CAPÍTULO 11
Marcelo estaba una vez más frente al Fasano, esperando dentro de uno de sus autos a que Eriberto regresara con la enfermera. A pesar de que la intransigente mujer había aceptado acompañarlo tras humillantes peticiones, no podía asegurar que no lo dejara plantado a último momento, por lo que la ansiedad lo gobernaba, pero la escondía tras la delgada tela del estoicismo.
Sabía perfectamente cómo ocultar sus emociones, lo había aprendido desde que era un adolescente y tuvo que mandar sus sentimientos al lugar más recóndito de su alma para ponerlos a salvo, cuando vio a Branca, la única chica que había amado, preferir a su hermano.
Respiró con gran alivio al verla salir del hotel siendo escoltada por su chofer, y para no exponer sus ansias concentró toda su atención en el teléfono, percibió cuando Eriberto abrió la puerta y ella subía al auto, pero fingió seguir sumido en su agenda.
—Buenos días —saludó ella, obligada a seguir las reglas de su trabajo.
—Buenos días —respondió él sin apartar la mirada del aparato, negándose a mostrar algún tipo de interés. Mientras Eriberto guardaba en la cajuela la maleta que ella llevaba.
Era necesario que comprendiera que solo estaba ahí por un simple requisito, casi impuesto por quienes habían organizado el evento, no por él.
Ella se concentró en mirar por la ventana y él siguió leyendo correos que llevaban meses olvidados. Lo único que se escuchaba en el auto era música instrumental suave y relajante.
La mujer no volvió a hablar, solo le agradeció al chofer que la ayudara a bajar del auto, caminó al lado de Marcelo hasta donde los esperaba un helicóptero, ya preparado para llevarlos a su destino en Puerto Feliz, São Paulo, donde pasarían un par de días.
—¿A qué hora regresaremos el jueves? —Fue la primera pregunta que hizo una vez subieron al helicóptero.
—Por la tarde —respondió él.
—Específicamente, ¿a qué hora?
—Cuatro o cinco. No depende exclusivamente de mí, por eso te contraté para tres días.
—Por setenta y dos horas, las cuales se cumplen exactamente el jueves a las diez de la mañana. Después de esa hora ya no estaré a tu servicio.
—Pagaré las horas extras.
—No es cuestión de pago, es de tiempo.
—Pagaré por tu tiempo... ¿De acuerdo?
—Supongo. —Se alzó de hombros de manera despreocupada, anhelando que las horas pasaran como segundos para poder librarse cuanto antes de ese compromiso.
Marcelo se quedó mirándola, pero después volvió su atención a los metros que empezaban a separarlo de la tierra.
—¿Qué haremos? —preguntó ella, porque odiaba tener una cita laboral y no saber con qué iba a encontrarse. Lo único que sabía era que llegaría a tiempo para un almuerzo en la hacienda Boa Vista, también debían asistir a la cena, porque esos días de encuentro en el lugar tenía como misión recaudar fondos para obras benéficas.
—Vamos a almorzar con gente que ya conoces...
—¿Qué tipo de obra benéfica es?
—Crear comedores en algunas localidades, para niños en situación de abandono.
—¿Cuánto se supone que esperan recaudar?
—No lo sé, lo suficiente para crear unos cinco... y mantenerlos.
—¿Y cuánto han invertido en el evento? —curioseó.
—No lo sé, no lo estoy organizando yo.
—Supongo que con lo que se están gastando en una hacienda de lujo, comiendo y bebiendo durante tres días habrían podido construir diez y no cinco. —Criticó.
—Posiblemente, pero si no existiera este tipo de eventos no habrían donaciones tan generosas... —comentó y vio el gesto de desaprobación en la mujer de ojos marrones—. Sé lo que estás pensando, puedes criticar lo que hacemos...
—No critico lo que hacen sino la manera en cómo lo hacen...
—Por lo menos hacemos algo, esa gente no es nuestra responsabilidad, es del gobierno... Sacamos dinero de nuestros bolsillos, de nuestros trabajos para alimentar a gente que muchas veces ni agradece; en algunos casos, alimentamos a adolescentes que forman parte de organizaciones de secuestro y extorsiones... ¿A quién crees que amenazan? —preguntó y no esperó respuesta de su parte—. Exacto, a los mismos que les estamos matando el hambre.
—Entonces, ¿qué sentido tiene toda esta parafernalia? Ah sí, es la excusa perfecta para hacer una fiesta y hablar banalidades. —El hombre a su lado había conseguido ponerla de muy mal ánimo, era algo que se le daba fácil.
—Porque sabemos que no todos son así, y a pesar de eso, todavía creemos en la humanidad... Quizá sea una excusa, pero no nos quedamos de brazos cruzados ni nos robamos los ingresos del país, somos quienes lo mantenemos en pie... Todas las empresas de esas personas, «banales», como tú las llamas, son el motor de la economía de Brasil... No tenemos por qué pasar doce horas diarias en un hospital de mala muerte para sentir que verdaderamente estamos haciendo algo por el prójimo —ironizó con sus ojos grises mirándola fijamente.
—Quizá porque muchas veces vale más el contacto físico, unas palabras de aliento que el dinero.
—¿Palabras de aliento? —Sonrió satírico—. No creo que me estés hablando precisamente de ti, porque empatía en momentos difíciles es lo que te hace falta con carácter de urgencia.
—¡Ah! Es eso, tu resentimiento hacia mí es porque no te di unas palmaditas de consuelo en la espalda.
—No me refiero a eso —dijo tensando la mandíbula.
—No te veías para nada abatido.
—Porque realmente no lo estaba, me sentía agotado y quería largarme.
—¿Por qué odias a tu hermano? —Había advertido que él se incomodaba cada vez que tocaban el asunto.
—No es tu problema, quedamos en que nada de temas personales.
—Fuiste quien se inmiscuyó en mi vida. —Miró al verde paisaje que estaba a unos cuantos pies por debajo de ella. Segura de que la conversación había llegado a su final.
Después de mucho tiempo, que no pudo contar, vio los hermosos espejos de agua del lago y la piscina que destellaba en medio del místico verdor, los cuidados campos de golf y la extraordinaria y moderna estructura.
El helicóptero aterrizó, y apenas bajaron empezó a toparse con gente que había conocido la noche de la cena; se puso una vez más el disfraz de Branca Saraiva para ser amable con todos, encantándolos con su ya estudiado comportamiento.
No podía negar que el lugar era hermoso, hacía un día maravillosamente brillante y fresco en medio de la naturaleza, el cielo límpido sobre sus cabezas parecía más celeste que de costumbre.
Estaba en una amena conversación sobre lo «agradable» que había sido viajar con Marcelo hasta ese lugar, cuando él pidió permiso y la alejó de todos; sujetándola por el codo con sutileza se la llevó a la habitación, donde los esperaban varias maletas, entre las que estaba la de ella.
—¿Dormiremos en la misma habitación? —preguntó.
—Así lo han dispuesto, tampoco lo esperaba —argumentó él—. No quiero que uses nada de lo que has traído, toda la ropa que vas a ponerte está en esa maleta. —Señaló vagamente el equipaje—. Necesito que te duches y te vistas con el traje blanco. —Caminó a la salida—. Te espero en el área de la piscina.
—Te recuerdo que no vamos a tener sexo, ni porque nos toque dormir en la misma cama.
Él estuvo tentado de preguntarle si acaso se lo había insinuado, pero prefirió no decir nada, solo salió de la habitación y la dejó para que se vistiera.
Ella se quedó pasmada casi un minuto, pero después se paseó por la amplia estancia, segura de que esa noche dormiría en el sofá, ya que ni loca compartiría cama con Marcelo Nascimento.
Supuso que él no tardaría, por lo que buscó en la maleta el vestido que le dijo, lo sacó y lo tendió sobre la cama, segura de que la persona que elegía esas prendas poseía muy buen gusto.
Marcelo estaba por ir a buscar a la enfermera cuando la vio aparecer en el salón principal, debía admitir que lucía hermosa y elegante, que cuando se esmeraba en su trabajo hacía creer con éxito que era una mujer encantadora; escondía muy bien la acritud que la caracterizaba.
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A las tres de la mañana Alexandre y Elizabeth firmaban el ingreso a la trilla que los llevaría a Pedra da Gávea, normalmente el guardia de seguridad no permitía el ingreso antes de las seis, pero Alexandre había conseguido un permiso de fotógrafo, que le concedieron por ser visitador asiduo al lugar.
—Gracias —dijo Elizabeth emocionada y con los ánimos en el punto más alto, una vez que terminó de poner sus datos en el cuaderno de visitas.
Alexandre también agradeció la colaboración del hombre y emprendieron el camino, guiándose en medio de la oscura selva con las linternas que llevaban en sus frentes.
Cada uno llevaba una mochila con agua suficiente para las dos horas de empinado y difícil camino de ida, su desayuno, que esperaban disfrutar en la cima de la piedra, repelente, bloqueador solar, algunos medicamentos y cuerdas, por si eran necesarias. Aunque el parque contaba con sus cuerdas de acero para escalar por las inclinadas rocas, Alexandre no se confiaba totalmente.
Él seguía muy atentamente las señalizaciones que estaban en los troncos de los árboles y guiaba a Elizabeth, porque sabía que era muy fácil perderse, lo que menos esperaba era tener que llamar a los bomberos para que los rescataran de las entrañas del parque.
Casi una hora después Elizabeth empezó a arrepentirse de esa excursión, estaba sin aliento en medio de la selva, que estaba tan oscura y amenazante como la cueva de un lobo, solo la débil luz que llevaba en la frente era lo que los guiaba.
Estaba totalmente empapada por el rocío de la maleza, y el frío era abrumador; le dolía todo el cuerpo y estaba totalmente agotada, deseaba quedarse ahí y no avanzar ni un metro más, ya que temía morir.
—Vamos..., vamos a descansar..., por favor —suplicó, sintiendo que las piernas le pesaban toneladas.
—Está bien, quítate la mochila —aconsejó él—. Puedes sentarte en esa roca. —Señaló con el halo de luz de su lámpara.
Elizabeth atendió su petición y se sentó sobre la fría roca mientras respiraba profundamente, tratando de recuperar el aliento.
Alexandre se acuclilló y abrió la mochila, sacó la botella de agua y una barra energética, de esas mismas que habían comido antes de salir del apartamento.
—Toma, para que recuperes fuerza. —Le entregó la barra con una cálida sonrisa—. Pero primero vamos a lavarte. —Vertió agua de la botella en las manos de su chica.
—Lo siento, Alex, quisiera ir más rápido y me frustra mucho haberte pedido que nos detuviéramos...
—Tranquila, amor —interrumpió él—, es normal, por eso te pedí que me avisaras cuando quisieras parar; la idea no es llegar rápido sino llegar, y debemos hacerlo a tu ritmo; sé que el camino no es fácil... La primera vez que vine fue con un grupo de turistas, muchos decidieron no seguir, otros vomitaban unos metros más debajo de esto... Has llegado muy lejos sin quejarte, lo que me hace sentir muy orgulloso. —Siguió con esa encantadora sonrisa que a ella tanto le encantaba.
Él también se lavó las manos y buscó otra barra.
—Gracias, fue buena idea traer el impermeable, mira mi pelo. —Se apretó la cola que escurrió un chorrito de agua.
—El mío está igual. —Le apretó juguetonamente la barbilla.
Ella le sonrió y empezó a comerse su barra y a beber solo el agua necesaria. No quería abusar, porque no deseaba terminar vomitando, como los turistas.
Tampoco quería preguntar si faltaba mucho, porque no deseaba mostrarse impaciente ni con ganas de querer desistir, aunque la idea le seducía con mucha fuerza, pero también quería llegar a la cima, y hacerlo cuanto antes. Así que devoró rápidamente lo que le quedaba, dio un gran trago de agua para pasar toda esa fibra seca y tapó la botella.
—Estoy lista, sigamos.
—Vamos a esperar un minuto —sugirió Alexandre.
—Un minuto es mucho tiempo.
—Un minuto, es necesario. —Miró el segundero de su reloj de pulsera.
A Elizabeth no le quedó más que esperar, y para que el tiempo se pasara rápido jugueteó con su lámpara entre los árboles, pero la neblina no le permitía a la luz llegar tan lejos.
—¿Ya?
—Faltan veinte segundos —respondió él con una sonrisa de medio lado. Ella inhaló profundamente y soltó de golpe el aire—. Ahora sí. —Se levantó y agarró la mochila de Elizabeth—. Ven. —Se la puso, y sujetándola por los hombros la hizo volver—. ¿Preparada?
Ella asintió con contundencia y sonriente, después se abalanzó hacia él, le rodeó el cuello con los brazos para darle un beso, pero sus lámparas chocaron; ambos rieron y movieron sus cabezas para que no hubiese otro accidente, consiguiendo compartir el beso que duró menos de un minuto.
Se alejaron con una extasiada sonrisa, pero Elizabeth aguzó la mirada.
—A ver, sonríe —pidió y él obedeció, entonces ella llevó uno de sus dedos—. Espera. —Casi exigió cuando Alexandre quiso dejar de pelar los dientes; ella fue más rápida y le quitó la miga de barra que tenía en los dientes—. El problema estará en saber si es tuya o mía. —Se carcajeó y él también lo hizo.
—Posiblemente tuya —respondió sacudiendo la miga del dedo de ella, consiguiendo que se perdiera entre tanta maleza y oscuridad—. Vamos, debemos avanzar si queremos llegar a tiempo para ver salir el sol.
Elizabeth le plantó otro sonoro beso y siguieron por el camino que en pocos minutos volvió a ser fatigante.
Alexandre resguardaba cada paso de ella, cuando tenía que escalar aferrada a la cuerda de acero él se quedaba por debajo.
—¿Estás bien? —preguntaba al ver que se quedaba.
—Sí —respondió mirando hacia abajo.
—Si te mareas solo descansa.
—Entendido. —Jadeó sin aliento.
—Ya falta poco.
—No me lo digas. —Se carcajeó ahogada—. Porque mi idea de «poco», es dar un paso más y estar en la maldita cima.
—Entonces, para eso sí falta mucho —respondió sonriente—. Ten cuidado más arriba, que la piedra puede estar mojada, y si te resbalas el golpe será duro.
—Me entero, que si me resbalo me haré mierda —ironizó de muy buen ánimo.
Conquistada esa parte tuvieron que andar por un camino de arena rojiza, franqueado por hierba alta, de la que tenían que sujetarse, porque el empinado camino les quitaba todas las fuerzas.
—Vamos a ir a la cima de la piedra, ahí esperaremos el amanecer; ya de regreso bajamos a la «Garganta del cielo», porque todavía debe estar muy oscuro ahí.
—Es buen plan, estoy de acuerdo —comentó Elizabeth, sintiendo que el frío cada vez era más intenso y el viento más fuerte.
Cuando por fin llegaron no lo podía creer, era como volver a nacer, como respirar por primera vez; estaba totalmente agotada, jamás imaginó tener tanta fuerza física y mental para soportar tanto.
—¡Vaya! —dijo quitándose la mochila y dejándola caer tras ella—. ¡Es impresionante! —Al estar justo ahí, olvidó su cansancio y se sintió con las energías renovadas. Podía ver toda Barra iluminada, el frío arreciaba, pero ella tenía demasiada adrenalina desbocada como para quejarse—. Esto nos da una muestra de lo insignificante que somos ante la naturaleza, somos una mínima partícula en comparación con todo esto —confesó totalmente fascinada—. ¿Cuántas veces has estado aquí?
—Es la octava vez que vengo —respondió, sintiéndose satisfecho al ver la fascinación en Elizabeth—. ¿Crees que ha valido la pena todo el esfuerzo y el cansancio?
—¡Totalmente! —exclamó entusiasmada, admirando cuán alto habían llegado—. Aquí puedo sentirme la reina del mundo.
—Una un tanto sucia y despeinada. —Sonrió al ver el desastre que eran ambos.
—Tienes razón, tengo que arreglarme, no puedo salir así en las fotos, debo verme hermosa.
—Hermosa ya eres.
—Bueno, relajada. —Se quitó el impermeable y se quedó solo con la camiseta sin mangas y el pantalón corto.
—Estarás dando una falsa impresión de lo que significa llegar hasta aquí. —Rio divertido.
—La idea es que no sepan que llegué a la cima a un suspiro de morir —confesó sonriente.
—Vamos al «punto culminante» —propuso él, para subir a la piedra que estaba ahí en la cima y era el punto más alto. Desde ahí tendrían una vista de trescientos sesenta grados de toda la ciudad.
Se quedaron sentados en ese lugar, siendo abrazados por la espesa neblina, que poco a poco se fue disipando y una franja de luz se dejaba ver en el horizonte, donde el océano se unía con el mar; eso era muy por debajo de ellos.
Podía sentir la respiración caliente de Alexandre en su cuello, la tenía abrazada por detrás, brindándole calor. Se mantenían en silencio, disfrutando del maravilloso espectáculo de la naturaleza.
Esta vez él no quería perdérselo mientras tomaba fotos, solo estaba ahí con ella, compartiendo un momento único, con todos sus sentidos puestos en cada segundo.
—Es mágico —susurró ella, cautivada por ver cómo la estela naranja se hacía cada vez más gruesa y empezaba a degradarse hasta el amarillo, como si un telón se estuviera subiendo lentamente para ofrecer un gran espectáculo.
En cuestión de minutos fueron testigos de cómo el sol parecía emerger del océano, bañando con su luz a la ciudad, y todo se pintaba de ocre.
—Desde el Mirante Doña Marta la vista es hermosa, pero desde aquí es fantástica, es milagrosa... Definitivamente, aquí sí quiero una casa —dijo mirando de reojo al hombre a su lado y le sonreía.
—Si en Doña Marta es imposible, aquí es impensable. —Alexandre también sonrió—. Imagina cuando tengamos que ir al supermercado.
—Nos tomará más tiempo, pero también le tomará más tiempo a la policía poder desalojarnos. —Trataba de ser positiva.
—Estás loca. —Sonrió y le plantó un beso en la mejilla.
—Pensé que el loco eras tú.
Inevitablemente a ellos también les amaneció, y todavía tenían mucho por recorrer; debían visitar puntos extraordinarios y tomar algunas fotografías.
—¿Te parece si desayunamos? —preguntó Alexandre mientras le daba un beso en el cuello.
—Sí, estoy hambrienta —contestó al tiempo que se levantaba.
—Es normal, has gastado mucha energía. Baja con cuidado, amor.
Ella empezó a descender con mucha precaución, casi arrastrándose apoyada con el culo y las manos en la gran roca, para no caer.
Al estar en la superficie relativamente plana caminó hasta donde habían dejado las mochilas, mientras se sacudía el culo.
—¡Delícia! —Ella dejó de limpiarse y se volvió a mirarlo, encontrándoselo de pie con los brazos abiertos sobre la roca—. ¡Te amo! —gritó y su confesión se embarcó en el viento, y se esparció por la ciudad.
A ella el corazón se le desbocó, la sonrisa se le amplió y sintió como si las mariposas que hacían fiesta en su estómago hubiesen tenido el poder para traspasar su piel y aletear a su alrededor y elevarla. La felicidad era plena, era absoluta, nada más cabía en su pecho.
Se tapó la cara con las manos sin poder dejar de sonreír, sintiendo las lágrimas subir por su garganta.
—¡Más fuerte! —Le gritó ella, con el viento arremolinándole el pelo.
Alexandre inhaló profundamente, con la mirada y las emociones puestas en esa chica que le había robado no solo el corazón sino el alma.
—¡Te amo, Elizabeth Garnett! —confesó con más energía, sacándolo desde lo más profundo de su pecho—. ¡Te amoooooo! —repitió sus más sinceros sentimientos, desde el punto más alto de la ciudad.
Elizabeth se quedó admirándolo, como la tonta enamorada en la que se había convertido, con todo el cuerpo tembloroso; tratando de asimilar todas las cosas que pasaban en ella, todas esas emociones que estallaban en su interior sin cesar. Era como si llevara una gran fiesta de juegos pirotécnicos por dentro.
Él empezó a bajar y ella corrió lo poco que se había alejado de la base de la piedra, llegando en el momento justo para lanzársele encima, rodeándole la cintura con las piernas.
—Yo también —dijo con las lágrimas haciendo remolinos en su garganta—. Te amo, te amo, te amo —murmuró y se echó a llorar de felicidad.
—Gracias...
—¿Por qué?
—Por hacerme el hombre más feliz del universo, por aceptar a este hombre que prácticamente estaba en remate, por llenar mi vida de colores y hacerme temblar cada vez que dices que me amas... Mi delícia, mi gata gostosa —susurraba limpiándole las lágrimas mientras retenía las de él—. Has hecho polvo mi temor de volver a enamorarme. Júrame que nunca dejarás que te pase nada malo, júrame que vas a estar conmigo hasta mi último aliento... Prométeme que cuando deje este mundo tu rostro será lo último que vea.
Elizabeth asentía con energía porque las emociones no la dejaban hablar, se juraba a ella misma que estaría a su lado por siempre.
—Lo juro —dijo ahogada en un sollozo.
Él la sorprendió con un beso lento y apasionado, un beso en el que una vez más le entregaba el alma. La neblina que empezaba a disiparse seguía envolviéndolos y el viento agitaba sus cabellos; sin embargo, la calidez en ellos era suficiente.
—Sé que estás hambrienta, vamos a desayunar —dijo él con una franca sonrisa, dejándole caer un besito.
—Y bajamos a la «garganta» —propuso seductoramente.
—Sí, y haremos el amor... Podría hacértelo aquí mismo, en este instante, pero es necesario que comamos algo.
Tomaron las mochilas, se sentaron sobre el suelo de roca, buscaron la comida y disfrutaron de los alimentos mientras conversaban y seguían mirando cómo parecía que estaban en medio del cielo, envueltos por las nubes.
Abandonaron ese punto no sin antes tomarse varias fotos, en las que congelarían ese hermoso recuerdo, ese que los acompañaría para siempre.
Cuando por fin llegaron a la anhelada cueva, volvieron a fotografiarse; en medio de besos y miradas se sedujeron e hicieron el amor vestidos a media, tratando de darse prisa, ya que existía la gran posibilidad de ser sorprendidos por turistas.
Satisfechos y relajados se quedaron en el lugar, recuperando fuerza, brindándose mimos y disfrutando de la maravillosa vista de Barra y del Morro Dos Hermanos, que detrás mostraba todas esas pequeñas e irregulares edificaciones que formaban la favela más grande de Brasil, justo donde sus destinos se habían cruzado.
—Tengo que viajar —soltó ella de repente—. Debo ir a Tailandia la próxima semana, es por trabajo pero me encantaría que me acompañaras... Es el fin de semana.
Alexandre se quedó en silencio, mirando esos ojos bonitos. Aunque deseara acompañarla no podía, principalmente porque no tenía el dinero para costearse un viaje tan lejos y porque estaba comprometido con otros planes.
—Lo siento, no podré..., tengo trabajo —dijo acariciándole con la yema de los dedos el hombro—. Puedes ir sin preocuparte por nada, estaré bien y te estaré esperando.
—¿En serio tienes que trabajar? —Frunció el ceño, sintiendo que su ánimo decaía.
Él asintió, se acercó y le dio un beso.
—Tendremos otra oportunidad... Así te libras de mí unos días. —Sonrió.
—Chistosito. Para tu información, no quiero librarme de ti ni un minuto —dijo frunciendo la nariz en un gesto divertido—. Y voy a extrañarte mucho. —Se acercó y volvió a besarlo, aferrándose a su cabeza, para que no se alejara ni un milímetro.
El primer grupo de sudorosos, sonrojados y ahogados turistas llegó, interrumpiendo el íntimo beso, por lo que decidieron marcharse, dejando en los rostros de los recién llegados la felicidad provocada por la increíble hazaña de haber llegado.
Mientras emprendían el descenso, Elizabeth y Alexandrese prometieron regresar. La cuesta se hacía mucho más fácil, y ya casi a finaldel camino se detuvieron en la cascada, donde refrescaron sus cuerpos.
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