajos y mapas pintados de colores—. Los hice yo mismo con la ayuda de mi mentor.
El joven señala a un hombre mayor y enjuto al otro lado de la mesa, para regresar con precipitación a sus cartas:
«Aquí está Roma y todo ésto es el territorio que pertenece al Imperio: desde los Pirineos por el norte de los Alpes y los Cárpatos hasta Bizancio donde el emperador se está enfrentando valerosamente a los otomanos; y por el norte de África desde Mequinez, pasando por Hipona hasta Sabratha, donde nuestras legiones defienden con orgullo el estandarte imperial frente a los piratas sarracenos».
—¡Oh vaya! Son realmente buenos tus mapas. Eres un gran cartógrafo. Estoy sorprendido —afirma orgulloso el mayor, deshaciéndose en alabanzas a su retoño.
—Pero también tengo del resto de las markas occidentales: la Marka Ibérica, la Franca, la Británica y la Germánica... todas ellas fieles a nuestro emperador.
El rey parece preocupado y busca una ventana desde donde se pueda divisar el mar. Fija su mirada en el barco que toma rumbo al sur y resopla al distinguir la débil luz del candelero que delata la barcaza entrando al muelle.
El joven lo sigue a la zaga y al ver a la nao, le lanza una batería de preguntas.
—Esa es la Mary Rose, ¿verdad padre?, comandada por Jacobo de Escocia, ¿verdad padre? ¿Cree que nos permitiría subir a bordo?
—No creo que esté en disposición en estos momentos... —contesta con ironía el rey.
—Sabía que la Mary Rose es una nao de guerra con setenta y ocho cañones y un peso de quinientas toneladas, transporta a medio millar de tripulantes, quizás parezca pequeña con respecto a otras naves, pero es muy veloz y manejable...
—¡Oh! Veo que además de dibujar cartas navales también sabes de barcos.
El joven cada vez más emocionado insiste:
«Por supuesto, en estos años he acompañado a los barcos pesqueros y a los balleneros que marchan a alta mar... ¿Me llevará a Roma padre?, me lo prometió, ya he alcanzado la edad y estoy preparado para ingresar como guardiamarina en la Armada Imperial. Me gustaría llegar a ser un gran capitán de navío de línea, son los mejores barcos de combate que existen en el mundo...».
—¡Oh pardiez! Hablas más que tu abuela que hablaba sin parar hasta en sueños. —Trata de callar el rey al muchacho.
—Ha dicho: ¿Mi abuela? —reclama intrigado el joven.
—Quise decir tu madre... —reconduce la conversación el mayor.
—¡Ah! Está bien. ¿Entonces me llevará a Roma, padre? Seguro que con su influencia, si le pide al emperador que me permita ingresar en la Classis, no tendré problemas para pasar las pruebas de ingreso, me he preparado concienzudamente.
—Veremos que dice tu madre... tu hermana quise decir. Si es que me vuelves loco cuando hablas tanto y tan rápido hijo, para un momento —insiste entre aspavientos el rey.
Tan absortos andan en su conversación, que ninguno de los dos se percata que desde la puerta les observa con enorme ternura la recién llegada.
—Bienvenida hija, imagino que todo habrá ido bien —saluda el rey a la recién llegada, al darse cuenta de su presencia.
—Sí, todo bien padre, no hay problema...
El joven Olaf corta la conversación entre sus mayores y busca a la mujer que le extiende sus manos con intención de fundirse con él en un fuerte abrazo.
—Ni se te ocurra hermana, pareces un fantasma de estos que habitan en el castillo, estas empapada y manchada de sangre, de verdad que esa religión de paz y amor que practicas empieza a dar miedo.
Sonríe el muchacho mientras esquiva a la mujer que se abalanza hacia él.
—Descarado, ¿cómo te atreves?, te desafío a un duelo. —Coge la mujer dos espadines que adornan las paredes entre las estanterías llenas de libros y le ofrece uno al retado.
El joven agarra con agilidad el arma y se arroja con todo su ímpetu contra su adversaria tratando de desarmarla, pero esta con gran maestría esquiva cada lance que el joven le lanza.
—¿Estudiaste el Fior di Battaglia del romano Fiore Furiano? —pregunta la dama confiada de su superioridad.
—¡Oh por supuesto! También he leído La Verdadera Esgrima del íbero Jaime Pons, y también he practicado a diario con el maestro armero y la guardia del castillo. Aunque para serte sincero, prefiero las armas de fuego: la pistola y el arcabuz y te aseguro que no encontrarás mejor artillero en toda la fortaleza.
Distraído en su palabrería el presumido espadachín no se percata de como la astuta espadachina se revuelve con celeridad para desarmarlo, y empujándolo hacia el suelo señala amenazante con la punta de su arma en el corazón del derrotado.
—Nunca te distraigas joven Olaf en un duelo a armas, aunque solo sea en un juego entre amigos, mantén siempre la concentración, la guardia alta y permanece atento a cada movimiento o... morirás joven. —La vencedora del duelo hace un rápido y último movimiento con el espadín rasgando la manga de la camisa del brazo derecho de su contrincante, dejando ver la marca imperial que el muchacho esconde en su antebrazo.
—Me recuerdas a tu padre, fue más ágil con la lengua y la pluma que con la espada y... eso le costó la vida —afirma la princesa mirando de frente al rey.
—¿Mi padre? Pero... —El vástago busca con la mirada al hombre que hasta ese momento consideraba su padre que, con la cara circunspecta se encoge de hombros sin saber que decir.
La mujer retoma la palabra mientras recoloca las armas sobre el escudo que las portaba.
—Maese Nicolás, por favor, tráigame algo de ropa para cambiarme, este hábito apesta, y traiga también una jarra de hidromiel con algunos vasos; y tú, pedazo de mastodonte aviva el fuego o moriré congelada...
El maestro, que había permanecido en silencio y atento a todo lo que ocurría en la biblioteca, sale a toda prisa cerrando la puerta tras de él mientras el rey con cara precavida y sin rechistar echa unos troncos a la chimenea, avivando el fuego y con ello, los recuerdos de otra época.
Ragnhild con los ojos a punto de estallar aparta la mirada del joven Olaf para buscar los libros apilados en las estanterías, con suavidad pasa sus dedos sobre ellos.
—¿Los leíste?, hijo mío.
—Sí, todos, algunos varias veces —responde con la voz entrecortada el aludido—. Hermana, ma... ma.
—Recuerdo cada uno de ellos. Yo los leí en nuestro viaje a Roma, durante el tiempo que te tuve en mi vientre y también el que permanecí aquí, escondida para que nadie supiera...
—Supiera, ¿qué? —demanda el muchacho envuelto en un mar de confusión.
—¿Por qué piensas que te hemos tenido todos estos años aquí oculto?, prisionero. Corrimos el rumor de que eras un hijo bastardo del rey, tu abuelo, mi padre; y teniendo en cuenta la fama de mujeriego de este pecador y el gran parecido entre ambos, nadie sospechó jamás que tú...
—Que yo, ¿qué...?
—Que tú eres un markado...
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