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XXV. Teteras y demás cosas rusas

Mientras la carta ─recién llegada al mundo, traída por la doña desde su particular ideario, que tan bien le había servido en el pasado y en el cual confiaba como se confía en una madre─ adquiría cuerpo y destino, Ángela se bajaba del coche de los Soler y entraba en Can Estrada. Aquel día nadie salió a recibirla, ni siquiera Raquel, que solía custodiar la puerta y no se le escapaba la entrada o salida de una mosca. Dejó atrás la sala principal ─que en su día tanto le impresionó y ahora atravesaba con descuido─ y subió las escaleras sin cruzarse con nadie. Abrió una puerta. La habitación de su amiga estaba también solitaria. Sobre la cama, unas medias, un libro abierto y las migas de una galleta, como únicos objetos ajenos al orden imperante. Salió al jardín y deambuló intrigada. Los pájaros gorjeaban alegremente y la luz caía en picado recalentando los bancos, desecándolos y penetrando en las últimas humedades invernales. El aire entraba tibio en sus pulmones y en las ventanas ya se empezaba a amontonar el polen, tiñendo sus marcos de amarillo. Escuchó entonces la una voz y dirigió su mirada hacia el sonido: Louisa la llamaba moviendo los brazos desde el otro lado del jardín.

─¡Ya ha llegado! ¡ha llegado! ─logró distinguir que decía, cuando se acercó lo suficiente.

─¿Quién? ─le gritó Ángela.

─¡El samovar! ¡corre, estamos todos arriba! ¡va a empezar la lectura!

Dicho esto desapareció en el interior de la torre. Ángela aligeró el paso, alcanzando a su amiga en las escaleras.

─Te vi desde la ventana, ¡casi te lo pierdes! Espero que no hayan empezado sin mí... te reservé una taza ¡son preciosas! ¡rusas de verdad!

Cuando llegaron arriba, les llegó el sonido monocorde de alguien leyendo.

─¡No me lo puedo creer! ¡empezasteis sin mí! ─dijo Louisa al entrar. Su madre enseguida pidió silencio. El señor Soler leía el capítulo XVIII de Anna Karenina. Su voz sonaba impersonal, aunque de vez en cuando se permitía un deje de ironía al hacer hablar a los personajes, gesto que no gustaba a su hermano y arrugaba la frente: con la Karenina no se jugaba. Sobre la mesa, un flamante samovar lucía en azul y blanco, con sus asas doradas y su panza pintada representando una escena de nieve, rodeada de pequeñas flores. De su boca salía un oloroso vaho y seis tazas vacías lo custodiaban. Los cuatro miembros de la familia estaban sentados a la mesa. Detrás, y en pie, se hallaban Raquel y dos de las criadas escuchando embobadas la narración. En ella, Wronsky, en la estación ferroviaria de Moscú, entraba a un vagón buscando a su madre, encontrándose allí con la Karenina. En ese punto se hizo una pausa y la señora Soler les indicó que tomaran asiento; repartió las tazas y se dispuso a llenarlas en silencio. Tenía todo aquello un raro tono ceremonioso: los rostros serios, las bocas calladas. Ángela probó su té. Le supo a verano, a hierba mustia y algo fuerte que no pudo identificar. Se lo bebió de un trago. Después observó preocupada cómo el resto de la familia lo saboreaba a pequeños sorbos y tomó nota. Se fijó en cómo la señora tomaba la taza con delicadeza y se la llevaba a la boca. La imitó, sintiendo cómo los rugosos posos se pegaban en su lengua, amargándole el paladar. Transcurrieron largos minutos. En la sala solo se escuchaba el sonido de las tazas al chocar con sus platillos. El tío Eduardo miró entonces con impaciencia a su hermano; este dejó su taza y retomó la lectura en tono grave. El capítulo terminaba con la muerte del guardagujas bajo el tren, para horror de los personajes y los oyentes de la torre. Sonaron entonces algunas exclamaciones de espanto; una de las criadas se llevó la mano a la boca sofocando un ay y miró a Raquel, su impasible jefa, que permanecía rígida y sin el menor gesto de emoción. Tampoco a Ángela le impresionó el suceso. Nada le importaba aquel guardagujas del libro, al que no conocía ni esperaba conocer nunca.

Terminado el capítulo, el ambiente grave se disolvió, y la familia volvió a actuar con la alegre despreocupación de siempre.

─¡Fantástico! ─exclamó el tío frotándose las manos─ Si os parece podemos seguir leyendo un capítulo cada día... ¿os fijasteis en el detalle? cómo se anticipa... ¡fantástico, realmente fantástico!

Pero, a Ángela, poco de lo escuchado le pareció nada del otro mundo. Una estación, conversaciones triviales y un accidente: ya ves tú que cosa. En su cabeza aún resonaba la despedida de Conchita y, sobre todo, la indiferencia de Louisa cuando le explicó su decisión de quedarse en el ayuntamiento.

─¡Qué tonta! Yo me hubiese ido a Barcelona ─dijo con ligereza y cambió de tema.

Ella se tragó en silencio su decepción, como aquellos amargos posos de té que aún sentía en su garganta, y, junto al resto de la familia, escuchó aburrida los comentarios de tío Eduardo sobre la forma y sentido de la novela, con los codos sobre la mesa y la cabeza sujeta entre las manos. Los señores Soler y su hijo pronto adujeron sus excusas y marcharon escaleras abajo; ellas, en cambio, se quedaron el resto de la tarde en la torre, manoseando libros y molestando al tío. A Louisa, la lectura frente al samovar ruso ─que el tío depositó con cuidado en una vitrina, bajo llave─ le tenía fascinada, y no dejaba de rememorar el momento vivido, acentuando de forma exagerada las primeras sílabas en sus constantes alusiones. Sin embargo, a Ángela, todo aquello le pareció poco menos que una pantomima, como esas que, a veces, veía representar en la plaza cuando pasaban por el pueblo los comediantes. Eso le llevó a pensar, con sorpresa, que había algo en esa familia de irreal, de fantástico, de poco natural. Y se preguntó si no estarían allí solo para entretenerla a ella, si no serían unos comediantes contratados por sabe quién, y que, de una manera extraña, hubiesen pasado todos estos años esperando su llegada, en su casa encantada, como hibernando, para volver a la vida cuando ella atravesó sus verjas, como la muñeca de cuerda que le había regalado el alcalde en su último cumpleaños.

El revuelo por la tetera rusa trajo como consecuencia que aquella tarde Ángela volviera media hora más tarde de lo acostumbrado. El alcalde y su prima ya terminaban de cenar cuando irrumpió en el comedor del ayuntamiento.

─¿Pero, es que no te han invitado a cenar?

─No, prima.

─¡Tan tarde y sin cenar! Y se puede saber a qué hora cenan estos...

Ángela se encogió de hombros.

─Hoy estaban entretenidos...

La doña llamó Anita y pidió un cubierto para la niña, mientras el alcalde se levantaba aludiendo cansancio.

─La compañía es grata, pero...

─Sí, sí, anda y acuéstate. Faltaría más que nos tuvieses que dar explicaciones.

Quedaron solas en el comedor. Llegó la sopa; la probó: aunque tibia todavía conservaba algo de calor y en su superficie flotaban albóndigas y trozos de huevo duro. Comió en silencio; a su lado, su prima la observaba.

─¿Y qué era eso que les tenía tan entretenidos?

Le explicó el asunto del samovar.

─¡Qué estupidez!

Ángela le dio la razón. Se sonrieron. Llegó entonces el pescado, también frío y dispuesto en círculo, con la boca abierta mordiéndose la cola. La imagen le pareció grotesca, pero tenía hambre y se lo comió sin contemplaciones.

─Tienes buen apetito, en eso has salido a mí.

─Está bueno.

─Pues claro que lo está... ale, cómete otro. Total, para que se lo coman ellos, te lo comes tú ─dijo aludiendo al servicio─. Bueno y qué... ─continuó─ qué más me explicas... traga, traga y luego me dices... eso es, ¡qué raspa más peladita! ¡así da gusto ver comer a la gente! ¿Ya? Pues, ea, cuéntame...

Ángela le habló de su amiga Louisa, de los juegos y chismes con los que solían entretenerse, pero a su prima nada de aquello parecía interesarle y, haciendo gestos de impaciencia con la mano, la apremió para cambiar de tema. Entonces nombró a la Pompadour.

─¿La quién? ─se espantó y escuchó atenta.

Agotado el tema de la abuela, le habló del tío Eduardo y de su biblioteca; de las llamadas a la capital y los cigarros alargados que se fumaba la señora Soler todas las tardes.

─¡Marrana! Ya sabía yo que alguna cosa escondía. Una tarde de estas voy a ir a hacerle una visita. ¡A ver si es capaz de sacar un cigarro en mi cara! Y entonces... ¿se cambia de ropa para comer? Porque se pondrá hecha un pincel... cuenta, cuéntame más cosas...

Semanas después al cabo Cornejo le llegó la oportunidad de hacer carrera en Burgos. No sospechó nada ni tuvo conocimiento alguno de la mano negra que decidió su destino. Pensó que, en su situación, era lo mejor que le podía ocurrir y partió sin pesar ni despedidas. Solo dejó escapar un tímido suspiro en su butaca de segunda, sentado al lado de la ventana, mientras dejaba atrás un grupo de agrestes montañas, bajo un cielo claro y benigno. No colocaron en su puesto a Gutiérrez, como algunos imaginaron, sino a un ─también cabo─ tal Cazorla, que resultó ser, según la doña, un borrachín de primera, que no le llegaba a la suela de los zapatos a su antecesor. Porque fue marchar el cabo y ponerlo en un pedestal. Doña Eulalia no volvió a hablar ─ni a pensar─ una mala palabra de su persona, y a la menor ocasión lo recordaba con reverencia, poniéndolo de ejemplo en las situaciones más inverosímiles, como la imagen ideal de lo que un hombre, que se vistiese por los pies ─esas eran sus palabras─, debía ser.



Nota:

Con este capítulo termina la primera parte de la novela (tendrá 3 en total)

En las próximas semanas, y si wattpad me deja, subiré el inicio de la segunda parte. Habrá un salto de tiempo, y conoceremos a Ángela crecida. Con nuevos escenarios, nuevos  y  viejos personajes (no puedo prescindir de doña Eulalia), algún que otro amorío y una sorpresa. Espero que os guste. Aprovecho para agradecer vuestros comentarios y apoyo, las lecturas que se van sumando cada día y me alegran las mañanas. Un abrazo a todas/os

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