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CAPÍTULO 30


Lo primero con lo que se encontró Rachell al llegar a Nueva York fue con la sugerente foto que su hija había subido a internet, donde evidentemente acababa de tener sexo con Alexandre. Estéticamente le pareció muy linda y tierna.

Por experiencia sabía que cuando se estaba enamorada provocaba gritarlo a los cuatro vientos, quizás ella quería que la gente verdaderamente creyera en sus sentimientos y en los de Alexandre, por eso hacía esas cosas, pero ahí estaba Samuel Garnett, prácticamente estampándole la foto en la cara y reprochando las acciones de Elizabeth, olvidando que muchas veces él hizo lo mismo cuando eran jóvenes.

Incluso ahora, con todo y siendo el intachable fiscal de Nueva York tenía una foto reciente, donde estaban metidos en una tina, rodeados de espuma, y solo se venían los pies de ella apoyados en su pecho.

Nadie había dicho que estaban viejos para esas cosas, ni que tenían un nombre que cuidar, porque para él era más importante su mujer y sus sentimientos.

Siempre refunfuñaba: ¿Por qué guardar las apariencias con el amor?, ¿por qué ocultarlo?, ¿por qué amarse es mal visto?...

Demostrar que a esa edad podía tener sexo con su mujer no era un tema tabú para él. Entonces, ¿por qué tenía que serlo para su hija de escasos veinte años? Eran las cosas que no podía comprender de su marido, que se dejaba llevar por los celos que iban más allá de lo racional.

—Es más que la foto, Rachell, es lo que dice... ¿Acaso no puedes verlo? Ya nos olvidó, no somos su hogar, ya no somos nada para ella.

—No exageres, Samuel... Elizabeth nos ama, vengo de estar con ella y sigue siendo mi hija, mi niña amorosa, nada ha cambiado... Lógicamente, para ella Alexandre es su nuevo hogar, así como tú te convertiste en el mío...

—Pero tú no tenías a nadie que te amara, no tenías una familia...

Eso verdaderamente hirió a Rachell, sabía que él no lo había hecho con mala intención, pero no por eso evitó que se sintiera lastimada.

—Gracias, Samuel, gracias por recordármelo —dijo muy dolida y se fue al baño.

Él resopló, seguro de que había metido la pata hasta el fondo.

—Rach, Rachell... Lo siento —dijo siguiéndola, pero ella casi le estrelló la puerta contra la nariz y le puso seguro—. Cariño, lo siento... Fue estúpido de mi parte decir eso... Entiende que estoy desesperado, siento que pierdo a Elizabeth... Rachell, ábreme, por favor.

—Estás a punto de perder a tu familia por ser tan imbécil. —Le gritó al otro lado de la puerta—. Ya no te soporto, Samuel, tu actitud me tiene extremadamente cansada...

—¿Quieres que me vaya? —preguntó sintiéndose acorralado—. ¿Quieres que vuelva a dejarte?

Repentinamente la puerta se abrió, los ojos llorosos de Rachell le gritaban que estaba furiosa.

—Si quieres irte puedes hacerlo... Lárgate, pero esta vez no voy a perdonarte, por mucho que me duela dejarte no te perdonaré. No creas que vas a irte de casa y regresar veintiún días después como si nada, esperando a que te reciba con los brazos abiertos.

Amenazó, porque ya una vez Samuel llevó el matrimonio a un hilo de romperlo, cuando amparado por el estrés de las elecciones para ser fiscal y los constantes viajes de ella por trabajo no hacía más que discutir y reprochar eso por lo que una vez le ayudó a luchar, alegando que nunca estaba para él, cuando prácticamente había sido su sombra.

Él decidió tomar el camino más fácil e irse de casa, dejándola a ella con la responsabilidad de los niños, su trabajo y el dolor de creer que tendría que enfrentar un divorcio con el hombre del que todavía estaba perdidamente enamorada.

—En el instante en que des un paso fuera de esta casa llamaré a mi abogado para iniciar el divorcio, y no te estoy amenazando, solo te lo informo. —Se sentía muy molesta con él pero mucho más con ella misma, porque estaba permitiendo que las lágrimas la vencieran.

—Lo siento, mi vida, no quise decir eso... Mi intención no fue lastimarte ni hacerte llorar; es decir, solo intentaba cumplir tu deseo, bien sabes que los niños y tú son la razón de mi existencia... Quizá por eso es que estoy tan desesperado con la situación de Elizabeth, porque con ella siento que estoy perdiendo parte de mi alma. —Se llevó las manos al rostro y se echó a llorar—. Parece que nadie puede darse cuenta de eso, nadie logra comprenderme... Lamento no ser tan desprendido como tú... Elizabeth es muy importante para mí.

Esa actitud derrotada de su marido fue suficiente para que ella olvidara lo que había hecho, lo estúpido e hiriente que podía ser muchas veces con sus palabras.

Lo abrazó fuertemente, y él lloró convulso entre sus brazos, perdiendo la fuerza en sus piernas; se dejó vencer y terminó sentado sobre sus talones, y Rachell se fue con él hasta el suelo.

—Te entiendo, amor... —dijo sujetándole la cabeza con fuerza para poder levantarla y mirarlo a la cara; sin embargó él se rehusaba.

—No, no me entiendes... No lo haces. —Sollozó.

—¿Crees que porque intento comprender a mi hija no entiendo que estés destrozado?, ¿que no puedo sentir tu dolor?... Pues lo hago, lo padezco en carne viva, Sam; puedo comprenderte porque estoy sintiendo lo mismo, pero no puedo anteponer mi dolor a la felicidad de mi hija... No puedo ser tan egoísta.

—Entonces, ¿soy un egoísta? —reprochó sin dejar de llorar.

—Lo eres, porque solo piensas en ti, en la falta que te hace, y te niegas a pensar en los sentimientos de ella... Alexandre es un buen hombre, Samuel, si no lo fuera, yo sería la primera en impedir que siguiera con él; solo debes tratar de darle una oportunidad.

—No puedo, se llevará a Elizabeth lejos de nosotros. No puede ser bueno si ha puesto a nuestra hija en nuestra contra.

—No lo ha hecho, tú mismo has puesto a tu hija en tu contra, con tu actitud tan obstinada, con querer imponerle tu voluntad...

—Solo intento protegerla.

—¿De qué?

—De cualquier peligro.

—No hay peligro con Alexandre, no lo hay; lo traté, conversé con él... Si vieras cómo mira a nuestra niña y lo radiante que está ella a su lado. Además, Sam, él tiene una hija preciosa, muy educada y gentil, de la cual se preocupa mucho... Él puede comprender lo que sentimos...

—A ti también te dio el mismo discurso... —farfulló—. Parece un guion estudiado con el que trata de convencernos.

—Dijiste que no habías hablado con él. —Le recordó su mujer.

—No, no lo he hecho, pero me mandó un video en el que me explica «sus razones» —ironizó sintiendo que volvía a entrar en calma.

Rachell negó con la cabeza, al parecer Samuel no tenía solución.

—Si te dijo lo mismo a ti, no creo que sea mentira, creo que es su verdad, lo único que tiene para decir. ¿Por qué no le das la oportunidad? Sé que ahora estás muy ocupado en el trabajo, pero cuando tengas unos días ve y habla con él, sin nadie más... Mira que si no se acobarda te demostrará que no tiene nada que ocultar —instó Rachell, tratando de convencerlo.

—No es el hombre que imaginé para mi hija.

—¿Acaso has imaginado algún otro que no seas tú? —preguntó, tratando de quitarle tensión al momento.

—No es lo que Elizabeth merece.

—Pero es lo que ella quiere, y eso, como sus padres, debemos respetarlo... Tienes que hablar con él.

—No, no creo poder hacerlo, no puedo, Rachell —dijo muy serio—. Por ese tipo solo siento rencor, no puedo pretender sentir otra cosa, no puedo sentarme con él y tomarnos un café mientras me cuenta cómo mi hija lo prefiere a él.

—Estás en un círculo vicioso, y siempre vuelves al punto de partida, donde solo piensas en ti.

—No puedo obligarme a hacer algo que verdaderamente no puedo —dijo negando con la cabeza.

—Solo si no te esfuerzas. Debes dejar de lado el orgullo, y si tanto amas a tu hija como dices, ese amor te dará la fuerza para vencerlo. Porque de seguir así, terminarás dañando irremediablemente tu relación con ella. ¿Y sabes qué es lo más triste de todo? —Lo vio negar con la cabeza baja—. Mírame, cielo. —Cuando lo hizo continuó—. Lo terrible será que Elizabeth terminará acostumbrándose a vivir sin ti, a no contar con tu apoyo y tu amor, a no echarte tanto de menos, como lo hace ahora... Y quizá, cuando te vengas a dar cuenta de tu error, te habrás perdido unos años que jamás podrás recuperar.

Samuel no pudo decir nada más, ojalá todo fuera tan fácil como Rachell decía, y que los demonios del pasado no lo atormentaran con tanta alevosía. Pero no había podido superar ese terror constante que lo llevaba a ser tan irracional.

Elizabeth llegó al apartamento y el rico aroma a comida despertó un apetito voraz en ella, sabía que era normal sentir tanta hambre si se estaba ejercitando tan duramente y sus porciones eran tan controladas. Se quitó los zapatos, los dejó sobre la alfombra de la sala y apresuró el paso a la cocina, donde estaba el amor de su vida preparando la cena. Lo besó con ganas, con todas las que traía acumuladas desde el mediodía que no se veían. Él correspondió con el mismo descontrol, pegándola a su cuerpo con fuerza; en una mano tenía una cuchara y con la otra le apretaba una nalga.

—Qué rico se ve eso —elogió mirando la estufa, donde Alexandre estaba haciendo un salteado de verduras. Se apartó para permitirle que siguiera cocinando, pero no tanto como para dejar de sentirlo—. Si como huele sabe ya desespero porque esté.

—Casi está listo, si quieres puedes ir a ponerte cómoda.

—No quiero hacerlo. —Chilló perezosa—. Me cambiaré después de comer, ¿te parece? —preguntó guiñándole un ojo.

Alexandre negó con la cabeza mientras sonreía y recibió gustoso un beso en la mejilla.

—¿Qué hiciste esta tarde? No me digas que estuviste todo el día encerrado.

—Aproveché mi tarde libre para ir a Rocinha, tenía unos asuntos que atender allá.

—¿Una roda? —curioseó.

—No, no era eso, pero te mentiría si te dijera que no participé en un juego.

—Extraño mucho ir a Rocinha, deberíamos escaparnos... —Intentaba plantear la idea, pero él la interrumpió.

—No, no te llevaré.

—Pero, Alex, estoy segura de que mi papá ya bajó la guardia...

—No, Elizabeth, tu padre tiene razón, es muy peligroso que vayas —dijo determinante mientras buscaba los platos—. Mejor cuéntame cómo te fue en la boutique.

—Aburrido. —Bufó—. Como siempre, solo trabajo y más trabajo. —Le ayudó a llevar lo platos al comedor, después regresó a la cocina por agua.

—No tenía idea de que la moda te fastidiara.

—No, en absoluto, pero si lo comparo con la capoeira... —comentó sentándose.

—Falta poco para el sábado. —También se sentó, recordándole que tenían una roda pautada con los amigos de ella, quienes estaban fascinados con llevar la capoeira más allá de las academias.

—Para mí falta mucho, no creo poder soportar tanto tiempo. —Casi enterró la frente en el plato.

—No exageres. —Rio divertido y vio cómo ella levantaba la cara y empezaba a reír.

—Eso era lo que quería conseguir —confesó ella sonriente.

—¿Qué cosa? —preguntó un tanto confundido.

—Que rieras, si supieras lo que me gusta escucharte reír, lo harías a cada minuto.

—Entonces tendría que convertirme en una hiena —comentó sonriendo de medio lado.

—Bueno, por lo menos unas cuantas veces al día.

—Quizás para ti sea poco, pero desde que estás conmigo lo hago más a menudo, mucho más... Tanto, que la mayoría del tiempo me sorprendo —alegó mirándola a los ojos—. Pero es algo que no puedo controlar... En serio, me haces muy feliz, Elizabeth.

—Tú también me haces muy feliz, me haces sentir muy bien; tanto, que quisiera pasar todo el día contigo... Estoy segura de que muy pronto terminarás cansándote de mí, por la manera en la que te agobio.

—Jamás, jamás, mi amor... Nunca me cansaré de ti.

—¿Lo juras? —preguntó con sus pupilas fijas en las de él.

—Lo juro.

—Ahora sí puedo comer tranquila —dijo sonriente y él le correspondió de la misma manera.

Después de la cena se quedaron en la sala y aprovecharon para llamar a Luana, hablaron con ella por casi media hora, hasta que se despidió porque iba a dormir a Jonas.

—Bueno, es hora de ir a ducharme, no quiero practicar tan tarde. —Se levantó Elizabeth del sofá.

—Te acompaño. —La siguió, pero mientras ella se duchaba él se quedó en la cama, encendió el televisor para ver cómo iba el partido de la Copa Confederaciones.

Estaba concentrado en el partido; sin embargo, estaba atento a cada movimiento de Elizabeth, la vio salir del baño e ir al vestidor, hasta que regresó con los altísimos tacones con los que practicaba todas las noches la samba.

—¿Estás lista? —preguntó tirado en la cama con los brazos debajo de la cabeza.

—Totalmente —respondió con esa energía que la caracterizaba.

Alexandre agarró el control y apagó el aparato, porque el partido iba de mierda; era mucho más entretenido ver a su mujer bailar; conectó su celular con el sistema de sonido del apartamento y le dio a reproducir a la samba que ya se sabían de memoria, hasta soñaban con esa melodía, pero era la que Elizabeth debía practicar.

Ella empezó a moverse con energía, cada vez ganaba más seguridad en los movimientos, mantenía la sonrisa en todo momento y una mirada brillante; no mostraba ni un ápice de cansancio o incomodidad, como le pasaba los primeros días, que dejaba de bailar para llenar los pulmones o descansar; ya lo dominaba y cada vez tenía más resistencia. Él estaba seguro de que lo haría perfecto, se ganaría a todos en el carnaval, iban a adorarla; no tanto como él, porque eso era imposible, pero sí se ganaría el respeto de todos. Estaría a la altura de su abuela, como ella tanto anhelaba.

De repente Elizabeth empezó a quejarse y se tiró a la cama.

—Tengo un calambre, tengo un calambre. —Estaba casi que lloraba y se apretaba fuertemente la pantorrilla.

Alexandre le quitó la sandalia con rapidez, la dejó caer en el suelo y empezó a masajearle.

—Así no..., me duele. —Chillaba empuñando las sábanas.

—Sé que te duele, cariño, lo sé... Pero solo así pasará, ya pasará.

—Es horrible, me duele muchísimo —dijo con los dientes apretados, tratando de parecer fuerte.

—Solo respira por la nariz y exhala por la boca, muy lento..., lento. —Le recomendó y Elizabeth lo hacía.

Poco a poco se le fue pasando el horrible dolor que le torturó el músculo posterior de su pantorrilla derecha.

—Creo que es mejor que dejes las prácticas por hoy.

—Sí, me duele mucho. —Elizabeth estuvo de acuerdo.

Alexandre le quitó la otra sandalia y le propuso ver una película, ella aceptó, pero terminó quedándose dormida entre sus brazos a mitad del filme. Alexandre se dio cuenta de que su chica estaba rendida, le bajó el volumen y terminó de ver la película; después apagó el televisor y se fue a la ducha, minutos después regresó, vistiendo solo una bermuda y se metió en la cama junto a ella, abrazándola por la espalda.


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