CAPÍTULO 25
—Oscar, por favor, cuida muy bien de Violet, que no se pase a la piscina de adultos —suplicó Rachell.
—Mami, pero yo sé nadar —dijo la niña, dejando sus cosas sobre la tumbona.
—Lo sé, cariño, pero es mejor que no te expongas. No quiero que te pase algo, que tu padre me mata.
—Ve tranquila, mamá, la cuidaré.
—Gracias, chiquito. Luana no debe tardar, trata de que se sienta bien.
—Adiós, mamá, ya no te preocupes tanto. Estaremos bien —aseguró él y su mirada se topó con la chica que vestía un sencillo vestido corto hindú.
—Hola, Luana. —Violet corrió hasta donde se acercaba la chica.
—Hola, ¿ya te vas a meter al agua? —preguntó sonriente.
—Te estaba esperando —dijo emocionada, agarrándole la mano para guiarla hasta donde estaban las tumbonas.
—Bueno, yo me voy... Ya saben, cualquier cosa me llaman.
—Sí, eso haremos —repitió Oscar.
—Qué bien luces, te ves hermosa. —Luck le guiñó un ojo a Luana.
—Gracias. —Se sonrojó furiosamente.
—Rachell, ¿verdad que tiene madera para modelo? —Siguió él con las manos dentro del pantalón que llevaba puesto.
—Sí, es preciosa... En cuanto la vi pensé lo mismo —dijo con una tierna sonrisa.
—Gracias. —No podía evitar estar nerviosa y no encontrar otra cosa que decir; sin embargo, ya sabía de quién había heredado Elizabeth tanto encanto—. Es muy amable.
—Cualquier cosa que necesites le dices a Oscar, él lo pedirá al hotel... Espero que se lleven bien, y disculpa si mi hijo no es muy comunicativo, suele ser muy callado.
Luana afirmaba con la cabeza mientras sonreía, en un acto de agradecimiento por tanta atención de parte de Rachell.
Ella se marchó junto a Luck, quien se despidió con un beso en cada mejilla; después se dejó arrastrar por Violet hasta una de las tumbonas.
—¿Vienes al agua? —preguntó Oscar.
—Sí, en un minuto —contestó con el corazón saltándole en la garganta.
—Te espero —aseguró él sin poder quitarle los ojos de encima.
Luana le ayudó a Violet a quitarse el vestido playero.
—Yo elegí este color, es mi favorito —dijo acariciando la tela de su traje de baño.
—Es como tu nombre —dijo sonriente.
—Por eso también me encanta mi nombre... Eli se llama como mi abuela, la mamá de mi papi, y Oscar se llama como mi abuelo, el papá de mi mami. Yo me llamo como el color de los ojos de mami...
—Y los tuyos también.
—Sí. —Soltó una risita—. Los míos también.
—¿Y tú por qué te llamas Luana?
—Mi papá me contó que así se iba a llamar mi mamá, pero que cuando mi abuelo la vio, al nacer, decidió cambiar Luana por Branca, porque según él, era igual a la del cuento de hadas.
—Debió ser muy bonita.
—Sí que lo era, ¿quieres entrar ya a la piscina? —preguntó con una cálida sonrisa.
—¡Sí! Me muero por entrar —confesó—. Ya puedes quitarte el vestido. ¿O te da vergüenza? —preguntó bajito.
—No, no, para nada. —Le dijo en el mismo tono sin dejar de sonreír.
Luana se lo quitó, dejando al descubierto su bikini de fondo amarillo con estampado floreado.
Los ojos mostaza de Oscar se fijaron inmediatamente en el cuerpo de la joven; ya su instinto sexual había sido explotado con Melissa, y ahora lo dominaba. Ya no solo veía la belleza o gentileza en una chica, ahora todo era más físico, sabía apreciar el placer que un cuerpo femenino podía ofrecerle.
Antes no estaba tan pendiente de eso, podía ir a una piscina o playa y los cuerpos de las mujeres no eran algo que le obsesionara, pero ahora era lo principal que captaba su atención; y en algunos casos extremos hasta fantaseaba con verlas desnudas.
Luana tenía un cuerpo lindo, un cuerpo que alteraba sus nervios. Sus caderas eran más anchas que las de Melissa, también poseía más glúteos, unas piernas y abdomen muy firme, con una cintura pequeñita, que provocó que sus manos quisieran moldearla.
No había huellas de que fuese madre, su piel era perfecta, toda ella era hermosa y perfecta.
Una inoportuna erección empezaba a hacerse notar, por lo que sin decir nada corrió a la piscina y se dio un buen chapuzón, esperando que la sangre regresara a otras partes de su cuerpo y que no se concentrara de más donde no debía.
—Oscar no pudo esperar. —Sonrió Violet señalándolo.
Luana entró con ella a la de niños, pero Violet rápidamente se hizo amiga de otras niñas y le dijo que podía ir a la de adultos con su hermano, que ella estaría bien.
Luana quería nadar y en la de niños era imposible, por lo que se lanzó a la más grande y rápidamente la cruzó, después volvió al mismo extremo.
—Nadas muy bien —dijo Oscar acercándose a ella.
—Gracias, mi papá me enseñó.
—Lo imaginé, tu padre lo hace muy bien. Me salvó la vida.
—Algo así me contó Elizabeth —dijo sonriente y se pasó la mano por la cara, para quitarse el exceso de agua.
—¿Por qué no vives con Cobra? —No podía retener su curiosidad, porque deseaba saber todo de ella.
—Cobra. —Sonrió al escuchar que lo llamaba así—. No vivo con él porque siempre ha trabajado aquí en Río y yo estudio en Niterói. Era muy complicado para alguno de los dos tener que hacer ese trayecto todos los días. Siempre he vivido con mami Arlenne y papi Guilherme... Mis abuelos —aclaró.
—¿Has pensado qué quieres estudiar? —Siguió saciando su curiosidad.
—Sí, neuropsicología. ¿Y tú? —preguntó, mirando a los ojos que parecían dos faroles. Se veían más brillantes por los destellos en el agua.
—Me llama la atención ingeniería electrónica.
—Mi tío estudió eso... ¿Conoces a mi tío?
—No, pero supe de él hace unos días, cuando los medios se confundieron y dijeron que era el novio de mi hermana.
—¡Sí! —Soltó una corta carcajada—. ¡Qué locura con eso!
Siguieron hablando por mucho tiempo, dándole libertad a la curiosidad; nadaron otro poco y hasta hicieron competencia, en la cual ganó Luana.
Al final de la tarde ya se hablaban con más confianza, eran amigos que trataban de ocultar los nervios que les provocaba la certeza de que sus sentimientos querían desbocarse e ir más allá de una simple amistad.
A pesar de que Luana tuviese un hijo seguía siendo una adolescente de casi diecisiete años, que se ilusionaba fácilmente, seguía siendo soñadora e inocente en muchos aspectos.
Sin embargo, Oscar era consciente de que Luana era la hija de Cobra y no creía correcto dejar fluir esos neófitos sentimientos que despertaba en él la hija de su amigo, también jugaba en contra que ya ella tuviera un hijo y él su novia, a pesar de lo intensa que últimamente era Melissa le seguía gustando, aunque no más que Luana, y eso empezaba a tenerlo claro.
A pesar de que habían llegado entrada la madrugada de la cena de negocios con un sinnúmero de personas frívolas pero políticamente gentiles, Alexandre no pudo dormir más de las siete de la mañana; no obstante, Elizabeth seguía rendida. Para no despertarla se fue al baño por una buena ducha que lo renovara.
Pasó mucho tiempo bajo el chorro de agua caliente, el suficiente como para suponer que Elizabeth ya estaría por despertar. Salió con una toalla envuelta en las caderas y se acercó a la cama.
Aunque estaba acostada de medio lado y de espaldas a él, le fue fácil deducir que todavía seguía dormida; apoyó una rodilla y los puños en la cama para mantener el equilibrio.
La admiró por casi un minuto y le dio un suave beso en la mejilla, pero ella siguió sin despertar; una de sus manos se aventuró sigilosamente entre las sábanas, al tiempo que él, con mucho cuidado se dejaba caer acostado detrás de ella.
Sus dedos, expertos en explorar hasta llegar a su más deseado tesoro se pasearon por la suave piel del pubis y se hundieron con lentitud entre los calientes pliegues, hasta hallar ese botoncito que tanto amaba estimular.
La sintió tensarse, pero en segundos se relajó mansamente ante su lujuriosa caricia.
—Ummhh... —Gimió, moviéndose lentamente contra él—, creo que me estás malacostumbrando con tu manera de despertarme.
—Quiero despertarte así por siempre —murmuró y empezó a mordisquearle la mandíbula, sin permitirle a sus dedos detener las caricias circulares en el clítoris de su mujer.
Elizabeth le ofreció su boca para fundirse en un beso sexual, donde sus lenguas fueron las protagonistas.
En medio del encuentro de sus bocas, él sacó la mano y se posición encima de ella.
—Qué rico es tenerte así, recién duchado y dispuesto a ensuciarte conmigo —dijo sonriente, mientras le quitaba la toalla en medio de tirones.
Alexandre le quitó la camiseta sin mangas del pijama y la lanzó a algún sitio de la habitación, para atacar con su boca los pechos que mostraban los pezones erectos, en un claro reclamo de deseo.
—Tú no me ensucias, me purificas... —anunció, arrastrándole el pantaloncito junto con las bragas, le sujetó los tobillos y le elevó las piernas, dejándolas descansar separadas sobre sus hombros.
Elizabeth frunció el ceño y ahogó un jadeo en su garganta al sentirlo abriéndose espacio entre sus pliegues, llenándola como si fuese esa pieza perfecta que la completaba. Se agazapó sobre ella y le dio un beso tan ardiente, que por un momento Elizabeth perdió la capacidad de pensar.
Alexandre bajó las torneadas piernas femeninas y se acostó sobre su cuerpo, tratando de apoyar la mayor parte de su peso sobre los codos, para no ahogarla; se quedó quieto, mirándola a los ojos, muy hundido en ella.
—¿Qué sucede, mi vida? —preguntó ella sonriente, mientras esa mirada profunda la confundía.
—Nada —respondió acariciándole con los pulgares las sienes, justo donde nacía su hermoso y sedoso cabello.
—No te creo, sé que algo te pasa.
—Solo te estoy mirando y pienso... —No pudo continuar, solo podía reflejarse en sus preciosos ojos.
—¿En qué piensas, amor mío? —preguntó muy curiosa, mientras deslizaba por la musculosa espalda las yemas de sus dedos.
—Pienso... Es que la mitad del tiempo tengo la loca sensación de que no eres real, que quizá sigues siendo uno de mis sueños, que eres esa adolescente de quince que me enamoró, que no eres la mujer de veintitrés... No me creo que estés aquí, conmigo.
Elizabeth sonrió aliviada y más enamorada.
—¿Y la otra mitad del tiempo qué sientes? —preguntó mirando a esos ojos bonitos enmarcados por ligeras líneas de expresión.
—Que soy el Alexandre adolescente.
Elizabeth siguió sonriendo con el corazón sumamente agitado, producto de la dicha.
Alexandre siguió mirándola a los ojos, tratando de grabarla en sus retinas; así, sonrojada, ligeramente sudada, despeinada. Le sonrió muy sutilmente, apenas elevando con demasiada ligereza las comisuras de sus labios, al tiempo que deslizaba una mano alrededor de su nuca y le acarició con suavidad el labio inferior con el pulgar; pero los ojos profundos de ella lo volvían a cautivar inexorablemente en sus profundidades. Dejó de mover el pulgar, lo apretó para obligarla a abrir los labios y capturó con arrebato su boca.
Con la sangre pulsando en sus sienes y cuello Alexandre reanudó sus movimientos con lentitud, y exhaló ante la exquisita sensación que le produjo la húmeda calidez que lo envolvía.
Ella lo rodeó con sus brazos, abriéndose completamente para él, moviéndose al son que su hombre le marcaba.
Él luchó por contener el orgasmo que amenazaba con hacer erupción y empezó a moverse con más intensidad, llevándola con rapidez a la culminación, regocijándose con el grito ahogado que ella lanzó en su oído y en su manera de clavarle las uñas en la espalda mientras se estremecía convulsivamente.
Llevó las manos hasta sus nalgas, las apretó y le alzó las caderas, movido por un deseo incontrolable de estar en ese instante en lo más profundo de ella. Estalló con una fuerza que le hizo gruñir ruidosamente y resoplar, pero no dejó de moverse, solo disfrutaba de la sensación que se apoderó de cada terminación nerviosa suya, de esa energía que hizo estremecer su cuerpo, dejándolo débil y totalmente consumido.
Se desplomó sobre ella porque había perdido toda la fuerza, pero para no sofocarla rodó y se dejó caer acostado a un lado, con el pecho agitado. Le sujetó la mano y empezó besarle la palma.
Ella soltaba risitas porque le hacía cosquilla, pero en la misma medida le encantaba que lo hiciera. Se puso de medio lado y con esa mano que él le sostenía empezó a acariciarle el rostro, todavía muy sonrojado por el orgasmo que había disfrutado.
—Te amo, Alex —susurró ella, que no temía en lo absoluto expresar sus sentimientos—. Amo cuando me acaricias, cuando me miras...; amo el sonido de tu voz, amo lo que me provocas cuando te siento cerca, cuando te toco... Amo tus rizos y tus dientes... Todo de ti me gusta, estoy perdida...
—Voy a corresponder a ese amor, te haré feliz, te lo juro.
—Me has hecho feliz desde que... Bueno, no puedo decir que desde que nos conocimos, eso sería mentirte descaradamente —dijo sonriente—. Me has hecho feliz desde el primer orgasmo en aquel helicóptero...
—Creo que no lo tienes claro... —interrumpió, golpeándole la punta de la nariz con la punta de uno de sus dedos.
—¿Cómo que no? Un orgasmo es felicidad, eso no lo dudes.
—Supongo que en eso tengo que darte la razón... ¿Bajaremos a desayunar?
—Te he dejado hambriento, ¿eh? —preguntó arrimándose más contra él—. No quiero bajar ahora, ¿te parece si pedimos servicio a la habitación?
—Buena idea, podemos quedarnos desnudos todo el día, así no tendremos que perder tiempo en desvestirnos.
—Es buen plan, pero por si no lo recuerdas, tenemos un compromiso, y mi madre no debe tardar en llamar.
—Lo olvidaba. —Se acercó y la besó con ternura.
—Voy a ducharme, tú pide el desayuno —dijo saliendo de la cama.
—Te acompaño, necesito limpiarme.
—Entonces, ven, cariño. —Se giró de frente a él y lo invitó con un provocativo ademán de sus manos.
Alexandre salió de la cama de un salto y corrió para alcanzarla, pero ella en medio de un grito divertido se volvió y se echó a correr al baño.
La alcanzó y en medio de risas entraron a la ducha, él salió mucho antes, se puso un albornoz y regresó a la habitación.
Sabía qué pedir para ambos, porque era quien prácticamente cuidaba la alimentación de ella.
Era común que Elizabeth tardara casi una hora duchándose, y cuando llegó el desayuno todavía no salía.
Invitó a pasar a la mujer para que dejara el carrito en el vestíbulo de la habitación, le agradeció y la despidió. Rodó el carrito hasta dejarlo junto a la cama, no iba a desayunar antes que ella, por lo que prefirió entretenerse leyendo el periódico que habían llevado.
Sentado al borde del colchón se sumergió en las páginas del diario, encontrándose con la desagradable noticia de ver una fotografía suya junto a Elizabeth y Luana, llegando al aeropuerto.
Lo que verdaderamente provocó que la rabia recorriera su cuerpo y se concentrara en cada molécula de su ser fue leer la nota y que no dijeran absolutamente nada positivo de él, mucho menos de Luana.
Le enfurecía que lo tildaran de aprovechado. Lo de poco atractivo lo tenía claro y le importaba una mierda, pero que aseguraran que solo estaba con Elizabeth por su fama y fortuna era inaudito.
Jamás una crítica le había hecho sentir tanta rabia, impotencia y tristeza, ahora cada palabra escrita en esa maldita nota socavaba su seguridad y ponía en una cuerda floja su resolución de seguir junto a la mujer que amaba en contra de lo que fuera.
Sin poder evitarlo la bilis se le subió a la garganta y se le mezcló con las lágrimas que contenía. Él podía soportar cualquier veneno que quisieran esparcir esos malditos, pero no podía permitir que salpicaran a su hija. Luana no tenía que ser blanco de malintencionados ataques; debía hacer lo que estaba en sus manos para ponerla a salvo.
—¡Ya llegó la comida! ¡Qué bien! Muero de hambre —dijo Elizabeth de muy buena gana acercándose a la cama, se subió y gateó hasta él.
Alexandre dobló el «Folha» y lo dejó a un lado, tragando en seco las amargas emociones; cerró los ojos al sentir que Elizabeth lo abrazaba por detrás y le regalaba una guerra de besos; sin embargo, esa entrega de ella no era suficiente para hacer que olvidara lo que había leído en las noticias.
—¿Qué pediste? —Ella continuó con su chispeante energía de rodillas sobre la cama sin dejar de abrazarlo.
Alexandre estiró la mano y le quitó la tapa a la bandeja que contenía los alimentos.
—Eso se ve buenísimo. —Lo bordeó, se sentó en las piernas de él y lo miró a la cara. Inmediatamente se dio cuenta de que algo no andaba bien—. ¿Qué sucede, mi vida? —interrogó con la confusión bailando en sus labios.
—Nada —respondió, agarró el cubierto, cortó un trozo de tortilla de huevo y lo pinchó—. Anda, come. —La instó, entretanto él se obligaba a mostrarse normal, cuando su pecho y cabeza todavía eran un hervidero.
—Alex, algo te pasa. —Lo miró con el ceño fruncido—. Estoy segura, no puedes ocultarlo —afirmó preocupándose—. Quiero que me lo cuentes, por favor.
—Está bien. —Dejó el tenedor en el plato—. No podré quedarme...
—¡¿Cómo?!
—Lo siento, pero tengo que volver a Río...
—Aseguraste que no iban a molestarte del trabajo... ¿Qué pasó ahora? —cuestionó muy triste pero también algo molesta—. No puedes irte.
—Lo siento —susurró entrecerrando los ojos.
—No, no lo sientes en absoluto. —Protestó.
—No seas caprichosa...
—No lo seas tú. —Se levantó de sus piernas, dejando que la molestia la gobernara—. No entiendo por qué de repente quieres irte, acabamos de pasarlo tan bien y podemos seguir disfrutando... ¿Hice algo mal?
—No, tú no hiciste nada, no tienes culpa de nada. —Se levantó y la sujetó por los hombros.
—Entonces, ¿quién tiene la culpa?...
—No es nada.
—¿Quién la tiene? —Volvió a interrogar a quemarropa.
Alexandre le soltó los hombros y retrocedió un paso, al tiempo que se rascaba la cabeza, porque no sabía cómo salir de esa situación.
—Elizabeth, en serio, no te preocupes. Comprendo que tienes que cumplir con tus obligaciones... Voy a regresar con Luana a Río y te prometo... No, te juro, que las cosas seguirán iguales —dijo juntando sus manos en forma de ruego.
—No puedes hacerle eso a Luana, sabes lo ilusionada que está... Has visto lo feliz que está, no puedes ahora sencillamente decirle que se van, cuando está a horas de vivir una experiencia que para ella será maravillosa... Entiendo, realmente entiendo que no te guste todo esto, que de cierta manera te agobie, porque no eres un hombre de frivolidades, pero tu hija adora este mundo de tendencias... —hablaba con las lágrimas ya subiendo a su garganta—. ¿Puedes hacerlo por ella?
—No. —Negó con la cabeza—. Solo intento protegerla, no quiero exponerla.
—¿De qué? Esto no es malo... La moda no es mala.
—La moda no. —Agarró el diario y lo tendió hacia ella—. ¡Pero esto sí! —dijo con dientes apretados, tratando de contener la ira, no en contra de su mujer sino del pedazo de papel que tenía en la mano.
Elizabeth agarró el Folha y con rapidez empezó a abrir las hojas del diario, casi con desesperación, hasta que vio la foto que adornaba la nota. Empezó a leerla e inevitablemente la furia le calentó la sangre, no podía imaginarse cómo estaba Alexandre.
—Esto..., esto es mierda —estalló lanzando el diario al suelo—. ¡Es mierda!
—Tengo que irme, Elizabeth, y me llevaré a Luana.
—Alex..., Alex, no lo hagas. —Las lágrimas se le derramaron, eran una mezcla de impotencia, rabia y tristeza.
—Eli, cariño...
—No te vayas, no permitas que esto te afecte, no lo permitas... Es basura, ellos necesitan poner cualquier mierda en esas hojas para vender. Tú sabes que eso no es cierto, yo lo sé, es lo único que importa... Por favor, amor, no permitas que los que no pueden ver lo que tenemos, los que no pueden sentir lo que sentimos nos arruinen... Yo..., yo... —balbuceó limpiándose las lágrimas—. Yo sabía que tarde o temprano esto iba a pasar, que la gente sacaría estúpidas conclusiones, pero no pensé..., realmente no pensé que ibas a permitir que te afectara. —Sorbió los mocos y no dejaba de sollozar, sin saber que esa situación solo hacía más difícil mantener la decisión que él había tomado—. Imaginé que lo que sientes por mí es más fuerte que cualquier cosa, más fuerte que la venenosa opinión de todos esos malditos —protestó con los nervios descontrolados y la rabia dominándola—. Pero no es así, te rindes a la primera, ¡te rindes!
De una larga zancada él se acercó y le sujetó la cabeza, poniendo sus manos sobre sus orejas.
—No, no me estoy rindiendo, solo intento proteger a Luana. Por favor, entiéndeme... Sí, me duele que digan esas cosas de mí, pero puedo lidiar con eso, puedo aceptar el odio y las especulaciones del mundo entero, pero no puedo dejar que se metan con mi hija.
—Las críticas son cosas que no podrás evitar mientras estemos juntos, no importa dónde estés, siempre existirán; van a perseguirte... Tienes que aprender a vivir con eso, no dejar que te afecten. Yo suelo no mirarlas, suelo no leer nada en ningún portal de noticias que lleve mi nombre; lo aprendí desde hace mucho, porque es la única manera de poder vivir sin amargarme... Entiendo que quieras proteger a Luana, yo también quiero hacerlo... Ella comprenderá que no tienes culpa de lo que los medios dicen, pero si te la llevas no va a comprender que quieras arruinar uno de sus sueños.
—Elizabeth, no puedo evitar que este evento sea una excusa para que hablen mal de mi hija, sus amigas leerán los diarios y van a burlarse...
—Sigues pensando en el qué dirán, pero no te detienes a pensar en lo que yo siento porque estés haciendo esto. ¡Creí que yo era la inmadura!
Alexandre le soltó la cabeza y retrocedió un par de pasos.
—Ahora no, no estoy preparado para esto... Voy a esperarte en casa, donde nadie más se inmiscuye.
—Vas a huir, te vas como un estúpido cobarde..., pero entiende que no podremos encerrarnos siempre. No quiero vivir a puerta cerrada lo que siento por ti, si por mí fuera permitiría que me hicieras el amor delante de todo el mundo, y que hablen toda la mierda que quieran, porque no me avergüenzo de ti ni de lo que siento... —Sus palabras fueron interrumpidas porque, Alexandre, de un par de zancadas, acortó la distancia que había puesto entre ambos, la sujetó por la cintura y la lanzó a la cama; enseguida él se le echó encima y empezó a besarla con desesperación. Y ella, en medio de las lágrimas correspondió.
—Te amo, no lo dudes... Mi amor no tiene que ver con las opiniones de los demás.
—Entonces no te vayas. —Empezó a darle tirones al albornoz, para quitárselo—. Demuéstrame que puedes con todo esto, y yo te ayudaré a proteger a Luana, lo juro..., lo juro, mi cielo. —Sollozó en la boca de él—. Voy a cuidarla, no sé cómo, no sé si tenga la madurez suficiente para hacerlo, pero te doy mi palabra de que haré todo lo posible para que ella esté segura y sea feliz, para que tú lo seas.
Alexandre volvió a besarla con gran arrebato, mientras que sus manos se paseaban ardientes por los muslos de ella.
—Te amo, gostosa. Lo siento... Nunca más te haré llorar, no lo haré, perdóname —murmuraba sin dejar de besar intermitentemente toda la cara de ella.
Una vez más se entregaron ala pasión desmedida, con las batas de paño a medio quitar, en las sábanastodavía revueltas y húmedas del encuentro anterior.
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