CAPÍTULO 7
Elizabeth cantaba a viva voz y bailaba la música sertaneja que les ofrecía un grupo en vivo, estaba de cara al escenario y de espalda a Alexandre, quien la acompañaba en los movimientos y la sostenía por las caderas.
Usó su teléfono para compartir en sus redes sociales parte del repertorio del cantante mientras seguía coreando y disfrutando del evento. En ese momento vio una llamada entrante de Ana.
—¡Ya era hora! —exclamó y le hizo señas a Alexandre para que viera en la pantalla—. Voy por ella —dijo mirándolo por encima del hombro, pero rápidamente se giró, porque sabía que difícilmente él podría escucharle; se acercó a él y casi le gritó en el oído—. Voy por Ana, ya llegó.
—Voy contigo —dijo él sin soltarle las caderas y pegándola contra su pelvis.
—No te preocupes, regreso enseguida. Pídeme otro martini por favor. —Disimuladamente llevó su mano al bulto que la semi erección provocaba en los pantalones de él—. Y trata de calmarte, que la noche apenas empieza. —Le aconsejó, aunque no podía culparlo si había estado torturándolo con el roce de su culo.
—Impulso incontrolable, eso no quiere decir que no pueda soportar hasta que lleguemos a casa —dijo en su oído y le dio un beso bajo el lóbulo de la oreja, sintiendo cómo su delicioso perfume le nublaba los sentidos y le aceleraba el pulso.
Ella se carcajeó divertida y sensual entre los brazos de él.
—Está bien, ya regreso.
—Ten cuidado, por favor, cualquier cosa me marcas —dijo mostrándole su teléfono.
—Lo haré. —Ella le dio un pico rápido y sonoro, y por el mar de personas que disfrutaban del concierto se hizo espacio para llegar a la salida, mientras le tecleaba un «ya voy» a Ana.
Llegó al vestíbulo del local y la vio parada junto a las puertas.
—¡Aninha! —La llamó alzando una mano y agitándola para hacerse notar entre las personas que iban y venían.
Al verla, ella le correspondió con una sonrisa y emprendió el paso hacia Elizabeth.
—¡Gata! Qué preciosa estás —dijo Elizabeth plantándole un beso en las mejillas al verla con un corto vestido de lentejuelas negro de mandas largas y un profundísimo escote en V, que le llegaba casi al ombligo. Su rubio cabello lo llevaba en una prolija cola de caballo alta, que le hacía lucir los ojos más achinados.
—Tú no te quedas atrás, mira qué bien luces... Te sienta bien el concubinato con ricitos —dijo con una amplia sonrisa.
—Gracias, no tengo quejas, lo estoy pasando de maravilla con él... Ven. —Le sujetó la mano y la arrastró con ella, estaba ansiosa porque viera a Moreira, ya que Ana no tenía ni idea de la sorpresa que le esperaba.
Ambas arrastraban más de una mirada masculina, y en varias oportunidades arriesgados aventureros trataron de detenerlas en su avance, pero ellas amablemente los rechazaron.
Ana se tensó y prácticamente clavó los pies en el suelo cuando a pocos pasos vio la mesa donde estaba no solo Alexandre, si no también João. A partir de ese instante el resto desapareció, solo podía verlo a él y escuchar los latidos desaforados de su corazón.
—Ana. —Elizabeth tironeó de su mano.
—¿Por qué no me dijiste que estaría aquí? —preguntó ahogada, mientras se esforzaba por disimular su turbación.
—Porque quería darte la sorpresa... ¿Acaso no te gusta?
—No, ya no... Te dije que la última vez que nos vimos se portó como un imbécil —masculló.
—Así se comportan todos los hombres la mayoría del tiempo, ya no le hagas caso a eso y vamos a disfrutar la noche, ven.
Elizabeth la arrastró hasta la mesa, se la presentó a Carlos Calenzanni, porque Juninho estaba bailando con su novia.
Alexandre la saludó con un beso en cada mejilla, la recordaba más bajita, suponía que los cuantos centímetros que le sumaban los tacones hacían una gran diferencia.
—Ustedes ya se conocen —dijo Elizabeth, ante un Moreira que parecía tranquilo, pero ella bien sabía que no lo estaba, porque los párpados que franqueaban esos bonitos ojos grises parpadeaban más de lo normal.
—¿Se conocen? —preguntó Alexandre evidentemente sorprendido.
—Sí —respondió él, demostrando tener más valor que la rubia—. Hola, Ana. —Se levantó y le plantó un beso en una mejilla, y cuando iba a la otra, ella, dominada por los nervios se giró y se lo dio en la boca.
—Lo siento, disculpa —dijo con una sonrisa nerviosa y retrocedió un paso.
Elizabeth con una sonrisa de satisfacción miró a Alexandre y se sentó a su lado.
—Este par se las trae —comentó guiñándole un ojo.
—No, discúlpame tú...
—Bueno, fue un pequeño accidente —dijo Elizabeth sonriente, tiró de la mano de Ana para que se sentara a su lado—. ¿Qué vas a pedir? —preguntó.
—Agua.
—¿En serio, Ana? —Más que una pregunta era un reproche.
Ella no deseaba beber esa noche, no podía permitir que el alcohol inundara sus venas y le nublara la razón, porque podía terminar en la cama de Moreira o en la suya, pero igualmente con el policía, que a fin de cuentas, terminaría lamentándose por habérsela cogido a ella y no a su ex.
—Sí, por ahora solo eso —refunfuñó.
—Está bien.
Moreira le hizo señas a una mesera para que se acercara a la mesa y le realizó el pedido de Ana, quien le agradeció con una sonrisa nerviosa.
Calenzanni pidió permiso y se fue en busca de alguien para pasarlo bien, porque lo último que esperaba era ser el muñeco de palo del grupo, no estaba solo para observar y sabía que no le costaría mucho encontrar pareja para la noche, pues las chicas eran conscientes del atractivo que poseía.
Elizabeth disfrutaba de su martini, mientras que los hombres habían pedido una botella de wiski, le dio un trago y regresó la copa a la mesa. Ella jamás iba a una discoteca a quedarse sentada, por lo que se levantó contoneando las caderas al ritmo del sertanejo y le ofreció las manos a Alexandre, invitándolo a bailar.
Ana tragó en seco y desvió la mirada hacia el escenario, tratando de poner su atención en el grupo musical y no en el hombre a su lado. Moreira la hacía sentir incómoda, no podía relajarse y disfrutar porque solo pensaba en las situaciones íntimas que habían compartido.
No podía estar totalmente concentrada en la música, realmente no estaba para nada concentrada.
Llegó el agua que había pedido, la mujer dejó la botella sobre la mesa junto a un vaso con hielo.
—Permíteme —pidió él al agarrar la botella, la destapó y vertió el líquido en el vaso.
—Gracias. —Ella miraba cómo el chorrito de agua mojaba los cubos de hielo.
—¿Cómo has estado? —preguntó iniciando un tema de conversación, porque no se conformaba con solo mirarla.
—Bien, superando los errores del pasado —dijo con toda la intención de que él se incluyera en ese saco al que iban las malas decisiones.
João aprovechó para sentarse más cerca de ella, justamente donde minutos antes había estado Elizabeth, provocando que Ana se tensara más de lo que ya estaba.
—Entonces brindemos por esos errores que estamos enterrando. —Levantó su vaso.
Ella dudó, pero de nada le servía mostrarse intimidada, por lo que agarró su vaso y lo chocó contra el de él.
Ambos les dieron un trago a sus bebidas.
—¿Segura de que no quieres nada de alcohol?
—No, quiero mantenerme sobria, porque borracha cometo muchas estupideces.
—Como ir a buscar o llamar al bastardo desgraciado —dijo con media sonrisa.
—No precisamente, pero no quiero arriesgarme.
—Es lo mejor... No sabía que eras amiga de Elizabeth, bueno realmente es segunda vez que la veo, pero he escuchado tanto sobre ella que es como si la conociera de toda la vida... ¿En serio los hombres cuando nos enamoramos solemos ser tan patéticos? —dijo, echando un vistazo a donde Alexandre bailaba con su mujer.
—Suelen ser peores, algunos hasta pierden la dignidad —dijo con toda la intención de hacerle saber que todavía seguía enceguecido por su ex—. Tampoco sabía que eras amigo de Alexandre, que para ser sincera, también es segunda vez que lo veo; he compartido más a su hermano.
—Al imbécil de Marcelo... Bueno, no me extraña, es más... de tu mundo.
—¿De mi mundo? —preguntó irónica—. Siempre he creído que vivo en la tierra, a menos que seas algún alienígena o provengas de otra dimensión.
Él sonrió ante al comentario.
—Sabes a lo que me refiero.
—No, no tengo idea. —Lo encaró con cierto aire de arrogancia.
En ese momento sintió más ganas de besarla que de vivir, admitía que era hermosa, demasiado para él, para todo lo que podía aspirar. Ella estaba demasiado lejana y parecía no comprenderlo.
—La posición económica definitivamente crea mundos distintos. Uno al que pertenecen Marcelo y tú.
—Son tonterías, hay un solo mundo, pero muchos se cuelgan el cartel de víctimas de la sociedad, cuando la vida le da oportunidades a todos... Que no sepan elegirlas o aprovecharlas es decisión de cada quien.
—Tampoco suelo creer en ese tipo de víctimas, por eso mi misión es encarcelar a los que tras esa fachada justifican sus fechorías, pero estemos claros de que existe una gran desigualdad social.
—La hay, pero todos estamos en el mismo infierno... Nosotros podemos dar el claro ejemplo, a un simple poli le rompen el corazón, y evidentemente, a una niña de la alta sociedad también le pueden hacer lo mismo; los patrones se repiten, aquí o allá, donde sea..., todo es una cadena.
—Realmente me gusta conversar contigo —dijo maravillado—. Pero ¿te parece si bailamos? —propuso.
—No sé si debamos hacerlo.
—¿Por qué lo dudas? —preguntó todavía esperanzado—. Anda, como amigos. —La instó.
—Está bien —cedió levantándose, porque también le gustaba mucho bailar—. Como amigos —aclaró, recibiendo la mano que él le ofrecía.
Elizabeth le sonrió cómplice al ver que Ana se relajaba y empezaba a disfrutar de la noche, mientras ella seguía bailando con Alexandre, quien le brindaba el placer de ser un excelente compañero; se desenvolvía con gran habilidad en todos los ritmos.
Regresó a la mesa porque ya tenía los pies adoloridos y estaba sedienta, encontrándose con Juninho y su novia, quienes también hicieron una tregua.
A primeras horas de la madrugada el alcohol los hacía divertirse más de la cuenta, estaban más relajados y más compenetrados, hasta Ana ya había aceptado un par de cocteles, de los cuatro que se había prometido tomar, porque no deseaba perder el control.
Como sabían que sí o sí iban a pasar el grado de alcohol permitido para poder conducir, ninguno llevó medio de transporte, prefirieron entregarles su seguridad a los taxistas.
Elizabeth se ofreció a acompañar a Ana hasta su apartamento, no quería que se fuera sola, pero Moreira dijo que él lo haría.
—Confío en ti —dijo Elizabeth al moreno—. Cuidado con propasarte, que ya sé dónde hallarte... —amenazaba y evidentemente los martinis habían envenenado su sangre.
—Tranquila, seré respetuoso, no tienes nada de qué preocuparte.
—Eso espero —dijo señalándolo, después se fue con Ana y la abrazó—. Cuídate mucho, corazón; tenemos que vernos esta semana... Te quiero —dijo plantándole un beso en la mejilla.
—Yo también, prometo que me cuidaré.
—Si el moreno te hace algo que no quieras me avisas. —Le susurró.
—Está bien, lo haré —dijo con menos alcohol en la sangre que Elizabeth.
Se despidieron y subieron a los taxis, menos Calenzanni, quien se había desaparecido a medianoche con una turista venezolana.
João dejaba a Ana sana y salva en la entrada del edificio donde vivía.
—Espero que la hayas pasado bien. Cuídate mucho. —Le deseó él con la mirada en su tentadora boca.
—Seguro que sí, cuídate también... —dijo ella sin poder ser coherente y con el corazón golpeteando desesperadamente contra su pecho, sentía que las piernas le temblaban, solo quería que él subiera al taxi y se largara, antes de que su orgullo hiciera el ridículo.
—Yo también, deberíamos salir a bailar más seguido, eres excelente compañía.
No sabía qué responder a eso, ¿estaba proponiéndole una cita o simplemente quería ser amable?
—Quizás, lo pensaré —respondió después de cavilar muy bien.
—Entonces te dejo para que descanses. —Se acercó para despedirse con sus respectivos besos en cada mejilla, pero al igual que al inicio de la noche, el segundo beso terminó en la boca de ella, solo que esta vez no había mirones, así que no se separaron apenados, sino que tras un toque de labios vino otro y otro, seguido de otro que despertaba deliciosas sensaciones en ambos.
El beso se hizo más íntimo, los labios dejaron solo de tocarse para pasar a chuparse, entonces ella abrió la boca, dándole a João el permiso para que la invadiera con su lengua; él no solo aceptó la invitación, sino que llevó sus manos a las caderas y la pegó contra su pelvis, para asegurarse de que no se alejara, y sus caricias se fueron convirtiendo en apretones de nalgas.
Las respiraciones se hicieron pesadas, pero estaban muy bien respirando el mismo aliento.
—¿Quieres invitarme a pasar? —preguntó en el oído donde le repartía besos.
—No. —Gimió ella—, no lo creo —dijo en contra de lo que verdaderamente deseaba. Pero debía darse a respetar, bien sabía que si terminaba entregándole su cuerpo él volvería con su estúpido discurso de arrepentimiento.
Le sostuvo las muñecas y las alejó de su culo, después retrocedió un paso, alejándose de esos brazos llenos de tatuajes que la enloquecían.
—Está bien... —Él también puso distancia—. ¿Volveremos a vernos?
—Supongo, ahora que nuestros mejores amigos viven juntos... existe la posibilidad —dijo ella todavía toda temblorosa y faltándole el aliento.
—Sí... Adiós. —Levantó la mano en señal de despedida mientras retrocedía varios pasos hasta el auto.
Ana le correspondió de la misma manera, pero ella sí se volvió y entró al edificio. A él no le quedó más remedio que subir con todas las ganas que lo estaban consumiendo y marcharse.
Alexandre y Elizabeth entraban al edificio tomados de la mano, saludaron al hombre de seguridad que esa noche no era Marques, sino su compañero.
—¿Qué te parecieron los chicos? —preguntó apenas las puertas del ascensor se cerraron.
—Bien..., aunque me encanta Juninho, se parece mucho a mi abuelo.
—¿Tu abuelo? —interrogó con el ceño fruncido ante el desconcierto.
—Sí, el papá de mi mamá era afroamericano... No lo conocí, pero he visto fotos y vídeos. Mi mamá dice que era muy alto, y lo creo, porque ella apenas le alcanzaba el pecho... Deja y te lo muestro. —Buscó su teléfono en la cartera, apenas lo sacaba cuando se le escapó de las manos y fue a dar al suelo—. ¡Oh mierda! —exclamó y se bajó al mismo tiempo que Alexandre, por lo que sus cabezas chocaron fuertemente.
Elizabeth jadeó ante el dolor, pero después soltó una carcajada a la que Alexandre acompañó.
—¿Estás bien? —preguntó él entre risas.
—Sí, un poco mareada.
—Ya eso no es culpa del golpe sino de los martinis... Ven. —La sujetó por el brazo para ayudarla a salir, mientras que en la otra mano llevaba el teléfono de ella.
Abrió la puerta del apartamento, le quitó la cartera y la dejó junto a las llaves, y el teléfono en la mesa más cercana.
Elizabeth se escapó hasta el sofá donde se dejó caer sentada.
—Estos malditos zapatos me están matando —dijo mientras intentaba quitarse las sandalias.
—Te ayudo. —Alexandre se acuclilló y se las quitó, después se sentó a su lado; admitía que él también estaba afectado por todo el wiski que había bebido, pero lo importante era que lo habían pasado muy bien.
Llevó su mano hasta el rostro de Elizabeth y le acarició donde le había golpeado.
—¿Te duele?
Ella negó con la cabeza y se acercó hasta él, sorprendiéndolo con un beso que desde que cayó en su boca fue ardiente, invasivo, húmedo; un beso que le agitó las ansias.
—Tengamos sexo —pidió ella con el pecho agitado.
—No quiero..., ahora no —respondió él, que en un movimiento seguro se puso ahorcajadas sobre ella y la sujetó por las muñecas, inmovilizándola y sometiéndola a su voluntad; empezó a repartirle besos por la cara, el cuello y el pecho—. En este momento quiero disfrutar todo lo que nos lleva a estar desnudos, quiero disfrutar de tus besos apasionados, de las mordidas —dijo aprensando entre sus dientes el labio inferior de ella y después le mordió la barbilla—. Quiero escuchar y sentir tu respiración agitada, tus gemidos, sentir cómo te estremeces ante la espera —susurraba chupando cada espacio de ese níveo cuello, mientras ella gemía y se retorcía de placer—. Quiero robarme de tu boca todas las ansias que me tienes —murmuró y después metió la lengua en su boca, dando paso a un beso que no conocería fin, hasta que la necesidad de desnudarse fuese más fuerte que la voluntad.
Abandonaron el sofá y en el camino hacia la habitación fueron dejando las prendas esparcidas en el suelo y terminaron tirados en el colchón, enredados de piernas y brazos, unidos y acoplados al insistente movimiento de sus cuerpos.
Elizabeth arañaba el colchón, mordía las almohadas disfrutando de su hombre detrás de ella, empujando con ganas y desesperación, ella también ponía de su parte y le ayudaba con sus empujes.
Solía pedirle más, le suplicaba que la llevara al punto más alto, y él la complacía; si ella le imploraba por rapidez, él se afincaba a ser más rápido y contundente; si le rogaba que no se detuviera solo obedecía. En ese momento era su esclavo, su sirviente, estaba dispuesto a dar la vida solo por complacerla.
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