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CAPÍTULO 19


Elizabeth despertó sintiéndose renovada, sin tener idea de cuántas horas había dormido, pero las que fueron definitivamente valieron la pena. Rodó en el colchón, encontrándose sola.

A tientas, en medio de la oscuridad buscó su teléfono, percatándose de que casi era medianoche; se levantó vistiendo solamente una tanguita, caminó al baño, encendió la luz; por la hora, pensaba volver a dormir, pero realmente no tenía nada de sueño, y más allá de eso, quería saber dónde podía estar Alexandre a esa hora.

Decidida a quedarse despierta se cepilló los dientes y se lavó la cara, después se recogió el pelo con la liga que estaba en la encimera del lavabo. Tenía la cara realmente hinchada por todo lo que había dormido.

Salió de la habitación y se paseó por el apartamento. No encontró a Alexandre, pero sí halló en la barra de la cocina una de sus particulares notas, donde le avisaba que estaba en la azotea.

Puso a calentar agua para prepararse un té, dobló la notita, como había hecho con todas las anteriores y se fue a guardarla en una de sus carteras, pero antes de irse a la habitación se puso la camiseta que Alexandre había dejado en el sofá.

Regresó de la habitación revisando su teléfono y calzada con sus pantuflas.

Se encontró con un mensaje de Cristina, informándole que había llegado bien y que necesitaba saber de ella.

—Mierda —masculló al recordar que no le había avisado a nadie de su llegada. Por la hora decidió solo dejarle un mensaje de voz—. Hola, Cris, disculpa que no te haya respondido antes, pero apenas llegué caí rendida; justo me acabo de despertar... Llegué bien, espero que descanses, te quiero.

Puso el teléfono en la barra y buscó en el mueble de la cocina la taza más grande para servir suficiente té para ambos.

Vertió el agua caliente y sumergió dos sobres; aseguró su teléfono debajo de su axila, y con las dos manos sostuvo el platito de porcelana; caminó a la salida, agarró las llaves y abandonó el apartamento.

Sabía que a esa hora casi todos en el edificio estarían descansando en sus hogares, porque los que habitaban ahí eran tan viejos como la estructura, a excepción de unos pocos.

Entró al ascensor y marcó a la azotea, ya se había acostumbrado al chirrido del obsoleto aparado; hasta podía asegurar que una vez que se mudaran iba a extrañarlo.

Salió dando pasitos cortos para evitar derramamiento, subió las escaleras, y con la espalda empujó la pesada puerta. Antes de que pudiera verlo escuchó un golpe amortiguado por la gruesa alfombra de hule.

—Buenas noches —saludó a su muy sudado y sonrojado marido, que estaba llevando de un lado a otro el gran neumático de Caterpillar—. Traje este té, para que compartamos —dijo sonriente, observando lo pecaminoso que se veía con ese short pegado a sus gruesos y fuertes muslos—. Pero sigue, termina lo que haces. —Puso la taza y el teléfono sobre la media pared, con mucho cuidado se impulsó con las manos y de un salto se sentó; evitaba mirar hacia abajo para no llenarse de nervios al pensar que podía quedar echa mierda al terminar estampada contra la calzada si perdía el equilibrio.

Alexandre sonrió sofocado, pero continuó con su ejercicio, solo a Elizabeth se le ocurría traerle té para después de su entrenamiento con el calor que estaba haciendo; esperaba que por lo menos se enfriara antes de finalizar su rutina, porque estaba seguro de que no iba a rechazárselo.

Ella podía pasarse toda la vida mirando cómo se ejercitaba, enfocada en cada músculo trabajado, en sus gestos del más puro esfuerzo, en cada gota de sudor que corría por su piel y en sus jadeos cada vez que conseguía cumplir su objetivo, pero no pretendía robar su atención por estar embobada mirándolo, por lo que agarró su teléfono y empezó a revisarlo, aunque era difícil encontrar algo más entretenido.

Apenas veía las llamadas perdidas de su madre, quizá también necesitaba saber si había llegado bien de su viaje; estaba segura que además le había enviado mensajes, pero antes de revisar prefirió llamarla. Bien sabía que a esa hora debía estar leyendo, como acostumbraba a hacer antes de dormir.

Le marcó y esperó unos tres tonos para que le contestara.

—Hola, mamá —saludó emocionándose de solo escucharle la voz.

—Hola, cariño. —La saludó y dejó el libro sobre su regazo—. ¿Cómo estás?, ¿llegaste bien? ¿Por qué no me habías llamado? —Lanzó su ráfaga de preguntas.

—Porque ya no somos importantes para ella —refunfuñó Samuel, quien estaba su lado también sumido en la lectura. Se moría por arrebatarle el teléfono a Rachell y escuchar la voz de Elizabeth, pero su orgullo jamás le permitiría esa muestra de debilidad.

—Mami, es que llegué muy cansada y me fui a dormir... Bueno, no fue inmediatamente... Te tengo una excelente noticia —dijo con la emoción a flor de piel.

—¿Sí?, cuéntame. —Rachell puso el libro sobre la mesita, salió de la cama y se fue a encerrar al baño; después de que Samuel chasqueara un par de veces porque no le dejaba concentrarse en la lectura.

Apenas cerró la puerta, Samuel dejó el libro de lado y corrió casi de puntillas, sin poder retener su curiosidad, porque necesitaba saber qué era eso que tanto se secreteaban su mujer y su hija.

Se paró justo al lado de la puerta, con la oreja casi pegada a la madera, esperando escuchar lo mínimo.

—Alexandre me estaba esperando con una sorpresa, vamos a mudarnos a un apartamento más grande; tiene más habitaciones y es mucho más moderno.

—¡Qué bueno, cariño! Entonces parece que la relación es cada vez más seria, ¿te gusta ese nuevo apartamento?

—Me encanta, está en Copacabana, a unas pocas calles de donde estamos ahora.

—¿Cuántas habitaciones tiene? —preguntó sintiéndose feliz de escuchar a su hija bien y contenta.

—Tres, una es para Luana, así podrá visitarnos cuando quiera.

—Me alegra mucho corazón.

—Gracias, mami, ¿y papi cómo está? Lo extraño mucho, desearía escuchar su voz.

—Está bien, lo dejé en la cama, leyendo. Sé que él también te extraña, mi amor.

—Pero no me llama.

—Tú tampoco lo haces...

—Fue él quien dijo que si me quedaba con Alex ya no sería su hija.

—Mi niña hermosa y orgullosa, sabes que no lo dijo en serio. —Le afirmó.

—No estoy segura de eso, mamá, no ha vuelto a llamarme, ni siquiera le interesa saber cómo estoy —musitó, sintiendo que su padre la había olvidado.

—Sí lo hace, pero sabes lo orgulloso que es...; bueno, que son. Pero sé que te extraña mucho. Llegará el momento en que dé su brazo a torcer y te pida perdón... Ahora no estés triste, disfruta de tu nuevo hogar, imagino lo feliz que debes sentirte; sé que es algo inexplicable, lo viví cuando tu padre me trajo por primera vez a esta casa.

—Es así, no hay palabras. —Sonrió, apartando la tristeza que le provocaba no saber de su padre.

—¿Cómo está Alex? ¿Cómo se porta contigo?

—Está bien, ahora mismo está entrenando.

—¿A esta hora? —preguntó sorprendida.

—Sí, es que dormimos toda la tarde, hoy no le tocó trabajar y recién nos despertamos; estamos en la azotea del edificio, donde él construyó un espacio para crossfit.

—Entiendo, ¿ya llamaste a Cristina? Estaba preocupada porque no sabía si habías llegado bien a Río.

—Sí, bueno, preferí dejarle un mensaje, porque no quise incomodarla a estas horas; supongo que debe estar dormida... Mamá, recuerda que mañana tenemos la reunión para los últimos arreglos de la Semana de la Moda de São Paulo.

—Sí, cariño, ya la tengo en agenda.

—Estoy feliz porque en dos semanas voy a poder abrazarte... —pensó en pedirle que se quedara con ella en el apartamento nuevo, pero eso era algo que debía consultar con Alexandre, no podía hacer una invitación sin su consentimiento.

—Yo también, mi vida. Llevaré a Violet, se muere por verte, también, pero realmente creo que lo que más la mueve a ir son los brigadeiros de la casa de tu abuelo... y surfear con Alexandre, claro —dijo sonriente.

—¿Y papá no vendrá?

—No lo sé, cariño, sabes que tiene muchas ocupaciones; sin embargo, le haré la invitación.

—Mamá, ¿podré llevar a Alex?

—Claro, es obligatorio que lo lleves.

—Pero que papá no se entere, porque si no, no aceptará venir.

—Está bien, no diré nada.

Lo que Rachell no podía saber era que Samuel estaba al otro lado de la puerta, escuchando todo.

—Bueno, mami, te dejo para que descanses, sé que debes estar agotada. Te amo. —Le recordó y empezó a lanzarle besos.

—Yo también, mi niña. —Caminó a la puerta y la abrió, sorprendiendo a Samuel. Le dedicó una mirada reprobatoria, pero por dentro estaba ahogando una carcajada; jamás imaginó que su marido fuese un entrometido—. Te quiero, y tu papi también, recuérdalo siempre.

—Pensé que nunca ibas a salir, necesito el baño. —Trató de disimular y entró rascándose la nuca, tratando de esconder la vergüenza que sentía de haber sido pillado.

Rachell terminó la llamada y regresó a la cama, dejó el teléfono sobre la mesa de noche, agarró el libro que estaba leyendo, resuelta a terminar el capítulo para después dormirse.

Intentaba concentrarse en su lectura, pero lo cierto era que solo se obligaba a no reír cada vez que recordaba cómo se había encontrado a Samuel en cuanto abrió la puerta; definitivamente, ese hombre todavía tenía unas actitudes muy infantiles.

Estaba segura de que estaba encerrado en el baño, a la espera de que ella se durmiera, porque sabía que iba a enfrentarlo; ambos tenían que levantarse temprano, y en consideración a su marido, cerró el libro, lo devolvió a la mesa de noche y apagó las luces.

Samuel esperó varios minutos después de que Rachell se acostara, abrió la puerta, y tratando de ser lo más silencioso posible se metió en la cama, se quedó muy quieto mirando al techo, esperando poder dormir, pero antes de que eso pasara, sintió los brazos de Rachell abrazándolo y poniendo la cabeza sobre su pecho.

—Elizabeth te extraña —susurró, sintiendo que la cálida piel de su marido la reconfortaba.

—Si lo hiciera me llamara, como lo hace contigo, pero ni un mensaje me manda —respondió acariciándole el pelo.

—Porque teme que no le contestes.

—No creo que esa sea la razón, es algo más... Posiblemente sea ese hombre que no quiere que lo haga, ni siquiera piensa devolvernos a nuestra niña.

—Samuel, Elizabeth tiene autonomía, ella está con Alexandre porque quiere, nadie la está obligando... Está enamorada de ese hombre, quisiera que lo entendieras.

—Elizabeth está embarazada, por eso buscó llevársela a un apartamento más grande —expuso esa conclusión a la que había llegado después de pensarlo mucho mientras daba vueltas en el baño.

—No, no está embarazada, no me lo ha dicho.

—Pues no te lo habrá contado todavía.

—Sé que si estuviera embarazada me lo habría contado... Ella tiene otros planes, todavía no quiere hijos.

—Si no lo está, va a estarlo muy pronto, ya verás...

—¿Por qué dices eso?, ¿cómo puedes estar tan seguro?

—Porque ese tipo quiere embarazarla, por eso buscó un lugar más grande, está pensando en una familia con mi niña, y no es lo que ella merece, no todavía... Elizabeth está ciega, no razona.

—¡Ay, Samuel! No digas tonterías, ¿cómo que si un hombre busca un lugar más cómodo es porque quiere hijos?...

—Lo es, cuando te traje aquí fue porque deseaba tener un hijo cuanto antes.

—Así que esas fueron tus intenciones... —Elevó la cabeza para mirarlo y sonreírle—. Pero pasaron cinco años para que me embarazara.

—Porque tú tenías claras tus metas, no deseabas niños... Eras casi alérgica a ellos, pero Elizabeth es distinta, siempre le han gustado los bebés. ¿Acaso no has visto que ha llenado sus redes de fotos del nieto de ese hombre?

—¿Has estado husmeando en las páginas de tu hija?

—Es mi hija, el hecho de que no hable con ella no quiere decir que no esté pendiente de lo que hace... El punto es que tiene el instinto maternal a flor de piel, y ese infeliz va a aprovecharlo... Elizabeth apenas es una niña, tan solo la estamos criando como para que tenga que dedicar su vida a otro ser humano...

—Samuel, Elizabeth es una mujer, ¿no puedes verlo?... Creció hace mucho. Realmente no me agrada la idea de que se haga madre todavía, pero porque no podría soportar que me llamen abuela. —Chilló las últimas palabras.

—Solo eso te importa, ¿por qué no piensas en Elizabeth? Quiere permanecer al lado de un hombre que no va a valorarla.

—¿Cómo puedes saberlo? Nos está demostrando que verdaderamente la quiere, está planeando un futuro con ella...

—Un futuro con ese hombre no es el que Elizabeth merece.

—Tienes que aceptarlo, amor. Si le dieras la oportunidad...

—¿Quieres que le dé la oportunidad a un hombre que ni siquiera tú conoces? —reprochó.

—No personalmente, pero he hablado con él por videollamadas, y me parece que es muy responsable. Tienes que ver cómo le brillan los ojos a nuestra hija cuando lo mira, y eso me basta... Sé que lo que más te afecta es que sea mayor para ella, pero tal vez es mejor opción a un joven con más ego que cerebro y corazón... Las personas con las que comúnmente se rodea nuestra hija son tan superficiales, personas que imponen la belleza por encima de todo, chicos banales, egoístas y caprichosos. En cambio, Alexandre, es un hombre centrado, un hombre que estoy segura va amar a nuestra hija por encima de su amor propio.

—Creo que los años te han restado desconfianza, te falta suspicacia, esa que te sobraba cuando te conocí.

—Tú me has ensañado a confiar, la vida me ha enseñado que siempre es bueno tener un poquito de fe en las personas, porque posiblemente podrían sorprenderte... Nunca se sabe, quizá ese imbécil que intente atropellarte sea el amor de tu vida, ese que te muestre que a su lado todo es posible, que te ayude a cumplir tus sueños, que te lleve a una casa engañada solo porque desea embarazarte muy pronto. —Le sonrió—. ¿Recuerdas ese día que me trajiste?

—Sí, como si fuera este instante... Recuerdo el orden perfecto en que había colgado los cuatros que están en el sótano... Recuerdo que ese día, después de que cogimos por primera vez en esta habitación y te fuiste al baño rebusqué en tu cartera...

—¡No olvidé las pastillas en el apartamento! —Descubrió después de veintiocho años que sí había metido sus anticonceptivas en la cartera, pero en ese momento no le dijo a Samuel que no las había llevado y se arriesgó a tener sexo un par de veces más sin ninguna precaución—. ¡Te mato! —dijo con dientes apretados y apretándole con fuerza la mandíbula.

—Quería un hijo, pero no me atrevía a pedírtelo, porque sabía que tenías otras prioridades... Lo siento, estuve a punto de arruinar tus sueños, pero estaba demasiado entusiasmado con la idea...

—Te lo perdono, pero solo porque no salí embarazada... Eran mágicos esos días. —Suspiró ella.

—Para mí siguen siendo mágicos los momentos a tu lado —confesó acariciándole la espalda—. Sigues siendo hermosa. ¿Todavía te hago sentir las mismas emociones?

Rachell negó con la cabeza al tiempo que pasaba una pierna por encima de su marido, poniéndose ahorcajadas sobre él y acunándole el rostro.

—Ahora son mejores, con los años he aprendido a amarte de una manera más profunda —confesó, sintiendo cómo Samuel le apretaba el culo y movía su pelvis, tratando de acoplarse a su centro—. También son más comunes las ganas de querer asesinarte, tu malhumor muchas veces me hace odiarte, pero el amor que siento es más fuerte que todo lo malo, puedo soportar tu malhumor solo porque sé que en algún momento tendré una de estas miradas que me estás dedicando justo ahora, miradas que me hacen arder en deseo —murmuraba y se acercaba cada vez más—. ¿Vas a cogerme? —susurró rozando sus labios contra los de Samuel.

—Te haré el amor como tanto te gusta —dijo él y en un movimiento seguro la puso contra el colchón y ella soltó un grito de sorpresa, pero inmediatamente se llevó las manos a la boca, temerosa de haber despertado a alguno de sus hijos.

En cuanto su marido se posó sobre ella, le cerró el cuello con los brazos y sonriente recibió el beso que iba a regalarle, lo encarceló con sus piernas y disfrutó fervientemente de la manera en que su marido hacía que se mojara.

Recordar viejos tiempos siempre provocaba que las ganas revivieran, que volvieran a sentirse jóvenes, llenos de energía y de ese descontrolado deseo sexual.

Ya no era como antaño, cuando la excitación estallaba y los obligaba a arrancarse las ropas y arañarse las pieles; ahora se desvestían con lentitud, se amaban más tiempo, debían calentarse el cuerpo a caricias y besos, las miradas eran más duraderas y las palabras excitantes se paseaban por un gran repertorio que seguía despertando en ellos las más intensas emociones.

Volvieron a amarse tan íntimamente después de tanto tiempo, desde que Elizabeth se marchara de casa. Era como una tregua al malhumor de Samuel, que dejaba de pensar tanto como padre cargado de reproches para ser más un marido, para ser su hombre en esa cama, donde no había hijos ni obligaciones, donde no eran el fiscal y la diseñadora, sino una vez más la mariposa y la pantera.

Ella jadeaba en su oído y el gruñía en el suyo, ella pedía más y él se lo daba. Samuel le recordaba lo extraordinario que se sentía estar en su lugar más húmedo y caliente, su lugar favorito en todo el mundo; para él, el paraíso se hallaba entre las piernas y la mirada de su mujer.

Ambos sabían que los desvelos no podían ser como antaño, ya no podía amanecer uno en el cuerpo del otro, porque una pequeña de ocho años y un adolescente de dieciséis esperarían por ellos a primera hora.

A excepción de las vacaciones y de los pocos días en que se escapaban a su antiguo apartamento, ya sus guerras sexuales se limitaban a una batalla durante la noche, y cuando contaban con suerte, sumaban un rapidito durante las duchas en las mañanas. 

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