I Olaf
Novela para lectura en Wattpad
Castillo de Peel, Isla de Man, Mar de Irlanda - Octobris 1586
El viento helado arrecia con fuerza, esparciendo por toda la isla una espesa niebla que se adentra desde el mar. La noche cae precipitada, ocultando en las sombras el pequeño muelle a las afueras de la fortaleza y a los dos cocheros que en silencio aguardan en una carroza. Los caballos relinchan nerviosos ante la llegada de una barcaza que se detiene para dejar bajar a un noble visitante que, escondido en una grueso abrigo y un amplio sombrero oscuro de ala ancha, de un ágil salto alcanza tierra firme.
—Si al amanecer no he regresado, reducirlo todo a cenizas —avisa en voz alta a los remeros que inician las maniobras para abandonar el muelle.
—Suba caballero, el rey le espera... —reclama el cochero al recién llegado que sin perder un instante busca acomodo en el interior del vehículo.
El chasquido de las pezuñas de los caballos, golpeando con gran estrépito entre los adoquines de la calzada, resuena entre las mudas casas cerradas a cal y canto del pequeño poblado que se derrama a las faldas de la fortaleza de fuertes muros de piedra rojiza. No tardan en alcanzar el portón de entrada tras cruzar el puente levadizo y saludar a algunos guardias situados en la barbacana que cierran el rastrillo en un sonoro chirrido al acceder el carro al patio de armas.
—Siga a mi ayudante, le llevará en presencia de nuestro señor, le está esperando —pide el cochero al recién llegado al detener a los corceles negros a la puerta de la torre de homenaje, antes de continuar hacia las caballerizas.
De un salto, el acompañante baja del carro y con una señal de su mano indica al invitado la dirección a la puerta de la torre. El visitante desciende con celeridad para seguir a su guía, aprovechando cada segundo para estudiar la ubicación del resto de las torres y defensas interiores, la artillería elevada sobre las almenas y los soldados desplegados en los adarves. «Esta noche no va a dormir nadie aquí, están todos en sus puestos» se dice con satisfacción a sí mismo tan extraño personaje.
Un sirviente abre la puerta de entrada para dejar pasar a los dos recién llegados que avanzan sin detenerse por entre estrechos pasillos alumbrados con la tenue luz de algunas antorchas. El guía evita exponerse ante la mirada curiosa de su seguidor, ocultando un cuerpo delgado que más parece ser una doncella que un escudero, y aunque el marino trata con descarada curiosidad de escudriñar su rostro, éste se oculta entre lo que parece un hábito religioso.
—¿Cómo te llamas? —solicita en sibilino tono de voz el visitante, intentando sacar alguna palabra a su acompañante; pero éste no entra en la celada ni se deja embaucar fácilmente y detenido ante una gran puerta de roble golpea sus nudillos contra ella con ímpetu.
—¡Adelante! —ordena con rudo grito desde el interior el dueño de aquel castillo y de toda la isla.
El guía abre la puerta dando paso al invitado que entra en pomposa reverencia y forzada sonrisa, perdiendo de vista por un momento a su acompañante que cierra con sigilo la puerta sin que el recién llegado pueda percatarse si quedó fuera o entró tras de él, un mal presentimiento recorre su cuerpo por un instante.
—Mi estimado amigo Jacobo, rey de Escocia... ¿A qué debo tan noble visita? —Devuelve en exagerado ademán el anfitrión, imitando a su invitado y haciéndole una señal para que tome asiento junto a una mesa mientras le ayuda a quitarse el abrigo, dejando ver un lujoso traje ajustado a un cuerpo esbelto y bien definido, un hermoso y atractivo rostro aquilino y un cabello largo, sedoso y negro.
El invitado toma asiento mientras el anfitrión coge una jarra de hidromiel y lo vierte con delicadeza sobre dos copas de cuernos de buey, dejando la jarra sobre la mesa para marchar a azuzar el fuego que parece ahogarse en una gran chimenea al fondo de la sala.
El recién llegado observa con detenimiento ambas copas y sin mostrar temor alguno, coge una para beber de un solo trago el cálido caldo.
—¡Delicioso! ¡Qué bien sienta con este frío que cala los huesos!
—¿Y bien? ¿Cuál es el motivo que te trae hasta aquí? Supongo que no habrás venido únicamente a degustar mi hidromiel. —Sonríe el señor del castillo, su rostro rosado y su larga cabellera roja resplandecen con el crepitar del fuego que comienza a tomar fuerza, alumbrando las paredes del salón recubiertas de armas y trofeos de caza: cornamentas de venados y corzos y cabezas de osos, lobos y jabalíes parecen retorcerse con vida al ritmo de las llamas.
—Dicen que en tus dominios se esconde un markado ¿Estás al tanto de eso? Olaf rey de Man y de las Islas. Sabes que el emperador ha decretado la caza y captura de todos los markados bastardos y fugitivos... Y sabrás también las consecuencias por contradecirlo... —responde sin andarse con rodeos el escocés, aunque pueda intuir la respuesta de antemano, mientras con su mano izquierda agarra con fuerza su antebrazo derecho oculto por la manga bordada con ricas labores de pasamanería de su camisa.
El enorme manés de casi dos metros tensa su cuerpo y aprieta con fuerza el espetón mientras aviva las ascuas, sus dientes chirrían como el rastrillo del portón, sus ojos del color del hidromiel destellan con más fuerza que el fuego y mirando de reojo a su invitado responde:
—¿Dudas de mi lealtad al emperador de Roma? ¿Acaso estás sugiriendo que sería capaz de estar dando cobijo a uno de esos perros espurios...?
—¡Oh no! No ha sido mi intención cuestionar tu lealtad hacia el emperador, de todos es sabido que vuestra amistad personal es inquebrantable. Solo venía a informarte del rumor que corre por la Britania. —El escocés desliza con disimulo su mano para agarrar por el mango una daga que cuelga de su cinturón, en alerta ante las posibles intenciones de su anfitrión—. Los motivos que me traen hasta aquí son otros, más beneficiosos para ambos y que espero sean de tu agrado, mi buen aliado...
El pelirrojo parece relajarse y regresando hacia su invitado, rellena nuevamente su copa y recoge la suya para brindar con él.
—Soy todo oídos a tus propuestas...
El escocés vuelve a beber de un solo trago el líquido de su copa y ligeramente animado toma la palabra con elocuencia.
—Como ya sabrás, lamentablemente mi querida esposa falleció hace unos días mientras daba a luz un niño no nato, por lo que he enviudado sin descendencia.
—Mi más sincero pésame —devuelve el manés mientras rellena nuevamente las copas—. Pero no entiendo...
—Muy sencillo mi querido amigo: tú tienes una hija, Ragn... no sé que más, y aunque es algo mayor, todavía está en edad de procrear... —El pelinegro hace una pausa para saborear, en esta ocasión, con más detenimiento el hidromiel—. Vengo a pedirla en matrimonio estimado Olaf, de esta manera podríamos sellar una alianza y unir todo el norte. Además, un heredero de nuestra unión heredaría de mí la marka y sería legítimo heredero al trono de la Britania y de todo el Imperio, tanto como lo soy yo... —afirma con orgullo.
—¡Vaya no se me había ocurrido! Parece una buena idea, pero se me antojan dos obstáculos insalvables —resuelve mientras se atusa la barba el pelirrojo.
—No hay problema que no podamos solucionar juntos mi buen aliado y suegro, dispara tus dudas y busquemos soluciones —contesta con habilidad el chispado orador, denotando seguridad y aplomo, dando ya por seguro el acuerdo.
Olaf menea la cabeza y con rostro circunspecto espeta a su interlocutor.
—En primer lugar, de todos es sabido que la Marka Británica tiene ya un princeps que cuenta con el respaldo del emperador y que yo sepa tiene ya su propio heredero...
—Cierto, querido amigo... Pero si unimos nuestras fuerzas y levantamos el norte, podríamos tomar desprevenido a mi querido primo Enrique...
—Pero el emperador...
El escocés responde con vehemencia:
«El emperador está muy ocupado defendiendo Bizancio de los otomanos y para cuando quiera darse cuenta, Londinium habrá caído en nuestro poder y la cabeza de mi querido primo y su descendiente rodado por el suelo, y yo habré sido coronado como nuevo princeps. Diremos al emperador que Enrique conspiraba contra él y con tu prestigio y la confianza que te tiene, dará por válida las explicaciones».
—No es mala idea, no. Pero aún veo un escollo mucho mayor que conquistar toda la marka...
—¿Qué empresa puede ser más complicada? —pregunta contrariado el escocés.
—Bien sabes que no rehúyo un combate, y pardiez que no me desagrada la idea, pero que mi hija acepte un matrimonio contigo... eso sí que lo veo complicado. Ella abrazó a la iglesia de Roma hace años y se entregó en matrimonio a su Dios. Dudo mucho que acepte renunciar a sus votos y casarse contigo, la verdad.
—Pero... ella es solo una mujer, te debe obediencia como padre y rey, seguro que si se lo ordenas acatará tu voluntad.
—No sé, no sé... realmente es una potra muy terca, tanto o más que el padre.
—Entonces habrá que domarla, no hay yegua ni mujer que se resista a una buena fusta —comenta el invitado en tono jocoso, animado por los efectos del alcohol.
Un nuevo y repentino sobresalto de peligro recorre de súbito el cuerpo del pelinegro, acompañado de una sensación de algo que roza su costado; echa de nuevo su mano a la daga para comprobar que ya no la tiene y en un escaso segundo, el arma atraviesa certera su cuello sobresaliendo por el gaznate, acompañado de un sordo alarido y de un chorro de sangre que brota desde la nuca y golpea a su asesina.
—Me llamo Ragnhild y le informo caballero que no soy una res que se vende para cría, ni a la que se le castiga con el látigo; es por ello que lamentándolo mucho, declino su oferta de matrimonio —contesta con ironía una mujer que reaparece de entre las sombras tras el desdichado difunto, quien aún con los ojos abiertos y a punto de salírseles de sus órbitas mira con desesperación al manés.
—Para ser la abadesa de la religión esa que habla de amor y paz, a veces me resultas un poco agresiva hija mía; si hubieras nacido varón habrías sido un gran rey, no me cabe duda —bromea el pelirrojo a la mujer que trata de limpiarse la sangre del rostro con la manga de su hábito y busca en una de las paredes una pesada y afilada hacha para cogerla a dos manos.
—No me provoque padre, que no estoy para bromas y ya puesta a pecar, no me importa mandarle a usted al infierno con éste desgraciado y, haciéndolo, tomaría por derecho su corona y reino. —Sonríe la mujer mientras con un fuerte mandoble secciona la cabeza del interfecto que rueda por el suelo de la habitación y con otro duro golpe corta su brazo derecho.
El rey apura de un trago el hidromiel que aún queda en la jarra, por seguro sabe que su hija sería capaz de llevar a cabo sus amenazas de cortarle su apreciado cuello de un único golpe.
La mujer se echa el abrigo del escocés sobre sus hombros y el gorro de ala ancha sobre su cabeza, recoge cabeza y brazo del desdichado y antes de salir ordena nuevamente a su progenitor.
—Voy a solucionar este entuerto antes de que se líe una guerra, espéreme, padre, con el pequeño Olaf. Ha llegado el momento de que le contemos la verdad.
—Está bien hija mía... Como ordenéis mi reina. —Torna serio y resignado el rey, tras comenzar a comprender la gravedad de las circunstancias.
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