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CAPÍTULO 17


Alexandre despertó con una ingeniosa tienda de campaña en la zona sur de su cuerpo, era común que eso le pasara durante la noche y por las mañanas; sabía que podía volverse a dormir y se le pasaría, pero ahora que tenía el cálido cuerpo de su mujer a su lado no tenía por qué ignorar sus deseos.

Sin embargo, necesitaba asegurarse de cuánto tiempo faltaba para que la alarma sonara, la que les recordaría que debían levantarse y enfrentarse a la despedida que los mantendría separados por cuatro días.

Elizabeth se iría a Tailandia para cumplir con sus obligaciones, mientras que él se quedaría en los preparativos de la sorpresa que la estaría esperando a su regreso.

Miró en su teléfono y todavía tenía una hora y diez minutos para seguir durmiendo, pero prefirió invertir ese tiempo amando a su mujer y no perdiéndolo en la inconsciencia del sueño. No podía desperdiciar la oportunidad ahora que la tenía.

Aprovecharía que estaba más que preparado para disfrutar del placer que el cuerpo de Elizabeth le proporcionaba; encendió la luz para poder llenarse la mirada con su perfecta silueta.

Ella estaba completamente rendida a su lado, acostada bocabajo y de cara al otro lado; con mucho cuidado empezó a halar la sábana, descubriendo el curvilíneo cuerpo de su mujer, y ella ni se enteraba.

La camiseta suya que se había puesto la noche anterior se le había subido hasta la cintura, dejando al descubierto el culote trasparente color salmón.

La fina tela se perdía entre las medialunas perfectas que eran sus nalgas, el respirar tranquilo en el influjo de su espalda le dejaba saber que todavía estaba rendida, por lo que se levantó y se puso ahorcajadas sobre ella, apoyando las rodillas a cada lado del cuerpo femenino, a la altura de los muslos.

Elizabeth se removió y él contuvo el aliento, como si con el hecho de respirar pudiera despertarla; esperó casi un minuto para seguir con su fascinante travesura.

Con las yemas de sus dedos trazó círculos en las suaves nalgas cubiertas por la delgada tela, pasito a pasito escaló con sus dedos hasta la liga de la pequeña prenda y empezó a bajarla muy lentamente; una vez más, temiendo hasta pestañar para no despertarla.

Milímetro de piel que iba descubriendo milímetro de piel que iba besando cuidadosamente, hasta que dejó la pequeña prenda enrollada en sus muslos.

Desde ese punto empezó a regalarle a las palmas de sus manos la onírica suavidad de la piel de Elizabeth, subió lentamente, paseándose por las nalgas hasta que se encontró con la barrera de la camiseta, pero supo sortearla muy bien al introducir sus manos por debajo de la tela, que con su movimiento en ascenso siguió desvistiéndola y acariciándola al mismo tiempo.

—¿Qué se supone que haces? —preguntó risueña.

—Te estoy aprovechando —susurró, buscando los pechos para apretarlos.

—¿No crees que es muy temprano para eso? —gimió complacida cuando esas fuertes manos se cerraron entorno a sus pechos, mandando al diablo todo indicio de sueño.

—Contigo nunca es suficiente, el tiempo deja de existir en tu cuerpo y en tu mirada —confesó agazapándose sobre ella.

—No creo que la aerolínea detenga sus operaciones solo para que tú me ames, necesito saber si tenemos tiempo...

—Lo tenemos, ¿quieres que te dé mi despedida? —preguntó en su oído, sin dejarle caer el peso de su cuerpo.

—Ummm... —Gimió elevando las caderas un poco, en busca del contacto de sus cuerpos, y empuñó las sábanas al sentir lo duro que estaba—, eso no se pregunta. Quiero que me des la mejor de las despedidas, una que nunca pueda olvidar.

—¿Vas a extrañarme? —preguntó tirando suavemente del lóbulo de la oreja.

—No te haces la mínima idea.

Alexandre bajó la mano entre el colchón y su cuerpo, deslizándola con seguridad por su vientre; pasó por su pubis y se hizo espacio con su dedo medio entre los latentes pliegues.

—También extrañaré esto, esta humedad —murmuró con la voz temblorosa por la excitación que lo estaba incendiando por dentro—. Tu suavidad, tus gemidos, tu voz, tu risa encantadora... —hablaba mientras frotaba circularmente con la yema de su dedo el erecto clítoris, y ella se retorcía suavemente ante su toque, le encantaba sentir cómo la respiración se le agitaba poco a poco.

—¿Mi risa encantadora? —preguntó con un jadeo atravesado en la garganta—. Todos se quejan de mi risa, dicen que es demasiado escandalosa. Aunque no lo creas, me han hecho bullying por eso.

—Para mí lo es, me fascina tu risa enérgica y contagiosa.

—Creo que estás perdidamente enamorado si crees que mi risa es linda.

—Lo es, me gusta todo de ti... Estoy loco por ti, mi gostosa..., mi moça de ojos hechiceros —susurró roncamente y empezó a besarle y mordisquearle la oreja, el cuello y el hombro.

Elizabeth soltó las sábanas y llevó las manos hacia atrás, para atraparlo y pegarlo a su cuerpo.

—Amor, te necesito por favor... Métemela, la necesito dentro... Toda —suplicó apretando fuertemente la tela de la bermuda que él todavía llevaba puesta, y también unía sus piernas y movía su pelvis, buscando que los dedos de Alex le brindaran más fricción.

Los pedidos de Elizabeth siempre eran como órdenes que él gustosamente cumplía, le repartió varios besos y también lamió su piel al tiempo que recargaba su peso sobre una mano y las rodillas, aprovechó la mano libre para bajarse la parte delantera de la bermuda, sacando su ansiosa erección y la condujo a ese lugar donde ella tanto lo ansiaba.

Elizabeth escondió la cara en el colchón y mordió la almohada para contener el jadeo que se quedó en su garganta y que estaba a punto de hacer explotar las venas de su cuello. Gozaba extraordinariamente cada segundo de esa invasión que la llevaba al mismísimo cielo.

Sentía la respiración pesada y entrecortada de él calándole el oído; el cuerpo fuerte y fibroso acoplándose al suyo, se hundía en ella lenta y profundamente, una y otra vez, sin prisa, alargando el momento, haciéndolo realmente sensitivo.

—Te amo, delícia —susurró una y otra vez, cada vez que irrumpía en sus entrañas—. Qué rico es sentirse así, justo así... Realmente eres mi gostosa —aseguraba hundido muy profundo en ella, y con lentitud volvió sus movimientos circulares.

Todo el cuerpo de Elizabeth se tensaba ante el placer, cada poro de su cuerpo sudaba de gozo.

—Así, amor, así —chillaba derretida ante lo que ese hombre le hacía—. Lo quiero más rápido, más..., más... —imploraba por ese hombre que le hacía sentir como ningún otro; como él podía elevarla al cielo otros simplemente la exaltaron unos cuantos metros.

Alexandre tuvo que abandonar el cuerpo caliente y húmedo de Elizabeth para poder quitarse la bermuda con rapidez, y de un tirón le sacó el culote, mientras que Elizabeth se quitó la camiseta.

Él la tomó por sorpresa al sujetarla por las caderas y de un contundente movimiento la hizo poner a gatas, y la embistió de una fuerte y categórica estocada.

Elizabeth arqueó la espalda ante la fuerte invasión que le nubló la vista e hizo llover entre sus piernas; tras eso, el golpeteo de sus pieles fue ruidoso, fuerte, casi violento.

Ella dejó que se le aferrara al pelo y la retuviera por la clavícula, la tensión que provocaba en su cuero cabelludo era dolorosa y deliciosa al mismo tiempo.

Sin duda esa era la posición en la que más gozaba, podía sentir que todas sus terminaciones nerviosas vibraban; y estaba segura de que también lo era para Alexandre, pues él también se volvía más ruidoso y más efusivo penetrándola de esa manera.

Le excitaba todavía más escucharlo gruñir y resoplar cada vez que chocaba contras sus nalgas, que ardían con cada golpeteo, pero se lo gozaba demasiado como para quejarse.

Perdió el sentido del tiempo y del espacio, cada nervio de su cuerpo se contrajo, provocando que se tensara por entera hasta hacerla estallar; para luego volver a la realidad totalmente debilitada y temblorosa. Su fuerza se extinguió y casi se desplomó en la cama, pero se mantuvo en su lugar por casi un minuto, esperando a que Alexandre también encontrara el placer absoluto.

Él salió de su cuerpo, y de su centro escurrió la fiel prueba de que por el momento había terminado. Ambos se desplomaron en la cama, con sonrisas de gran satisfacción, los pechos totalmente agitados y despeinados.

Elizabeth todavía sin aliento y con una sonrisa se acercó y lo besó ardientemente, tratando de encontrar oxígeno en su boca.

—¿Pensaste que te irías sin despedida? —preguntó él, apartándole el pelo sudado de la frente.

—Creí que anoche lo haríamos, pero supongo que estábamos demasiado cansados, porque no recuerdo en qué momento me quedé dormida —respondió mirándolo con todo el amor que sentía por él fijado en sus pupilas.

—Lo hiciste en el sofá, tuve que traerte en brazos.

—No, no mientas —dijo sonriente y le golpeó el pecho.

—Así fue, pero si no quieres creerme no importa. —La abrazó y le besó la frente.

La noche anterior se habían reunido con Bruno, Manoel y Carmen, algunos de los capoeiristas de la academia para proponerle hacer una roda fuera de las aulas; concluyeron que el mejor lugar sería en las adyacencias de la Laguna Rodrigo de Freitas.

Manoel, quien conocía a otros capoeiristas dijo que les extendería la invitación, y todos estuvieron de acuerdo, porque a más participantes más entretenido el juego.

Para los que estuvieron con ellos no era un secreto la relación que llevaban. Ella se había encargado de mostrarlo en sus redes sociales, después de que algunos medios especularan que el hombre con el que se le había visto era Marcelo Nascimento.

Fue Alexandre quien le insistió que buscara a sus amigos y programara un juego, la convenció de que fuera de la academia podía jugar como quisiera, no necesitaba acatar las reglas impuestas por las instituciones. Si lo que quería era divertirse en una roda, jugar con el alma y el cuerpo podía hacerlo en cualquier lugar.

El encuentro se extendió más de la cuenta, porque se animaron como ella verdaderamente no lo esperó, y eso la hizo muy feliz. Sintió las esperanzas renovadas, tanto como para haber llamado a su tía a medianoche para darle la noticia.

Ahora podía irse totalmente feliz y tranquila de viaje, porque sabía que a su regreso la esperaría una roda con capoeiristas que Alexandre y ella amoldarían al juego duro. Sabía que eso llevaría tiempo, pero estaba dispuesta a invertir todo el que se necesitara.

Se dio cuenta de que estaba muy equivocada en cuanto a Alexandre, no era para nada pesimista, por el contrario, la mayoría del tiempo solía ser más optimista que ella.

—¿Programaste la alarma con tiempo de preparar el desayuno? —preguntó Elizabeth jugueteando con los vellos del pecho masculino.

—Así es, supongo que dentro de poco sonará. —Estiró la mano para agarrar su teléfono y mirar la hora, pero ella se la retuvo.

—¿No te parece buena idea reemplazar el desayuno por otro orgasmo? —propuso mirándolo a los ojos.

—Es primordial que te alimentes...

—Prometo que comeré algo antes de subir al avión. —Le sonrió como una niña buena.

—Entonces, prepárate, delícia. —La envolvió entre sus brazos y rodaron en el colchón, hasta que él quedó encima de ella.

Alexandre se perdió en su sonrisa y su mirada, mientras Elizabeth lo encarcelaba entre sus piernas y le acariciaba los poderosos brazos.

—Te amo. —Le recordó con esa mirada brillante y esa encantadora sonrisa con la que podría conseguir cualquier cosa.

—Que lo hagas es el mayor premio que la vida haya podido darme.

—¿Y Luana?

—Son cosas distintas, lo sabes.

—Lo sé, solo quiero molestarte. —Siguió con esa sonrisa que lo tenía temblando.

Elizabeth empezó a acariciarle el rostro, como si intentara grabarse sus facciones en las palmas de las manos, y él, con los ojos cerrados se dejaba y disfrutaba de esas piadosas caricias. A las manos de ella empezaron a acompañarla los labios, besaba cada pequeño espacio de su rostro, y Alexandre apenas podía creer que estaba siendo venerado de esa manera. Ella se encargaba de demostrarle en todo momento que era más de lo que había esperado, mucho más.

Le regalaba una ternura nunca vivida, le regalaba alegría a su remendado corazón; ella había llegado para darle luz a sus días, Elizabeth era la esperanza personificada.

Él todavía con los ojos cerrados buscó su boca y vagó con su lengua por cada recoveco, bebiendo de su aliento y saboreando su saliva. No apartó su boca de la de ella hasta que estuvo listo una vez más para clavarse en su interior.

Hicieron el amor como si fuera la primera vez, como si apenas descubrieran las sensaciones y emociones que estallaban en sus cuerpos. Se quedaron muy quietos, mirándose a los ojos, solo escuchando el latir enloquecido de sus corazones, hasta que la alarma interrumpió ese momento mágico. Alexandre la dejó en el aeropuerto, se despidieron en medio de besos y promesas de volver a verse muy pronto, también de mantenerse comunicados en todo momento.

Marcelo tenía la mirada perdida en el espejo, se miraba sin realmente hacerlo, ni siquiera sus pensamientos viajaban a ninguna parte, era como estar perdido en el tiempo y el espacio, no era plenamente consciente de que llevaba más tiempo del normal lavándose las manos.

Posiblemente solo estaba alargando el tiempo consigo mismo y en busca de valor para volver a la mesa donde lo estaban esperando hombres con los que tenía que relacionarse por trabajo. En realidad, estaba cansado de tantos compromisos, había trabajado sin cesar por muchos años, ya no recordaba la última vez que se había tomado unas vacaciones, unas de verdad. Siempre que viajaba lo hacía porque tenía obligaciones que atender, no por placer, no para desconectarse del mundo y disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.

Sí, económicamente tenía todo lo que cualquiera pudiera desear, pero él seguía anhelando poder haber tenido lo que tuvo su hermano, tener a Branca, que Luana fuese verdaderamente su hija; quizá la tuviera viviendo con él y todo sería completamente distinto, estaba seguro de que no le importaría estar viviendo en una favela.

Solo su niña era la única que lo hacía verdaderamente feliz, los momentos junto a Luana y Jonas eran los únicos en que las ocupaciones perdían todo peso. La puerta del baño se abrió y un hombre pasó tras él hacia uno de los cubículos, fue suficiente para que su momento a solas llegara a su final.

Alejó las manos del chorro de agua y se las secó con una servilleta de papel, la cual arrugada lanzó a la papelera y salió del baño. De frente estaba la puerta del rocador femenino y se abrió al mismo tiempo. Imaginaba que era la última persona a la cual se encontraría, pero no pudo evitar que su corazón aumentara ligeramente sus latidos y el estómago se le encogiera al ver a Constança Saraiva, que bien sabía tampoco era su nombre. Estaba parada frente a la puerta, al parecer estaba tan sorprendida como él de encontrárselo ahí.

Tragó en seco y buscó aplomo para mostrarse imperturbable ante la mujer, no sabía si ignorarla o ser convenientemente amable, pero no pudo hacer ni lo uno ni lo otro, sino que fue arrogante y exigente.

—¿Qué haces aquí? —Más que una pregunta era un reproche.

—No es de tu interés. —De manera inmediata ella se puso a la defensiva y se mostró altiva.

Él quería decirle que sí lo era, que deseaba saber si estaba sola; quizá si la invitaba a la mesa haría que la reunión a la que debía volver fuese menos tediosa.

Por más que lo había intentado no lograba olvidar los días que pasaron en la hacienda Buena Vista, cómo logró compenetrarse con ella mientras le enseñaba a jugar golf, hasta creyó que había disfrutado de su compañía y del par de besos que tuvieron que darse para poder convencer a los presentes, pero recordaba que el arte de esa mujer era fingir.

No era conveniente embarcarse en una conversación cargada de tensión, por lo que sin decir nada más caminó de regreso a su mesa, conteniendo las ganas de mirar por encima de su hombro, para ver si iba a seguirlo o si se quedaría en el lugar. Tuvo que enfrentarse al inevitable momento de llegar a la mesa donde lo esperaban sus tres acompañantes, no se disculpó por la demora, solo se sentó y le dio un trago al wiski, con el que esperaban hacer buena digestión.

Volvió a enfocarse en la conversación; sin embargo, su mirada, producto de la ansiedad se escapaba de vez en cuando hacia el pasillo que daba a los baños. Ese subidón de emoción que sentía en la boca del estómago y los nervios que recorrían su cuerpo se hicieron presentes cuando la vio aparecer, ella caminó al otro extremo del restaurante, y él la siguió con la mirada; se dio cuenta de que no era el único que se volvía a verla, su seguridad, belleza y elegancia atraía a varios de los hombres en el lugar.

Se acercó a una mesa donde la esperaba un hombre que aparentaba más de cincuenta años, él le sonreía embobado y ella correspondió con la seguridad de que lo tenía comiendo en la palma de su mano. No podía comprender sus sentimientos en ese momento, de lo único que estaba seguro era de que quería levantarse e ir por ella y alejarla de ese hombre, sentía ganas de reclamarle por haber aceptado salir con otro. Había empezado a sentirse furioso y no sabía por qué, era como si estuviese perdiendo el control sobre algo que le pertenecía.

—Permiso. —Se disculpó con sus acompañantes y se levantó de la mesa, decidido a ir por ella, pero no había dado un paso cuando perdió el valor.

Sin embargo, necesitaba hacer algo con urgencia, por lo que se dirigió a la terraza del restaurante, buscó su teléfono en el bolsillo interno de su chaqueta y le marcó a Simone.

Esperaba impaciente y maldecía cada vez que el teléfono repicaba y no contestaba, casi la razón lo hacía desistir cuando la mujer atendió.

—Marcelo, qué gusto que llames —saludó tan dispuesta como siempre—. ¿Cómo estás?

—Hola, Simone, bien —dijo hosco, sin ganas de socializar en ese momento.

—Sé lo que necesitas, solo dime para cuándo...

—Ahora mismo, para recogerla en un par de horas —interrumpió—. Quiero a Constança Saraiva.

—Marcelo, es imposible, ella no está disponible en este momento, y no lo estará por los próximos tres días. —Le hizo saber apesadumbrada, aunque Marcelo fuese uno de sus mejores clientes esta vez no podía complacerlo. Su chica estaba ocupada con un empresario suizo que estaba en la ciudad por negocios, pero que también necesitaba un poco de distracción—. Conoces a varias, Charlotte era tu favorita...

—Lo sé, pero necesito a Saraiva... Está bien, no te preocupes, lo solucionaré. —Estaba irritado porque sabía que nada podría hacer.

—Tengo una chica nueva, es española... —propuso entusiasmada.

—No, no me interesa. No te preocupes, Simone, tampoco era tan necesaria. —Terminó la llamada, guardó su teléfono y en su camino hacia la mesa su mirada se encontró con la marrón de ella, quien rápidamente disimuló y se volvió sonriente al hombre que la acompañaba.

Entonces él decidió ignorarla totalmente y se esforzó por fingir que lo pasaba muy bien con sus acompañantes.

Cuando el hombre rubio quela había contratado pidió la cuenta, también quiso hacerlo, quizá paraseguirlos, pero resolvió soportar un poco más. La vio pararse y caminar colgadadel brazo del hombre, sonriéndole con total complicidad, como no lo había hechocon él; lo que lo hizo sentir más furioso, pero permaneció inmóvil en supuesto, sin perder la dignidad.  

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