CAPÍTULO 21
El sol todavía no despuntaba cuando Elizabeth caminaba con gran energía, tomada de la mano de Alexandre, llevada por la adrenalina que corría desbocada por su cuerpo, producto de la emoción que sentía al saber que estaba a punto de jugar.
La hierba estaba todavía mojada por el rocío nocturno, los pájaros cantaban, dándole la bienvenida a un nuevo día, y el espejo oscuro de agua de la Laguna Rodrigo de Freitas se mecía suavemente, como lo hacía comúnmente una madre cuando arrullaba a su hijo recién nacido.
A pesar de la hora, varias personas se encontraban corriendo o en bicicleta, siguiendo el circuito que bordeaba a la laguna, mientras que Alexandre y Elizabeth seguían hasta el punto de encuentro. Mucho antes de llegar podían escuchar las voces de los capoeiristas que habían llegado primero y que se convertían en un impulso para la emoción de Elizabeth.
—¡Hola! —saludó emocionada al tiempo que le soltaba la mano a Alexandre y emprendía la carrera hacia el grupo que estaba sentado en la hierba, conversando y practicando algunos acordes con el berimbau.
—Hola, mamacita rica. —La saludó Manoel, como siempre hacía solo por molestar, al tiempo que le plantaba un beso en cada mejilla.
Se dio a la tarea de presentarle a cuatro de los chicos que había invitado de la otra academia; ella aprovechó que en ese momento Alexandre llegaba y también se los presentó.
—Hola Bruno, te has caído de la cama. —Elizabeth se acercó y le besó cada mejilla.
Alexandre no le dio tiempo a que la mirara mucho, menos que la tuviera cerca, porque le hizo saber que estaba presente al ofrecerle la mano.
—Faltan Miriam, Orlando y Fernando, ya no deben tardar... Miriam me escribió hace como cinco minutos, diciendo que ya venía en camino —informó Bruno.
Mientras esperaban a los jugadores que faltaban se repartieron los instrumentos, para poder darle vida a la roda.
Ya el pandeiro, el atabaque y el agogô tenía a sus ejecutores, pero nadie se animaba a hacer vibrar el berimbau.
—Yo lo hago. —Se ofreció Alexandre, agarrando el instrumento.
—Pensé que ibas a jugar —comentó Elizabeth en voz baja, solo para que él la escuchara.
—Lo haré, pero primero quiero ver cómo lo hacen tus amigos; además, no hay quien lo toque, y sin berimbau no hay roda. —Le dijo sonriente.
—Pero tienes que jugar.
—Lo haré, sé que te mueres porque estos aprendices conozcan a Cobra...
Elizabeth puso los ojos en blanco en señal de que no lo soportaba cuando su orgullo capoeirista superaba la estratósfera.
—No es eso, es que vinimos a jugar, pero pensándolo bien, será mejor que el egocéntrico e irritable de Cobra no salga.
—¿Tienes miedo?
—¿De Cobra? —Bufó divertida—. Jamás, eso quisieras —dijo con suficiencia, pero secretamente admiraba cómo tocaba el instrumento.
En ese momento llegaron los integrantes que faltaban, se saludaron y decidieron no perder tiempo para formar la roda en medio de una algarabía de buen ánimo.
Algunas personas al ver que iba a empezar el juego se acercaron para observar el espectáculo. Elizabeth no podía quitar su mirada de Alexandre, quien conversaba con los que tenían los demás instrumentos, quizá estaban poniéndose de acuerdo para ver con qué corrido iniciarían.
Ya el círculo estaba formado y la buena energía envolvía a todos en el lugar, hasta que un inesperado integrante se sumó a la roda, provocando que los nervios de Elizabeth se descontrolaran.
«¿Quién demonios lo invitó?, ¿cómo se enteró?» Fueron las interrogantes en su cabeza al ver que Paulo se paraba justo frente a ella.
Las ganas por sacarlo de juego eran casi incontrolables, pero no podía, en las rodas eso no estaba permitido; no había lugar para los prejuicios, banalidades. Si existía algún tipo de rivalidad, era ahí donde los opuestos se encontraban, el docto y el analfabeto, el blanco y el negro, ahí los enemigos luchaban. Allí todos sabían los principios de la capoeira y no iban a permitir que se expulsara a Paulo, mucho menos perdonarían que después de que ella hubiera organizado todo eso, sencillamente se marchara o no jugara.
El corazón se le lanzó en frenético galope y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar su pecho agitado. No pretendía que los demás se dieran cuenta de que la tenía nerviosa; sin embargo, con una sonrisa fingida miró a Bruno, que también la miraba; ni para él ni Manoel ni Miriam era un secreto lo que había pasado entre ellos.
Estaba segura de que sus amigos sabían que estaba incómoda, pero también se esforzaban por disimular. Entonces decidió poner toda su atención en Alexandre, quien en ese momento ejecutaba a la perfección su instrumento, para dar inicio al primer encuentro.
Él la miró de soslayo y le guiñó un ojo con esa sensualidad innata que poseía, el gesto fue ligero y casi disimulado, pero fue suficiente para que ella sonriera y sintiera cómo se mezclaban los nervios que despertaba Paulo por su inesperada aparición con la emoción que provocaba Alexandre de solo mirarla. Paulo había llegado para arruinar un momento que debió ser perfecto, no quería echarlo, solo que dejara de mirarla con tanta insistencia, porque Alexandre, que era tan malicioso como una serpiente, ya se habría dado cuenta del genuino interés del recién llegado en ella.
Los primeros jugadores entraron a la roda y fue suficiente para que el espectáculo se animara, las palmadas y el canto acompañaban al corrido, todos se mostraban emocionados en un encuentro carente de la malicia del juego duro.
Uno a uno los jugadores se adentraban en la roda, y Elizabeth tenía la certeza de que su oponente sería Paulo; el muy desgraciado se había asegurado de que tuvieran que encontrarse, y rechazarlo no era una opción, porque lo que menos deseaba era quedar como una cobarde. En realidad, no podía entender a Paulo, si ella estaba segura de que su amistad había terminado en aquel intrincado encuentro en Nueva York. No comprendía qué carajo hacía ahí.
Lo inevitable había llegado, le tocaba luchar con él y sus nervios se intensificaron; inhaló profundamente y exhaló con lentitud, en un intento por encontrar la calma.
Miró a Alexandre, quien tocaba con energía el berimbau y tenía el ceño ligeramente fruncido; eso no supo cómo interpretarlo, no podía asegurar si estaba concentrado en lo que hacía o molesto con ella, porque sus nervios podían notarse a kilómetros.
En medio del saludo a Paulo lo miró a los ojos con evidente reproche, pero pudo ver en sus pupilas satisfacción por lo que estaba provocando en ella.
Se apresuró para ser la primera en atacar y confió en que su rabia sería el impulso para sus ataques, pero lo cierto fue que Paulo supo esquivarla con maestría y contar con la rapidez suficiente para atacarla y acertar. La impotencia empezó a gobernarla, no iba a permitir que él la dejara en ridículo, pero por más que se aplicaba no conseguía recuperarse, se encontraba demasiado perturbada como para recobrar el control.
Primera vez que salía del centro de la roda después de brindar un humillante espectáculo, y lo que más le hacía odiarse era haber sido peor que Paulo, quien no destacaba para nada en el arte. Tenía tanta rabia que quería llorar, o en el mejor de los casos, irse contra él y sacarle los ojos para que dejara de mirarla como si la hubiese humillado, ciertamente lo había hecho, pero fue a causa de su inesperada y para nada deseada visita.
Apretó fuertemente la mandíbula y miró a Alexandre; ella, que ya conocía sus miradas, se dio cuenta de que deseaba fulminar a Paulo; tanto, que podía jurar que estaba deseando dejar de lado el instrumento para ridiculizar al que había sido su oponente. Alexandre no sabía quién era ese tipo, pero no le agradaba en absoluto por cómo había provocado que Elizabeth se tensara, al punto de que no fuera ni la sombra de la capoeirista que era; había conseguido que brindara una presentación mediocre, algo que jamás imaginó presenciar.
Sentía rabia en contra de él y de ella, porque había permitido que sus emociones borraran a la capoeirista y desaprovechó la oportunidad que tenía para demostrar todo lo que había aprendido en la favela. La primera ronda terminó e hicieron un descanso para hidratarse mientras conversaban de lo que tenían en común, la capoeira, y aprovechaban para conocerse más.
—¿Quién invitó a Paulo? —preguntó Elizabeth en un susurro, interrumpiendo en la conversación que mantenían Bruno y Manoel.
—Yo no. —Manoel negó con la cabeza.
—Yo menos, sabes que no me agrada —intervino Bruno—. Pero es evidente que se enteró de la roda.
—Bueno, no importa...
—Si quieres le pido que se largue, para mí será un placer —musitó Bruno, quien estimaba demasiado a Elizabeth y no le gustaba verla incómoda.
—No, está bien, ya no importa... —Sintió unas fuertes manos que sorpresivamente se le aferraban a las caderas y un beso cayó en su mejilla.
—¿Todo bien?
La voz de Alexandre caló en su oído. En ese momento Bruno y Manoel le brindaron privacidad a la pareja.
—Perfectamente —respondió ella, pegándose más al cuerpo de él. Le sujetó las manos y las arrastró por su abdomen para que le abrazara la cintura—. No sabía que eras tan bueno con el berimbau —elogió, porque si no lo hacía no podría estar tranquila.
—Cuando vayas a casa le preguntas a mi padre cómo aprendí —comentó sonriente.
—Me hago una idea —confesó volviéndose para mirarlo a la cara.
—¿Quién es el tipo que luchó contigo? —preguntó sin poder esperar más.
—Un capoeirista. —Tragó en seco y le esquivó la mirada.
—Evidentemente, lo es, pero hizo que te desconcentraras y no pudieras mostrar lo que eres capaz de dar... Sin destacar que su técnica es realmente pésima.
—Sí que lo es, es un excompañero de la academia. —Resopló al ver que ninguna de las palabras que decía lograban convencer a Alexandre—. Salí con él un par de veces, yo no quería nada serio..., pero evidentemente él pretendía otra cosa —confesó al fin y era como si un peso la abandonara.
—¿Lo invitaste?
—No, y no sé quién lo hizo ni cómo se enteró... Indudablemente no lo esperaba, es que la última vez que nos vimos las cosas no terminaron para nada bien.
—Entiendo, pero no dejes que te perturbe, es lo que pretende —aconsejó, agradeciendo que ella fuese sincera con él—. Ahora voy a enseñarle a ese imbécil cómo se juega. —Le sonrió de esa manera en la que arrugaba la nariz.
Elizabeth se puso de puntillas y lo besó, aprovechando que estaban algo apartados de los demás para disfrutar de la expresión más pura de sus sentimientos. El tiempo de descanso terminó y la roda volvió a formarse, Alexandre le cedió el berimbau a otro integrante, permaneció al lado de Elizabeth, pero con su mirada más retadora y penetrante puesta en Paulo, quien descaradamente mantenía una cínica sonrisa.
Paulo atravesó el círculo y llegó hasta donde estaban Manoel y Bruno, se despidió de ambos, quienes fueron políticamente correctos con él. El próximo objetivo de Paulo fue Elizabeth, se paró frente a ella, quien lo miraba a los ojos sin mostrarse intimidada.
—Adiós, Eli. —Negó con la cabeza—. No eres tan buena; después de todo, no eres más que un mito —murmuró.
Elizabeth retuvo a Alexandre por el brazo, apretándolo tan fuerte que tuvo que enterrarle las uñas, ya que evidentemente, su intención era iniciar una pelea.
—Adiós, Paulo. —Solo se limitó a decir, porque no iba a darle la importancia que él esperaba.
Él siguió con esa media sonrisa descarada que ella deseaba borrarle de una bofetada. Cuando lo conoció le pareció tan atractivo, tan encantador; jamás imaginó que terminaría siendo tan miserable.
—¿Ya conoces a Luck? —preguntó, clavando la mirada en Alexandre, quien era unos cuantos centímetros más alto que él y poseedor de más masa muscular, pero ni por muy intimidante que pareciera el hombre le mostraría temor, porque verdaderamente no se lo tenía.
—Lárgate, Paulo —dijo Elizabeth con dientes apretados y reteniendo a Alexandre, quien parecía un toro a punto de salir al rodeo.
—¿Ya le dijiste que solo es un pasatiempo, porque tu noviecito es irreemplazable? —Siguió con su descaro de querer humillarla.
Las miradas de los demás estaban puestas en ellos, a la espera de que las cosas se salieran de control, porque evidentemente, Alexandre estaba a un suspiro de perder los estribos.
—Paulo, si no vas a jugar, será mejor que te vayas —intervino Bruno, quien realmente deseaba que se fuera, y porque no era costumbre para ellos que las rodas terminaran en medio de una pelea.
Alexandre no tenía ganas de cruzar palabras con él, lo que deseaba era partirle la cara, pero se estaba conteniendo por Elizabeth, porque apenas estaba edificando su sueño de hacer rodas fuera de la academia y de la favela. Había encontrado un punto de equilibrio para poder poner en práctica lo que tanto le apasionaba, como para permitir que ese imbécil le hiciera perder el control y terminara arruinando todo por lo que había luchado la mujer que amaba.
En la favela no estaría mal visto que le diera una buena paliza, porque estaban acostumbrados a que los juegos concluyeran con sangre de por medio y un vulgar vocabulario, alentándolos a que se dieran más duro, pero estos niños de bien terminarían impresionados.
—Vete, Paulo y no se te ocurra volver —repitió Elizabeth—. Aquí no eres bienvenido. —Estaba conteniendo las ganas que tenía de soltarle un derechazo.
—Ya me lo has dejado claro —siseó mirándola a los ojos y retrocedió varios pasos, después se giró y se marchó.
Fue imposible que la tensión en el ambiente no se sintiera, Elizabeth quería gritarles a todos que dejaran de mirarla como si fuera el centro del espectáculo, pero las palabras no le pasaban de la garganta.
—Vamos a jugar —dijo Bruno aplaudiendo con ánimo.
Él, que había aprendido a amar a Elizabeth en silencio, lo que menos deseaba era que le hicieran daño; y maldita había sido la hora en que ella se fijó en el fanfarrón de Paulo.
El retumbe del atabaque siguió al vigoroso sonido del vibrar de la cuerda del berimbau, y el pandeiro se unió, derramando sus misteriosas y ancestrales notas africanas.
Un nuevo juego inició y Alexandre tuvo la oportunidad de participar y demostrar de qué madera estaba hecho, cómo dominaba a la perfección la capoeira; les ganaba a todos por experiencia y técnica, había aprendido en las calles donde más se exigía, donde la capoeira no tenía límites ni barreras. Todos admiraban cada acrobacia y ataque del hombre, su contundencia y rapidez; para muchos era primera vez que estaban frente a un «bamba». El orgullo de Elizabeth estaba a punto de reventar al ver la cara de los presentes, quería gritarles que ese era su hombre, su capoeirista, su guerrero, pero sin que él se enterara, porque no pretendía alimentar al egocéntrico Cobra.
Por ese día dieron por terminado el juego, todos estaban muy satisfechos y felices; tanto, que inmediatamente programaron el próximo encuentro para el sábado siguiente, en el mismo lugar. No obstante, Alexandre y Elizabeth tuvieron que excusarse, porque ese fin de semana tenían que viajar a São Paulo.
Se despidieron en medio de palabras de admiración para Alexandre, quien las agradecía con fingida humildad; de eso estaba segura Elizabeth, que empezaba a conocerlo muy bien.
—Quiero de vuelta a mi marido, ya puedes mandar a Cobra a lo más recóndito de tu ser —dijo Elizabeth mientras caminaban tomados de la mano, de regreso a donde habían dejado la moto.
—Definitivamente, son unos principiantes...
—Ya —interrumpió ella—. Adiós, Cobra, ve a dormir... Nos vemos en quince días.
Alexandre la sorprendió al cargarla, por lo que no pudo evitar soltar un grito y aferrársele con las piernas a la cintura, mientras él le envolvía el torso con sus poderosos brazos.
Para él era tan fácil cargarla como si fuese una pequeña de diez años, mientras ella se reía divertida, dejando en el olvido el amargo incidente con Paulo.
—Vamos a buscar a Luana.
—Eso haremos, pero primero vamos al apartamento a ducharnos y a comer.
—Eso lo podemos hacer después, vamos ya... Es que muero por ver su cara cuando llegue al apartamento y vea su habitación... También cuando le entregue la invitación del desfile.
—Sí que eres impaciente, y me encantaría complacerte, pero tenemos que ir a dejar la moto; no podemos venirnos los cuatro en la Harley.
—Tienes razón. —Hizo un puchero—. Está bien, vamos a casa, pero nos daremos prisa.
—Lo haremos —dijo abrazado a ella, mientras caminaban por el camino peatonal que bordeaba la laguna, y por cómo la llevaba cargada se ganaban las miradas de la mayoría de las personas.
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