CAPÍTULO 12
Marcelo despertó ante los murmullos de quienes ya estaban merodeando por los pasillos de la casa, tenía el cuello adolorido por la postura en la que tuvo que dormir al quedarse él en el sofá y permitirle la cama a Branca, Constança o como fuera que se llamara.
Parpadeó varias veces, tratando de aclarar la vista, y movía el cuello de un lado a otro para relajarlo, cuando sus pupilas se anclaron en la mujer que estaba acostada bocabajo, con el pelo revuelto cubriéndole la cara; la fina sábana abrazada a esa diminuta cintura y una pierna por fuera. Esa mujer tenía un color exquisito y una piel sedosa, con un culo generoso, que debía admitir deseaba apretar.
Pero era una fiera con un carácter de los mil demonios, lo que le restaba todo encanto físico. Se quedó mirándola por mucho tiempo, hasta que decidió que era momento de levantarse mientras ella seguía rendida. Comprendía que se encontrara agotada, porque estuvieron comprometidos en la cena hasta muy tarde.
Se fue al baño durante el tiempo que le tomó asearse y recortarse la barba, se envolvió una toalla en las caderas y salió para ir al vestidor, donde habían organizado su ropa.
Al abrir la puerta se encontró a Constança todavía en la cama, pero estaba revisando su teléfono; ella se volvió y ambos se quedaron inmóviles, solo recorriéndose con la mirada. Él, más específicamente en el encaje del pijama de ella, que transparentaba sus pezones.
Ella tragó en seco al ver que solo una toalla se aferraba a las perfiladas caderas masculinas, sus músculos no eran grandes pero sí muy, muy marcados; tenía un torso completamente definido, en el cual se apreciaba cada músculo. Era poseedor de una piel blanca y sin ningún vello corporal, por lo menos hasta donde la toalla le dejaba constatar.
Sería la mayor hipocresía no admitir que Marcelo Nascimento era un hombre atractivamente poderoso. No comprendía porqué a estas alturas no se había casado o por lo menos no tuviera una relación seria.
El teléfono de Marcelo empezó a vibrar, sacándolos del estado catatónico en el que se encontraban.
—Ve a ducharte, que tenemos que ir a desayunar y después al campo de golf —informó, iniciando su camino hasta la mesa donde estaba el celular.
Ella salió de la cama, pero antes de que pudiera entrar al baño Marcelo miró por encima del hombro y clavó sus ojos en el culo enfundado solo por el cortísimo pijama de seda. Ella no se percató de ese pequeño desliz masculino.
Llegó a tiempo a su teléfono para contestarle a Luana.
—Hola, tío, buenos días.
—Hola, mi pequeña, ¿cómo estás?
—Bien, ¿cómo te va en Buena Vista? —preguntó, preocupada por él.
—Muy bien, en un rato bajo a desayunar y después tengo que ir a jugar golf. ¿Cómo está Jonas? —Le agradaba mucho que ella se interesara por él; de hecho, era el único ser que mostraba verdadero interés por sus cosas, ya que sus padres siempre hablaban de Alexandre.
—De perezoso, como siempre. No quiere levantarse —dijo sonriente frotándole la pancita a su niño—. Jonas, está papi al teléfono, habla con él... No, quiere seguir durmiendo, me doy por vencida. —Resopló, arrancándole una sonrisa a Marcelo.
—Déjalo que duerma, todavía es muy temprano. ¿Qué piensas hacer mañana por la tarde?
—Estudiar —dijo desanimada—. Recién empiezan las pruebas.
—Bueno, estudia mucho, quiero que mantengas ese buen promedio... Si Alexandre no se le da por ir a buscarte este fin de semana, como ha hecho últimamente... —comentó irónico—, iré por ti, para que visites a Agatha. —Se refería a la yegua que le había regalado a su niña y que seguía siendo un secreto que ambos guardaban.
—¡Sí!, la extraño tanto. La están cuidando bien, ¿cierto?
—Sí, está recibiendo un trato especial. Después iremos a donde tú quieras —notificó, deseando hacerla feliz. En su corazón y mente era su hija, no podía aceptarla como su sobrina, apenas la vio le robó el corazón, y él no hizo nada por recuperarlo.
—Quiero ir al teatro, se presentará la orquesta sinfónica de Brasilia.
—Entonces pediré los boletos.
—Está bien, me pondré mi mejor vestido.
—No lo necesitas, igual eres hermosa mi niña.
—Lo sé, pero ahora tengo algunos vestidos que me regaló Elizabeth, son maravillosos; y esta es la mejor ocasión para estrenar por lo menos uno.
—Veo que estás muy entusiasmada con esa chica.
—¿Con Eli? Sí, es la mejor... Jamás imaginé que fuese tan cariñosa, es grandiosa, tío... Algún día seré como ella.
—Eres mejor, y espero que cuando decidas tener un novio, que espero sea dentro de mucho, mucho tiempo, sepas elegir a uno que valga la pena.
—¿Estás queriendo decir que mi papá no lo vale? —inquirió, aunque sabía perfectamente la respuesta, puesto que desde que tenía uso de razón sabía que ellos se odiaban a muerte.
—Estoy queriendo decir que Elizabeth es muy joven y merece a alguien más acorde a su edad.
—Es lo mismo. —Se carcajeó—. Comprendo que pienses que Eli y mi papá sean la pareja más dispareja sobre la tierra, pero se aman, sé que de verdad se quieren. Basta con verlos cómo se miran y lo bien que se la pasan juntos.
—Bueno, espero que les dure el amor. —Deseó falsamente, porque en realidad le daba celos la felicidad de su hermano—. Mi niña, tengo que dejarte, cuídate mucho y me le das un besote al pequeño holgazán.
—Tú también te cuidas... ¿Tío?
—¿Sí?
—Gana ese partido por mí.
—Entonces ya he vencido.
—Te quiero.
—Yo también, dale mi beso a Jonas.
—Lo haré, estoy a punto de comérmelo a besos. —Sonrió y terminó la llamada para atacar a su pequeño.
Marcelo, con una tierna sonrisa dejó el teléfono sobre la mesa y se fue al vestidor. Se puso un pantalón exclusivo para el deporte en un tono caqui, un polo blanco, calzado adecuado, una gorra y unos lentes oscuros.
Al salir del vestidor vio a Constança venir del baño, envuelta en un albornoz blanco y con la cara lavada; igualmente lucía hermosa, se veía incluso mucho más joven y menos sensual.
—Te esperaré.
—No me tardo —dijo echándole un vistazo, realmente los pantalones se le ajustaban muy bien a las musculosas piernas. Tener sexo con él, más que trabajo sería placer, pero no se dejaría doblegar por sus pasiones y mantendría su palabra.
Casi media hora pasó Marcelo revisando su teléfono y con ganas de tocar la puerta para apurar a la mujer, pero cuando por fin apareció, se dio cuenta de que cada minuto de espera había valido la pena.
No sabía exactamente qué ropa iba a usar, porque la encargada de elegir el vestuario de ese fin de semana para Constança había sido su asistente de vestimenta personal, por lo que terminó sorprendido al verla con una minifalda blanca que le permitía apreciar el largo de esas torneadas piernas, y una camiseta naranja, que hacía resaltar su color de piel bronceado.
El pelo se lo había recogido en una cola alta y llevaba muy poco maquillaje, para que se apreciara mejor su belleza natural.
—¿Estás lista? —preguntó, tratando de mostrarse apático.
—Sí —respondió ella.
Entonces él se levantó del sofá y salieron de la habitación.
—¿Sabes jugar golf?
—No, supongo que no tengo porqué jugar.
—No es la regla, pero tendrás que hacerlo, porque deseo que sigas maravillando a mis colegas.
—Solo te haré quedar en ridículo, prefiero quedarme en terrenos que domino. Bien puedo seguir causando buena impresión solo con mi conversación y mi encanto.
—No lo harás, te enseñaré.
—No te descontaré de mi pago por las clases —condicionó ella.
—No tendrás que hacerlo, ya cualquier imprevisto está estipulado con Simone —aclaró él y salieron de la habitación.
Justo antes de llegar a la terraza donde se estaba sirviendo el desayuno ella le sujetó la mano, entrelazó sus dedos a los de él; suponía que debían mostrar más intimidad, ya que sin preguntarles los habían puesto a dormir juntos.
Marcelo correspondió al agarre sin poder evitar sentir que el estómago se le encogía, pero rápidamente se obligó a desechar esa emoción, porque era algo que no se iba a permitir sentir por un tipo de mujer como la que caminaba a su lado.
*********
Elizabeth ya se estaba acostumbrando a levantarse temprano por seguir su rutina del gimnasio, pero ese sábado no iría, ya que su cuerpo estaba muy adolorido por el entrenamiento del día anterior, además de que Alexandre debía trabajar.
Con mucho cuidado se levantó, agarró la liga que estaba sobre el escritorio al lado de la computadora portátil de Alexandre y se hizo un moño de bailarina, entró al baño, y tratando de ser rápida y silenciosa se lavó los dientes y la cara.
Salió sin saber la hora, pero segura de que ya faltaba poco para que el despertador sonara; caminó a la salida y abrió la puerta.
—¿A dónde crees que vas? —preguntó él con la voz ronca, acostado bocabajo.
—A la cocina, tú sigue durmiendo.
—¿Qué se supone que harás?
—Preparar el desayuno, sigue durmiendo. —Volvió a pedirle—. Descansa un poco más.
Entonces Alexandre volvió la cabeza al otro lado y siguió tumbado.
Cuando estuvo en la cocina buscó en el menú programado para ese día lo que debían desayunar, ya con todo en mente empezó a sacar los ingredientes y a ponerlos en la encimera.
Lavó los vegetales y empezó a picarlos lo más pequeño posible, lo menos que esperaba era que alguno de los dos terminara atragantado con un trozo de vegetal.
Ya había picado cebolla, tomate y estaba con la espinaca cuando sintió unos fuertes brazos rodearle la cintura, y un cálido beso en su cuello; aunque sabía que era Alexandre, lo cierto fue que la había sorprendido y no pudo evitar sobresaltarse.
—¡Me asustaste, gato! —dijo dándole un golpe a los brazos que se cerraban entorno a su cintura.
—¿En serio pensaste que te dejaría cocinar sola?
—Por qué no, ¿acaso temes que incendie el apartamento? —dijo sonriente, tratando de volver a su tarea.
—Bueno..., en eso no había pensado —dijo sonriente, le dio otro beso y la soltó—. Aunque es posible que pase.
Elizabeth abrió la boca en un gesto entre sorprendida y divertida, agarró el paño que estaba a su lado y le lanzó un latigazo.
—¿Cómo te atreves? —preguntó sin poder contener la sonrisa.
Alexandre agarró otro paño y fue su oportunidad para azotarla en una nalga.
Ambos rieron, pero antes de que ella iniciara una guerra, él pactó la paz con un beso, uno lento y apasionado.
—¿Qué... tengo... que hacer? —preguntó en medio de contactos sonoros de sus labios.
—Ya que te ofreces, puedes preparar las tapiocas.
—Soy un experto en tapiocas —anunció, volvió a soltarla y se puso manos a la obra.
Más de una hora después Alexandre se despedía de Elizabeth, aunque era sábado debía trabajar, no tenía otra opción.
—¿Qué harás hoy?
—No sé, quizá visite a mis primas... —Estaba segura de que si se quedaba en el apartamento terminaría aburrida. Ya pensaría con quién pasar el día mientras Alexandre trabajaba—. Recuerda que mañana tenemos el almuerzo en casa de mi abuelo.
—Sí, lo recuerdo.
—Ahora ve, que si llegas tardes me culparán a mí... Saluda a los chicos de mi parte.
—Lo haré, cuídate y cualquier cosa me llamas... Aunque no pase nada relevante me llamas, estaré anhelando escuchar tu voz.
—Está bien. —Le dio un último beso y lo empujó para que se fuera de una vez por todas.
Puso música para no sentirse tan sola y se quedó merodeando por el apartamento, mientras cantaba a viva voz. Entró al pequeño cuarto de lavado y abrió la ventana para que entrara aire fresco; la cesta de ropa interior de ambos estaba casi repleta, sabía que era porque le avergonzaba que Rosa tuviera que lavarlas.
Suponía que echar eso en la lavadora sería una manera de entretenerse, solo había un pequeño inconveniente, y era que no tenía la más remota idea de cómo poner a funcionar esa cosa.
Estaba buscando las funciones cuando una extraordinaria idea cruzó por su mente, así que corrió a buscar su teléfono y le marcó a Esther, segura de que su nana le ayudaría.
Le hizo muy feliz escuchar ese «hola mi niña», no pudo evitar que su pecho fuese invadido por ese calorcito tan agradable que le provocaba escuchar la voz de esa mujer que había sido la representación de una abuela en su vida.
—Hola, Tete, te he extrañado tanto. —Chilló emocionada.
—Yo también, mi niña. Dime cómo estás —inquirió con la emoción latiendo en su pecho.
—Bien, muy bien, solo extrañándolos a todos, pero supongo que debes saber cuál es mi situación.
—Lo entiendo, aquí te extrañamos mucho, pero lo importante es que seas feliz al lado del hombre que has elegido.
—Ojalá mi papá pudiera entenderlo de esa manera, estoy segura de que las cosas fuesen totalmente distintas.
—Lo sé, cariño, tu padre siempre ha sido muy testarudo. Cuando se empeña en algo no hay nada ni nadie que lo haga cambiar de parecer, es muy orgulloso como para dar su brazo a torcer, pero te quiere, sabes que eres su vida.
—Gracias, Tete, solo espero que algún día pueda comprender mis sentimientos.
—Lo hace, estoy segura de que te comprende, solo que no puede estar de acuerdo, porque su amor es tan absoluto que no quiere compartirte.
—Es egoísta —musitó.
—Lo es, pero así es el amor.
—Tete, te estoy llamando porque tengo un problema con algo de la casa.
—Seguro que podré ayudarte —dijo sonriente—. ¿Qué necesitas?
—No sé cómo funciona la lavadora, quiero lavar mi ropa interior y me da vergüenza que lo haga la señora que hace la limpieza, no tengo suficiente confianza.
—Te entiendo, bueno..., selecciona la cantidad y el tipo de ropa, abres la llave para que empiece a llenarse; verifica que esté cargada con jabón, si no lo está, le pones dos o tres sobrecitos de jabón si tienes del líquido, o uno a dos vasitos si es en polvo... ¿Es parecida a la que tenemos aquí?
—Bueno..., no es tan moderna ni grande, pero sí, es del mismo estilo.
—Bien, entonces abre la parte superior y verás dos compartimientos, tendrían que estar señalizados...
La mujer siguió indicándole paso a paso qué hacer, y Elizabeth iba haciendo todo al mismo tiempo. Gritó de júbilo al ver que el aparato andaba, echó la ropa separada por colores, como le indicó su nana.
Terminó la llamada segura de los pasos que debía seguir después de que cortara la comunicación; sin embargo, la señora le pidió que la llamara si surgía alguna duda.
Dos horas después había terminado satisfactoriamente la apasionante tarea de lavar la ropa interior, sábanas y demás cosas que tenían sucias. Para ella fue algo extraordinario, porque era primera vez que lo hacía y estaba emocionada de aprender a hacer algo nuevo.
Se quedó mirando con las manos en las caderas, maravillada y sonriente la pila de ropa doblada. Era como haber conquistado el mundo, se sentía orgullosa de lo que podía hacer.
Lo guardó todo en una cesta y lo llevó al vestidor, acomodándolo en los cajones.
Sabía que estar sola en el apartamento y sin nada que hacer era un grave peligro, porque su curiosidad empezaba a gobernarla; aunque ella se resistiera terminaba manejando sus hilos como una marioneta.
Volvió a buscar la silla y la llevó hasta el vestidor, la acercó al clóset, abrió el compartimiento superior, donde Alexandre tenía algunas cajas; ya había revisado algunas y solo había fotografías de su pasado y que suponía tenían gran valor sentimental.
Sonrió al ver unos discos que suponía debían ser unos videos, por cómo estaban etiquetados, pero hacía muchos años que habían dejado de crear algún tipo de aparato que pudiera reproducir algo como eso; imaginaba que Alexandre tenía lo que quiera que había en esos discos en sus archivos digitales, pero a esos, definitivamente no tendría acceso.
Tiró de la puerta de madera del compartimiento adjunto, pero se la encontró cerrada, eso picó mucho más su curiosidad, por lo que se bajó del banco y empezó a revisar los cajones, en busca de alguna llave; frustrada, se resignó a que no la encontraría, no le quedó más que apartar de su cabeza la idea de saber algo más de los secretos del hombre que amaba.
Llamó a sus primas para verse con ellas y no tener que quedarse allí encerrada, pero le echaron todo plan por tierra cuando Helena le informó que estaban en Recife.
Ana también estaba ocupada con sus prácticas ecuestres, sabía que podía telefonear a algunas de sus compañeras modelos que residían en la ciudad, pero no estaba de ánimos para ser interrogada por su rompimiento con Luck, y no quería ir a casa de su abuelo, porque ya tenía pautada la visita para el día siguiente con Alexandre.
Casi resignada a quedarse viendo televisión llegó Luana a su cabeza, como su salvadora; corrió al baño mientras pensaba en qué podía hacer para no pasar la tarde sola.
Casi dos horas después un taxi la dejaba frente a la casa de Alexandre en Niterói, había llegado sin avisar, porque deseaba sorprenderla. Parada frente a la residencia Nascimento buscó su teléfono y la llamó.
—¡Hola, muñeca! ¿Cómo estás? —preguntó recorriendo con su mirada el hermoso jardín.
—¡Hola, Eli! Muy bien, me hace muy feliz que me llames.
—¿Estás en casa? —interrogó.
—Sí, intento enseñarle las vocales a Jonas, pero estoy a punto de desistir.
—¡Qué bueno! ¿Podrías abrirme? —solicitó.
—¿Estás en mi casa, en Niterói? —preguntó sorprendida.
—Sí, estoy en la calle, esperando a que puedas abrirme —dijo sonriente.
Luana gritó de felicidad, arrancándole una carcajada a Elizabeth con su espontaneidad.
—Enseguida te abro.
Elizabeth cortó la llamada y se quedó esperando atenta a que el portón abriera, pero Luana la sorprendió al salir con Jonas. El pequeño, al verla se echó a correr por el camino de lajas, mientras mostraba sus dientecitos con una gran sonrisa.
Elizabeth se emocionó al verlo, realmente era un niño muy lindo, imaginaba que el padre debía ser rubio o por lo menos castaño claro; seguramente algún chico apuesto, que le había robado el corazón rápidamente a Luana.
—Qué sorpresa, ¿y dónde está mi papá? —preguntó mirando hacia la calle.
—No pudo venir, le tocó trabajar.
—¿Has venido sola? —dijo sorprendida, al tiempo que llegaba al portón y ponía su huella digital en el sistema de seguridad.
—Así es. —Entró y cargó al niño—. Hola, pequeño, ¿cómo estás? —Le preguntó y le plantó un beso en la regordeta mejilla.
—Bien..., estoy feliz.
—¿De verme? —curioseó. El niño afirmó con la cabeza y una sonrisa—. Yo también estoy muy, muy feliz de verte, pequeñín —confesó y saludó a Luana con un beso en cada mejilla.
—¿Por qué has venido sola?
—Es que no quería estar encerrada en el apartamento, vine para invitarte a almorzar, pero no sé si tus abuelos te lo permitirán.
—Ellos no están, también tuvieron que trabajar.
—Entonces, no creo que podamos salir.
—Claro que sí, pero ven. —La tomó por la mano libre y tiró de ella—. Entremos.
La llevó hasta su habitación, donde se pusieron de acuerdo en dónde irían. Luana quería ir a preparar a Jonas, pero Elizabeth se ofreció, así ganarían tiempo; como era lógico no se opuso y la llevó a la habitación del pequeño; sacó la ropa con la que lo vestiría y las zapatillas deportivas que usaría, y le mostró el baño.
—Sé cómo hacerlo, ve a ducharte.
Elizabeth se encargó de Jonas, como tantas veces había ayudado con Violet a su madre o a su tía Megan con los quintillizos. Jugueteó con él mientras lo bañaba, rio ante las ocurrencias del niño y se enterneció con sus carcajadas.
Lo vistió y se quedó jugando con él en la pequeña cama, esperando a que Luana estuviera lista, lo que pasó en muy poco tiempo.
Antes de salir, Luana le dijo a una de las mujeres del servicio que se iría con Elizabeth, para que le avisara a sus abuelos cuando llegaran, luego llamaron un taxi.
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