CAPÍTULO 28
El Chrysler negro de cuatro puertas estaba estacionado a una calle del Hospital Municipal Miguel Couto, desde ahí Marcelo podía ver claramente a todo aquel que entraba y salía del viejo edificio.
Llevaba más de media hora y estaba dispuesto a esperar mucho más, con tal de no marcharse sin ver a la enfermera; trataba de hacer la espera menos tediosa al revisar su teléfono, pero no se concentraba lo suficiente en el aparato, porque lo que menos deseaba era que ella se le escapara.
Cuando por fin la vio bajar de un taxi, vistiendo el uniforme blanco, no pudo evitar que su corazón diera un vuelvo y se lanzara a latir de forma desbocada; sin embargo, se esforzaba por mantenerse totalmente inmutable delante de su chofer.
Realmente ese uniforme escondía muy bien a la mujer que trabajaba en Mata Hari, aunque debía admitir que seguía caminando con esa seguridad y elegancia que derrochaba cuando se trababa de su otra faceta.
Llevaba el pelo trenzado, pero podía reconocerla a kilómetros, esa cintura y esas caderas eran únicas, eran las mismas que invadían sus sueños, que últimamente se habían tornado bastante ardientes.
En cuanto ella entró al edificio él abrió la puerta del auto, pero antes de bajar se volvió hacia su chofer.
—Espérame aquí —ordenó con esa educación que lo caracterizaba.
—Sí, señor —dijo el hombre moreno afirmando con la cabeza.
Marcelo caminó seguro y precavido, porque no estaba precisamente en la zona más segura de la ciudad.
Al entrar al edificio pudo verla caminar al final del pasillo que llevaba a los ascensores, quiso seguirla, pero sabía que no sería prudente; ella no tenía por qué enterarse de que lo tenía siguiéndola, así que se acercó a una de las mujeres que atendían en recepción y esperó a que terminara de darle instrucciones a otra mujer de cómo llegar al área de pediatría.
—Disculpe, buenas tardes.
—Dígame —pidió la mujer sin mucha amabilidad en el tono de su voz. Marcelo tuvo la certeza de que todo el que trabajaba ahí carecía de paciencia o estaba demasiado estresado.
—La señorita, la enfermera que pasó por aquí hace unos minutos.
—Ella recibe su turno en quince minutos, si desea información busque a la que esté de turno en el primer piso —dijo casi sin respirar y con mucha contundencia en cada palabra.
—No, no me entiende... Permítame explicarle...
—Señor, diga qué quiere de una vez y no me haga perder tiempo.
Marcelo tuvo ganas de decirle que el hecho de ser una servidora pública con un salario de mierda, quizá con un matrimonio frustrado y unos hijos que le daban constantes dolores de cabeza no le daban derecho de tratar de esa manera a las demás personas.
—El nombre de la enfermera, solo eso —dijo con un tono demandante.
—¿Para qué lo quiere?
Marcelo apretó los puños para no olvidar que era un caballero y no permitir que esa mujer le hiciera perder los estribos, inhaló profundamente para tragarse su orgullo, con tal de no haber esperado tanto en vano.
—Es que mi hermano estuvo aquí hospitalizado...
—Giovanna Felberg —interrumpió, dejando totalmente claro que no estaba interesada en escuchar nada de lo que él quisiera decirle—. Si se refiere a la enfermera de cuidados intensivos.
—Sí, la que acaba de entrar.
La mujer no le respondió, solo alzó ambas cejas en un gesto de impaciencia y miró por encima del hombro, para poner su atención en la persona que estaba detrás de él.
—¡Siguiente! —anunció sin preguntarle si deseaba algo más.
Marcelo se alejó del mueble de recepción sin agradecerle a la mujer, porque verdaderamente no se lo merecía; aunque satisfecho de haber encontrado la información que requería.
Caminó de regreso a donde lo esperaba Braulio y subió al auto.
—Vamos. —Apenas dio la orden empezó a buscar su teléfono en el bolsillo de su pantalón.
Estaba completamente dispuesto a averiguar hasta el último detalle de la vida de Giovanna Felberg. Eso lo pondría en la misma posición que ella, quien con solo poner su nombre en la web podría enterarse de la mitad de quién era Marcelo Nascimento, cosa que él no había podido hacer, porque ella se escondía detrás del falso e inexistente nombre de Constança Saraiva.
Alexandre detuvo el auto en medio de una nube amarillenta de polvo, que poco a poco se fue disipando.
—Hemos llegado —anunció con la mirada puesta en los ojos de Elizabeth.
Pero el polvo todavía no le permitía ver, aunque una sonrisa incrédula bailó en sus labios.
—¿En serio? —Sabía que eso debía ser una broma de Alexandre.
—Sí, esperemos que aplaque un poco el polvo para que podamos bajar.
—¿A dónde me has traído?
—Ya sabes dónde estamos, a Campinas.
—Sí, ya sé que estamos en Campinas, pero ¿exactamente dónde?
—En un lugar que espero te guste.
—¿Tengo que ser sincera?
—Totalmente.
—No me gusta en absoluto —confesó esperando no herir los sentimientos de Alexandre.
—Bueno..., te comprendo, porque desde aquí no se ve para nada atractivo. —Le dio la razón y le sonrió dulcemente.
Se quedaron en silencio por un par de minutos, mirándose a los ojos, hasta que Elizabeth empezó a reír.
—Estás nerviosa —aseguró él.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque siempre que lo estás terminas riendo.
Ella le respondió con una corta carcajada.
—Así es... Antes solía comerme las uñas —respondió sin dejar de reír.
—Ya podemos bajar —dijo, pero antes de que ella tirara de la manilla de la puerta la retuvo—. Si no te gusta, solo me lo dices y podremos volver.
—Está bien.
—Te juro que no te traje aquí porque pretendiera huir de la crítica, solo necesitaba volver a Campinas, donde nos besamos por primera vez...
—Querrás decir, donde yo te besé por primera vez.
—Y donde hice mi más anhelado sueño realidad, donde me perdí en tu cuerpo y me sentí revivir. —Le acarició el mentón.
—Ese día me hiciste sentir pequeña y gigante a la vez... Me sentí fuerte y débil, fue algo tan nuevo para mí, y tan bueno, que por eso quise quedarme —confesó acercándose a él y lo besó con lentitud, permitiendo que el roce de sus lenguas vetara los demás sentidos, hasta que el calor dentro del auto les hizo recordar que llevaban mucho tiempo ahí.
—Bajemos —pidió él relamiéndose los labios al saborearse el beso.
Descendieron y la nube de polvo había desaparecido, pero el auto, que era negro, estaba amarillo.
—Tendremos que mandar a lavarlo —dijo Elizabeth evitando tocar la carrocería.
—Definitivamente —comentó Alexandre—. Tengo que llevar unas cosas que están en el maletero, pero después vendré por ellas. Quiero que primero veas el lugar. —Le tomó la mano y la guio.
Alexandre la sacó del camino de tierra y sus botas se enterraban en la hierba que le llegaba por las pantorrillas; rápidamente se vio rodeada de verdor y del canto de los pájaros.
—Espero que no estemos invadiendo ninguna propiedad privada.
—No, encontré el permiso para que pudiéramos entrar.
El trayecto se hizo un poco más difícil, porque el camino empezó a hacerse más empinado por la pequeña colina que debían subir; sin embargo, a Elizabeth empezaba a gustarle ese ambiente donde solo respiraba paz.
—Si me hubieses avisado me habría puesto algo más cómodo —habló, segura de que no se hubiese puesto tacones.
—No era la idea, pero ya falta poco.
Desde lo alto pudo ver lo hermoso que era el lugar, forrado por un verde de varios tonos, del que sobresalían colinas de diferentes tamaños; parecía no haber límite, solo el cielo celeste salpicado por nubes que parecían motas de algodón. Era de esos paisajes en que la naturaleza demostraba lo perfecta que podía ser.
—¿Te gusta? —preguntó Alexandre al verla ensimismada en el paisaje.
—Me encanta —murmuró apartándose el pelo de la cara—. Es hermoso.
—Me alegra que te haya gustado, pero este no es nuestro destino.
—¿Y cuál es? —preguntó y él le llevó las manos a los hombros para hacerla girar.
—Está justo entre esos árboles —dijo señalando hacia abajo, al otro lado de donde habían dejado el auto.
—Entonces vamos.
El camino de descenso fue mucho más rápido, se adentraron entre los árboles, y mucho antes de llegar Elizabeth pudo ver a dónde iban.
—¡No me digas que es eso! —Se echó a correr, sintiéndose como una niña la mañana de Navidad.
—Sí, lo es. —Él la siguió corriendo entre los troncos de los altos árboles.
Elizabeth llegó y se quedó con la boca abierta, mirando hacia arriba, donde había una cabaña perfectamente instalada sobre las ramas.
—¡Alex!, ¿por qué me haces esto? Ahora no quiero volver, no es justo que me hayas traído solo para verla —reprochó todavía con la mirada en la estructura de madera un tanto cubierta de moho por la humedad y frío del lugar.
—En mis planes no está irme por ahora, quizá mañana por la tarde...
—¿Mañana por la tarde? Pero si nuestro vuelo es esta noche... ¿Y Luana?
—Por primera vez tuve que recurrir a mi suegra. Tenía planeado traerla con nosotros, pero fue idea de tu madre que mejor viniéramos solos. Me pidió que confiara en ella, que dejaría a Luana sana y salva en la puerta de mis padres...
—¿Y así tan fácil aceptaste? —interrumpió.
—No fue tan fácil, ella tuvo que recordarme que había puesto su confianza en mí al permitirme cuidar de su hija... Definitivamente, no pude rebatir contra eso.
—Es astuta mi mamá —dijo sonriente colgándosele del cuello—. No tienes nada que temer, ella cuidará muy bien de Luana.
—Lo sé. —Le dio un beso en el pómulo.
—¡Adivina qué!
—¡Qué? —susurró él.
—Me muero por subir, ¿podemos hacerlo?
—Claro, pero ten cuidado, quizás algunos escalones estén resbalosos por el moho.
—Iré de tu mano —dijo ella sujetándolo, y tirando de él empezaron a caminar. Iniciaron el ascenso por las escaleras en forma de L, totalmente hechas de madera, mientras eran cobijados por la más pura naturaleza—. En serio, esto es espectacular, es asombroso. Siempre he soñado con una casa en lo alto de un árbol... —parloteaba mientras subían.
—Ya estamos arriba —dijo él, frente a la puerta de madera que tenía la figura del cráneo de un toro tallado en la madera.
—Eso veo —ironizó divertida con la expectación a mil—. Ya abre.
Alexandre giró la manilla y la puerta cedió.
Elizabeth fue la primera en entrar, el lugar era pequeño, había una cama doble con sábanas blancas, en una esquina un comedor para dos y una nevera ejecutiva, una cafetera y una cocina eléctrica de apenas una hornilla.
Frente a la cama había un mueble de madera, como casi todo en el lugar, y encima estaba un televisor.
—Esa es la puerta del baño. —Señaló Alexandre a su derecha—. Y esa da al otro lado de la cabaña, a un lago —indicó la puerta a su izquierda.
—Me encanta, ¿podremos bañarnos en el? —preguntó dejándose caer sentada en la cama, comprobando que verdaderamente era cómoda.
—Claro.
—¿Desnudos? —curioseó elevando una ceja.
—Totalmente... ¿Te podrías quedar un momento sola, mientras voy por las cosas al auto?
—Si no es peligroso.
—Estamos en medio de la nada.
—Para mí esto no es la nada, es..., es... —Suspiró encantada—, nuestro mundo, lo que necesitamos, quizá nuestro infinito particular.
Alexandre se acercó, le puso las manos sobre las mejillas y le dio un beso tras otro, cálidos toques de labios.
—En nuestro mundo particular estarás segura, lo prometo.
—Entonces ve y no tardes, que quiero que hagamos estremecer esta casita —dijo con pillería.
—Lo haremos. —Se alejó de ella y salió de la cabaña, dejando la puerta abierta.
Elizabeth se levantó de la cama y se paseó por el pequeño pero lindo lugar, disfrutaba de su aroma amaderado y su rústica decoración. Sobre el comedor había una botella de vino junto a dos copas, pero no quiso descorcharlo todavía, así que prefirió ponerse a hacer café.
Mientras se colaba el energizante natural se sentó en una de las sillas del comedor y se quitó las botas, pero se quedó con los calcetines y caminó por el lugar, abriendo las pequeñas ventanas, para que la claridad entrara al lugar.
Esperó a que estuviera listo el café, se sirvió una taza, salió a la terraza que tenía la forma de una C franqueando la edificación de madera y se sentó en una banca a esperar que Alexandre llegara, mientras se lo bebía.
Era como estar en un cuento de hadas, ese bosque le recordaba a aquel en el que se perdían Hanzel y Gretel, pero bien sabía que no aparecería ninguna bruja malvada; esos seres que llegan a arruinar la felicidad no siempre tenían participación, no todo era como en los cuentos; tampoco esperaba a ningún príncipe, estaba ansiosa, aguardando por su marido para que la tomara y la hiciera suya sin ninguna contemplación.
Lo vio venir cargando dos maletines, por lo que corrió al interior de la cabaña, se calzó y fue en su ayuda.
—No hace falta, cariño, puedo solo. —Le dijo cuando ella intentaba quitarle un maletín.
—Déjame ayudarte, no seas tan tozudo.
—Es que no es necesario.
—Para mí lo es —discutió. Aparte del capoeirista arrogante, también odiaba esa parte de Alexandre tan anticuada, la que creía que el hombre era quien debía hacer todo y correr con la totalidad de los gastos. Eso la hacía sentir como una inútil.
—Está bien, pero agarra este. —Le dijo soltándole el menos pesado. Aunque realmente ambos eran livianos, porque llevaban pocas cosas.
Ella le gruñó en un gesto divertido.
—¿Ves que no es tan difícil?, ninguno de los dos va a morir simplemente porque nos compartamos la carga.
—Es que no lo entiendes, Elizabeth, es algo de lo cual no me puedo desprender; aprendí desde muy joven a hacerme responsable por todo...
—Pero ya no eres joven... Tampoco es que seas viejo... Quiero decir, que ya no tienes que responsabilizarte por todo, ya lo hiciste por mucho tiempo —dijo subiendo las escaleras.
Apenas entraron el aroma a café les dio la bienvenida. Dejaron los maletines al lado de la cama y Elizabeth fue hasta la cafetera y le sirvió una taza.
—Gracias —dijo agarrando la taza, pero también le pasó un brazo por encima de los hombros y la pegó a su cuerpo—. Te quedó rico —elogió después de que lo probara.
—No más que a ti, pero sí está bueno. —Sonrió y empezó a regalarle a las yemas de sus dedos las cosquillas que le provocaban los vellos de su pecho.
—A ti otras cosas te salen insuperables —confesó saboreando su labio inferior en un estudiado gesto de seducción.
—¿Como cuáles? —preguntó con pillería.
—¿No te las imaginas? —contrainterrogó, todo provocativo.
—No, pero déjame intentar adivinar... —Su voz sugerente provocaba que el vello de la nuca de Alexandre se erizara.
Elizabeth salió de su cobijo, se paró frente a él y empezó a descender sin apartar su mirada de los ojos grises. Podía observar cómo esas pupilas se dilataban progresivamente debido al deseo naciente.
Ella se puso de rodillas y empezó a desabrocharle el cinturón sin tener que mirar lo que hacía, porque tenía la cabeza elevada con los ojos fijos en los de su hombre.
—¿Crees que voy por buen camino? —susurró, bajando con lentitud el cierre de los vaqueros.
—Estás exactamente en el camino correcto —respondió con el aliento atorado en la garganta y dejó la taza de café sobre la pequeña mesa del comedor, porque ella ya lo estaba haciendo perder el control, y lo que menos deseaba era terminar volcando la bebida caliente sobre su chica.
Elizabeth lo acariciaba suavemente sobre la tela de la ropa interior, lo endurecía de a poco, sabía perfectamente cómo encenderlo, cómo hacer que la sangre ardiente viajara a ese punto.
Bajó un poco la prenda, solo escasos centímetros, para descubrir apenas el glande; y como si hubiese hallado el más preciado tesoro su mirada se iluminó y se le ensanchó la sonrisa.
Con uno de sus pulgares empezó a regalarle caricias circulares y disfrutaba de ver cómo la respiración de Alexandre se agitaba cada vez más, eso le hacía sentir que tenía todo el poder sobre él.
Termino por exponerlo y se dio a la tarea de despertar a esa cobra con sus manos y boca, y como si no fuese suficiente la rigidez para hacerle saber que estaba haciendo muy bien el trabajo, los gruñidos y veneraciones de él se lo confirmaban.
Le gustaba mucho proporcionarle sexo oral, no era una cuestión de sabor, porque realmente no era amante a lo salino; lo que verdaderamente disfrutaba era lo que le hacía sentir, era esa sensación extraordinaria de poder y de goce que estallaba en todo su cuerpo al ver el placer desmedido en él.
Eso para ella era como una de esas drogas de sabores e inhalaciones desagradables, pero todas las sensaciones que despertaban en el organismo eran tan extraordinarias que valía la pena pasar por todo lo demás, y terminaba convirtiéndose en una adicta.
Justo así pasaba con ella, se había convertido en una adicta a esas sesiones de sexo oral entre ellos, esos momentos en que el placer los enfrentaba a los momentos de más intimidad y confianza que pudiera existir entre dos seres humanos.
—Justo así... Sí, ¡oh, sí, mi reina! —Su voz temblorosa y casi ahogada demostraba con creces que estaba gozando el momento—. Sí, delícia, muy bien..., muy bien. —No podía parar de hablar, mientras que con manos trémulas intentaba recoger todos los mechones castaños y hacer una coleta con el claro propósito de apartarlos de la cara de Elizabeth y que no entorpecieran el extraordinario trabajo que estaba haciendo—. Meu Deus..., minha gostosa... Você me deixa louco, você me fascina, minha rainha... Sim, assim... Você é uma delicia..., minha delícia.
Elizabeth le había bajado los vaqueros y la ropa interior, porque no quería barrera alguna que le impidiera darle todo el placer que él necesitaba. Le acariciaba los testículos o se los metía a la boca, mientras que su mirada seguía puesta en ese gesto de goce marcado en su cara.
Varios minutos pasó de rodillas, saboreando el pene caliente y rígido de su marido, lo frotaba con energía, pero con la delicadeza necesaria para no lastimarlo.
Fue Alexandre quien decidió quitarle prioridad a su placer para anteponer el de ella, le ayudó a ponerse en pie, aunque ella estaba un tanto renuente y no quería sacar de su boca la erección; y así se lo confirmó con el quejido que salió de su garganta cuando lo liberó.
Estaba casi sin aliento, aun así, la recibió con un beso voraz, al que Elizabeth correspondió con el mismo entusiasmo mientras seguía masturbándolo con lentitud.
Él empezó a mover sus pies para quitarse los vaqueros, pero se le quedaron atorados con las botas, eso no fue suficiente para que se detuviera, siguió besándola y la sorprendió al cargarla en vilo; con pasos cortos y torpes logró llegar a la cama, donde la dejó.
—Desvístete —ordenó, mientras él se quitaba las malditas botas que no pretendían salir.
Elizabeth con rapidez y energía se quitó cada prenda, hasta quedar como Dios la había traído al mundo. Alexandre tardó un poco más, porque sus zapatos le dieron la pelea, pero no lograron vencerlo; después de eso nada más lo detuvo. Se entregó por completo a Elizabeth, a disfrutar y hacerle disfrutar cada segundo; vivió cada caricia, cada beso, cada roce y palabra; se amaron sin apresurarse por llegar al orgasmo, prefirieron hacer eternas las ansias.
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