XXII. César
Ángela quiso a su primo desde la primera vez que lo vio. Nació en verano, una calurosa y larga noche de agosto. Ella no lo vería hasta el día siguiente, cuando se lo enseñaron, envuelto en una blanca mantilla, frágil, todo enrojecido y moteado, sonriendo al mundo con sus muecas: una pequeña miniatura a la que la naturaleza, sin preguntar, había arrojado al mundo como a tantos otros, cargado con una mochila de herencias, manías, enfermedades y habilidades; instintos atávicos y demás cargas genéticas.
Le llamaron César, por el dictador romano, con la esperanza de que se le pegara algo de su bravura. Pero el niño había salido más bien llorón y pegajoso, y reclamaba la atención adulta en todo momento, con unos ojos que se le iban abriendo día a día, agrandándose, de un color miel veteado en amarillo.
Apenas se pudo levantar la doña, que fue bien pronto, porque pese a sus estrechas caderas y en contra de los pronósticos de don Alejo, había tenido un parto que había sido un visto y no visto, como quien va al mercado y vuelve con su mercancía, pues, apenas se levantó de la cama, fresca como una rosa y lozana como nunca, llena de energía y siendo la envidia de aquellas que le habían advertido, funestas ellas, de la dureza del posparto y que ahora se atragantaban nada más verla, ya dispuso y ordenó el papel en el mundo de su heredero alcaldíl.
─Este mío irá a un colegio de Barcelona, como el niño Soler. Aunque, y por lo pronto, el padre Braulio ya le puede ir ensañando las cuentas.
─Pero vidita, cariñín ─le decía su marido─. Si tiene una semana todavía, qué cuentas va a aprender el pobrecillo.
─Estoy planeando, Tomás. Haciéndome yo mis esquemas. Este niño es como una catedral: se empieza por los tabiques, que hay que ponerlos bien derechos. ¿Piensas acaso que voy a dejar su educación al impulso del momento, a lo que venga? Hay que planear, Tomás, que las cosas no vienen solas, que tiene que ir una a buscarlas... que se nos tuerce nada más nacer y a ver cómo lo enderezamos luego...
Y Ángela se pasaba las horas muertas observando cómo su prima le daba el pecho, le propinaba sus toquecitos en la espalda para que eructara, y lo arrullaba. Tanta devoción tuvo por el niño, que llegó el momento en que su prima se lo colocó con cuidado en el regazo y le enseñó la forma en que debía tomarlo. Y el niño Cesarión le sonreía y alzaba las manitas, buscando pelo o lo que fuese para agarrarse.
─Qué lo quiere a mi bichito ─le decía la doña pasándole al bebé─. Si tú lo quieres, más te voy a querer yo a ti. Porque quererlo a él, es quererme a mí.
Y el niño abría más y más los ojos, que parecía que se le iban a salir de las cuencas, ya como reconociendo voces, y se reía, se reía. Todas las cosas le hacían gracia.
─Qué te quiero yo, gatito ─le decía Ángela cuando su prima se lo pasaba, imitando el tono de la madre.
Y así andaban las primas, pasándose al bebé de regazo en regazo, que parecía una pelota. Si Ángela salía a pasar la tarde en Can Estrada, al regresar entraba corriendo en la habitación de la doña, para que le diera el parte.
─Ha comido, sí. Dormir mucho. No, no le duele la barriguita, hoy no ¿verdad que no, bichito?
Por las mañanas, cuando salía de estudiar en la parroquia, ella misma iba con el cesto a hacer los recados, regateando con los tenderos igualita que la doña y no pasando ni un céntimo en el cambio.
Se formó así una especie de cooperativa maternal, donde las dos, mujer y niña, cada una en su particular rol, manejaban al bebé sin contar con las opiniones del alcalde y muchas veces desconfiando de don Alejo, al que día sí y día también la doña mandaba a buscar, aunque luego hacían con el niño lo que a ellas les parecía más oportuno.
Y fue en medio de ese estado de bienestar y armonía, cuando aconteció una inesperada visita que puso a la casa del revés.
Un domingo, pasadas las tres de la tarde, estando las dos en la cama conyugal, el niño en medio, haciendo la siesta o más bien velando la del bebé, con un ojo abierto y otro cerrado, que sumaban dos abiertos y dos cerrados entre ambas, pues, como decía la doña, cuatro ojos ven más que dos, atentas a cualquier movimiento del niño, no se fuera a descalabrar en un giro, porque hacía en sueños unos giros que ni en el circo, llamaron a la puerta. Poco después, Anita asomó la cabeza por la habitación.
─Una mujerona que viene preguntando ─dijo en un susurro.
─¿Preguntando qué? ─contestó la doña, soñolienta.
─Por la niña, señora. Dice que es quién la crió, una tal Conchita Montes.
Al principio Ángela no reaccionó. Se quedó quieta en la cama, mirando con fijeza a la lámpara, como si entre aquellos globos se dibujase la silueta de su amiga. Escuchar de nuevo su nombre, y más en el ayuntamiento, le pareció extraño y lejano, como de otro mundo, casi igual que si le asegurasen haber visto al abuelo volviendo del mar en su barca. Pero Conchita estaba viva, y en Marinet, y la buscaba. Entonces se incorporó de un salto y salió corriendo hacia las escaleras. En medio segundo se plantó en el vestíbulo, donde no había nadie. La puerta de la calle estaba entornada y rápidamente la abrió. Y allí, bajo la solera del mediodía, estaba Conchita: tal como el día en que la vio marchar por las colinas, con su eterno vestido negro, el moño flojo y la cara lustrosa y redonda. Se lanzó a sus brazos como el sediento a la fuente, apoyando la cara en su mullido pecho que era la mejor de las almohadas. Volvió a sentir entonces esa seguridad de saberse querida, hiciese lo que hiciese y fueran cuales fueran sus actos, la imperturbable certeza del hogar perdido. Se miraron las dos, hablando con los ojos, sin necesidad de palabras.
─¡Niña mía! ─estalló de pronto Conchita─. ¡Tantas cosas que habrás pasado y sola!
─El abuelo, Conchita... ─empezó a explicar Ángela ya bañada en lágrimas, volviendo a sentir su muerte, como si ver a su amiga le llevara de nuevo a aquellos días, como si solo ella pudiera comprenderla.
─Calla, calla, mi niña, lo sé todo. Leí tú carta. Pero ¡ay! Tarde y mal, tarde y mal y un rayo me parta ahora mismo. Son tantas las cosas... primero fue que se nos murió la pobre Marta, al poco de llegar yo. ¡Ay! ¡Qué sufrimiento tuvo la pobre! Pero no te digo más, que esas cosas no son para niños. Luego a mi Juan le entraron las melancolías, que no había manera de espabilarlo, del trabajo a casa y de casa al trabajo, con caras largas y poca hambre, a los niños ni los miraba ¡angelitos! Total, que decidí yo, porque esa casa era un funeral, cambiar de aires, de domicilio. Nos fuimos tres calles más arriba, que no era muy lejos pero ya parecía otra cosa, otro ambiente que dicen allí. Yo quería que nos viniésemos al pueblo, los cuatro, pero no hubo forma de convencer a mi hijo: que si los niños, que si el colegio, el trabajo... manías, manías suyas... ¿te ríes?
─Es que ya no recordaba tu voz, y ahora me suena así, no sé, a gloria pura.
─¿Irás a la iglesia todavía?
─Claro que sí, mi prima me lleva los domingos.
─Ya hablaremos de tu prima... ahora deja que te cuente... así fue que nos mudemos de piso, y allí se quedó tu carta, niña mía... y suerte que el portero la guardó, y más suerte todavía que mi hijo se lo encontrara, no hace ni una semana, en la puerta de la oficina. ¡Ay, cuándo me leyeron esas líneas! ¡fechadas de un año atrás!
─Pensé que ya no nos querías, ni al abuelo, ni a mí, ni al pueblo...
Conchita resopló agitando el pecho.
─¡Olvidar yo! Otra cosa no, pero la cabeza la sigo teniendo en su sitio y funcionando. Y ahora, mi niña, nos vamos a ir tú y yo a ver el mar, que lo he echado en falta. Porque una cosa te digo: ese mar que tienen en Barcelona no es como el nuestro, parece que lo hayan domesticado, está así, calladito, que no dice un pimiento.
Y a la playa se fueron. Tres vueltas le dieron a la costa: de las rocas al cementerio y del cementerio a las rocas. Luego Ángela la acompañó a abrir y airear su casa. Conchita solo tenía previsto pasar unos días en Marinet y sus planes eran los de volver pronto a Barcelona, con Ángela; porque pensaba llevarse a la niña con ella. Solo que al verla tan bien vestida y rellena le habían entrado las dudas. Ellos vivían en un pisucho de dos habitaciones, con lo justo para pasar por la vida. Comían un día mejor y otro peor, ahora fresco, ahora retales, pero comían. Porque a su hijo no le había faltado nunca el trabajo y ella ayudaba cosiendo cuando le salía alguna clienta, que no era muy a menudo; no estaban las cosas para preocuparse por los trapos.
Esa misma tarde pidió para hablar a solas con doña Eulalia, sin decirle nada a Ángela. La recibió esta en la cocina, no se fuese a creer que, por presumir de haber criado a su prima, tenía vía libre para entrar y salir de su casa. Se sentaron en la mesa, la una frente a la otra, con un frutero en medio haciendo de barricada. Gloria les puso delante un refresco y se quedó fregando una olla, de testigo mudo.
─¿Y bien? ─empezó diciendo la doña.
Conchita la miró con franqueza.
─Sabrás que a esta niña la he criado yo, igual que una hija...
─Y que te fuiste, también ─repuso la doña.
Se observaron en silencio. El rítmico, constante y agudo rasgar del estropajo llenó el aire de la cocina. Conchita tomó la limonada y dio un largo trago sin dejar de observarla.
─No tengo por qué darte ninguna explicación, eso es cosa mía ─dijo dejando el vaso en la mesa─. Lo pasado, pasado está. Importa el hoy y el mañana, y por supuesto la niña, mi Angelita.
─¿Y qué quieres, entonces? Sé clara. No tengo todo el día para andar con rodeos.
─Quiero llevarme a Ángela a Barcelona: ahí tienes claridad ─le dijo cuadrando los hombros─. Con su abuelo muerto solo le quedo yo... no pienses que no te agradezco...
─La niña se queda aquí, con su familia, que es donde tiene que estar ─le interrumpió la doña de inmediato y con tranquilidad.
Conchita hizo una mueca.
─Mira, Eulalia. Te conozco desde que eras una niña. Y tú a mí también, aunque ahora te hagas la loca. ¡Cuántas veces te he dado de comer! A ti, y tu prima Clara, la pobre madre de la niña, cuando servía con la familia aquella, los Pascual, guardándome las onzas de chocolate en los bolsillos para vosotras. ¿No te acuerdas? Pues yo te lo voy a recordar. ¡Cómo me esperabais en la cuesta, gritando! Haz, haz memoria. Ya eras muy lista por aquel tiempo, si me descuidaba te comías lo tuyo y lo de tu prima. ¿Y no fue en mi casa donde dormiste un tiempo, cuando tu madre se puso tan mala? ¡Suerte tuviste de que tu abuela se encaprichara de ti y te llevara a su casa! ¡menuda era, también, la vieja! Y da gracias, porque si no, dónde estarías ahora... conque no me vengas con amor de familia ni niños muertos, que yo sé muy bien quién eres. Lo que no sé es que tienes con la niña, ni para qué la quieres; pero caridad: ¡ay!; familia: ¡re-ay! ¡A otra con ese cuento!
No esperando aquello, la mujer del alcalde enmudeció. El rasgar del estropajo volvió a llenarlo todo: aire, cocina, conciencia, alma, memoria. Como quién espanta una mosca de un manotazo, así apartó ella los recuerdos que, llamados por la voz de Conchita, afloraban intactos. Se dirigió entonces a su criada:
─Gloria, ya te puedes ir. Échale un ojo al niño, no se vaya a asustar con tantas voces.
En cuando la cocinera cerró la puerta, volvió su atención a Conchita.
─Ten cuidado, Concha. No me quieras tener de enemiga.
Se levantaron ambas.
─Temerte yo, a ti. ¿Y quién eres tú, más allá de estas rocas? Aquí te pudras en este pueblo, del que no saldrás nunca, mal que te pese.
─¡Y qué te importa a ti, dónde esté o deje de estar!─le respondió con el pecho agitado, rodeando la mesa y acercándose a ella─. Pues sí que te das tú aires por mal vivir en la ciudad, en un cuartucho lleno de mocosos.
─¡Me importa mi niña! ¡Eso es lo que me importa!
─Pues que diga ella dónde quiere estar ─respondió la doña recuperando la compostura─: pasando hambre en la ciudad, o aquí, en el mismísimo ayuntamiento...
En ese punto la mujer del alcalde miró a su alrededor; Conchita siguió su mirada: la más que surtida despensa hablaba por sí sola.
─Bien atendida ─continuó diciendo─, como corresponde a alguien de mi familia... ¡Sí! No hagas muecas, ¡de mi familia! Y con unas amistades que ni soñarías tocarles las enaguas. ¿No te ha contado que tiene por amiga a la hija de los Soler, y que la quieren allí como a una más de la casa?
La alusión a los Soler no causó en Conchita ningún efecto, ni para bien ni para mal. Aunque la doña creyó dar con ello la estocada final.
─Que tenga las amigas que quiera ─dijo Conchita con indiferencia─. Si tan amigas son, ya lo seguirán siendo, se vaya a Barcelona o la Conchinchina. No seré yo quien ponga pegas a esa amistad. Y no creas que voy a cargarle el peso de esa decisión a una niña. Esto es cosa de nosotras. De ti y de mí. Mira, vamos a calmarnos y hablar tranquilas...
─Tiene casi doce años ─le interrumpió la doña, quitándole importancia a sus escrúpulos─, a su edad yo ya...
─Sí... a su edad tú ya ─se apresuró a decir Conchita─. Tú y yo sabemos lo que hacías a su edad: ¡engatusar a tu abuela para quedarte con la herencia! ¡Ni un pellizquito le dejaste a nadie! ¡ni a tu mismo hermano!
La doña dio un respingo; eso sí que no lo esperaba ¡Venir ahora a reprocharle aguas turbias, lejanas! ¡en su misma casa!
─¡No te permito! ─dijo levantando una mano, luchando por mantener la serenidad. Entonces, en una neblina bañada en jabón de Alepo y tapetes almidonados, vio a su abuela sentada en su hamaca, con su toquilla de lana gris y su barbilla acusada y peluda. Rememoró sus últimos días, sus manías, sus gritos; el olor a vejez, a muerte acechante, a decadencia, a fin... ¡cuánto había pasado ella, siendo apenas una niña! ¿no se mereció acaso todo ese dinero y más? ¡Su hermano! ¿qué había hecho él? ¿dónde estaba cuándo la vieja daba sus últimos coletazos? ¿Y quién, sino ella, limpió el cuerpo sin vida de su abuela? ¿Quién le puso su odioso vestido morado, el de paño bueno? en medio de aquel silencio blanco que helaba la sangre, sola, con la única compañía de la carne muerta y el invierno asomando en la ventana...
─¡Sal! ─le dijo entonces, abriendo la puerta trasera de par en par─. ¡Sal de esta casa o te como! ¡Te como!
Conchita, sin decir palabra, salió de la casa con la sensación de haber empeorado el asunto, descontenta por su torpeza. «¡Ni el mismo Ramón Capdevilla lo hubiese hecho peor, con esa lengua que tenía!» Pensó más tarde, mientras arreglaba la cama para acostarse.
La doña, por su parte, se aguantó esa noche las ganas de darle cinco o seis pellizcos a Ángela, ya que a Conchita no pudo. Sin embargo, se los reprimió, quedándole las manos ardientes de deseos de arañar algo, lo que fuera.
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