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XXI. El samovar


Pero en Can Estrada nadie se fijó en su rebeca y mucho menos en sus brazos. Estaban enfrascados en sus propios asuntos, en concreto en lo que ellos llamaban, entre risas, el caso ruso. Y era que el tío Eduardo se había comprado, por carta y encargo, un samovar procedente de la misma Unión Soviética, con sus seis tazas a juego, y se lo habían retenido en Madrid, en la oficina de correos. Y por muchas llamadas y reclamaciones que se hacían, no había forma de que lo enviaran: porque era un bulto sospechoso, un bulto comunista. Y allí estaba el samovar de tío Eduardo, incautado, siendo inspeccionado por las autoridades pertinentes, sin prisa por terminar su azaroso viaje a través de la estepa.

En su última carta, el dueño del anticuario le había hecho una detallada descripción del objeto y tío Eduardo soñaba con poseerlo. Decía que era un samovar datado en 1850, bañado en oro, de delicados adornos florales y mucha historia entre sus asas. Que había pertenecido a Nicolás II, el último zar ruso, y que, probablemente, hubiese servido los últimos tés del sanguinario. Veía él en aquel objeto la historia de su querida Rusia vivificada y se imaginaba estrenándolo en una ceremonia solemne, a la que asistiría toda la familia (menos su madre), y en su honor se haría una emotiva lectura del decimoctavo capítulo de Ana Karenina; ese maravilloso capítulo que empezaba en un tren de primerísima clase, entre andenes y maletas, manguitos de piel de oveja y conversaciones llenas de vaho.

Confiaba en que su hermano terminaría por solucionar el asunto como hacía siempre. No había enredo que Claudio Soler no deshiciese con sus ademanes diplomáticos, su aire de seguridad en sí mismo y esa despreocupación con que la que se manejaba. A su lado, parecía la vida una larga broma, un viaje intrascendente al que no había que dar demasiada importancia. Nada le asustaba y de todo se reía. Trataba a su hermano menor con alegre condescendencia, como si fuese uno más de sus hijos. Y casi se diría que aquel episodio ruso no le estaba resultando fastidioso, sino un caso de lo más interesante. Cada vez que hacía una nueva llamada a la capital, reunía a la familia en el vestíbulo, descolgaba el auricular lentamente, le daba unos toquecitos, alzaba las cejas, y luego marcaba el número y se apoyaba en la pared con las piernas cruzadas.

─Buenas tardes, llamo por el caso ruso... si fueran tan amables... Claudio Soler... sí, eso es, un samovar del mismo Nicolás II... es un regalo ¿comprende?... no, no ha llegado, llevamos semanas esperando.... ajajá... muchas gracias, caballero, y disculpe las molestias ─y tras colgar el aparato, achuchaba a su hermano por los hombros─. Estamos cerca, hermano ─le decía y agregaba risueño─. ¿Qué pensarán que hay dentro? ¿la cabeza de Stalin?

Ángela asistía sorprendida a aquel ambiente disparatado. ¿Cómo sería tener una familia así? Quizá algún día ella pudiese tener algo parecido, cuando fuese mayor. Porque, aunque en Can Estrada la trataban con amabilidad, no dejaba de ser una recogida, un apéndice fácilmente reemplazable.

Después de la consabida llamada la familia se dispersó cada cual a sus asuntos. Ella y Louisa salieron a vagabundear por el jardín, aprovechando el buen tiempo. Pasaron por una especie de pequeña plazoleta de losas de piedra blanca, que Ángela nunca había visto. En el centro había una fuente seca, de bordes ennegrecidos y mohosos, y en los extremos dos bancos, también de piedra, y sin respaldo. En uno de ellos estaba sentada una señora de cierta edad, de cabello recogido y abundante, blanco en su totalidad. Llevaba un suave jersey de cuello alto y unos pantalones sueltos, y no parecía hacer nada en particular, solo mirar hacia los arboles con una mano bajo la barbilla, como si se aguantara la cabeza.

─No te pares, haremos como si no la viéramos, aunque nos llame ─le dijo Louisa empujándola hacia delante.

Pero la señora las vio y llamó a Louisa en un tono seco y bajo.

─Ni la mires ─continuó─, o te embrujará.

─Pero ¿quién es?

─¿Quién va ser? La abuela. Mi abuela.

─Pues se está levantando...

La señora se incorporó lentamente y avanzó hacia ellas, llevando en una mano un bastón de mango dorado. No le favorecía el movimiento, pues delataba su verdadera edad, oculta en su elegante rigidez anterior. Louisa se acercó a ella y le dio un frío beso en la mejilla. Se miraron.

─Bueno, ¿qué? ─le dijo a su nieta, haciendo caso omiso de Ángela─ ¿Le han traído ya la tetera al gordo de mi hijo?

─Todavía no. Pero está al llegar.

─¡Cuánto trastorno por una lata china! Siempre ha sido un caprichoso... si le dejáramos, nos arruinaría.

─Rusa, la lata es rusa, abuela.

─Rusa o china, qué más da. Es todo lo mismo.

Louisa se encogió de hombros.

Le hizo luego algunas preguntas sobre sus estudios, que Louisa contestó en tono lacónico. Preguntó también por la señora Soler, en un deje que a Ángela le resultó sospechoso, aunque no supo identificar el porqué. Y por fin se alejó, despidiéndolas con el bastón y mirando hacia delante con la cabeza erguida. Louisa le dijo al oído:

─Lleva peluca... le llamamos la Pompadour, mi madre y yo.

Ella la miró intrigada, no tenía ni idea de a quién se refería, pero no quiso quedar como una ignorante y asintió.

─Nosotras somos de la liga del tío Eduardo ─continuó Louisa─. Ella no quiere a mi madre, la aborrece, y por eso yo también la aborrezco. Solo quiere a mi padre, y a mi hermano Marcos. Mi hermano sí es de su liga y siempre critica al tío, porque ella le envenena con su lengua. Claro está, al tío no lo pueden ni ver, pero yo lo quiero mucho y también mi madre y mi padre más todavía. Todos lo adoramos...

─¿Y tu padre, de qué liga es?

─Mi padre dice que es Suiza. Porque es neutral.

Ángela no entendió nada y volvió a asentir, pensando que quizá el padre Braulio sabría de aquellos misterios y que debía preguntarle durante las clases. De qué cosas tan raras se hablaba en aquella familia. Se grabó las palabras en la memoria: Pompadour, Suiza, neutral, samovar, Stalin. Con la esperanza de salir pronto de dudas.

Llevaban un rato sentadas en el banco que había abandonado la Pompadour, cuando llegó Marcos. Lo primero que hizo fue preguntar por el samovar del tío Eduardo. Parecía que no se hablaba de otra cosa en aquella familia. Luego les explicó que había estado en casa de un compañero de estudios, en Barcelona, y que les habían llevado al cine. Les contó la película de principio a fin y a todo detalle, que había sido del oeste americano, donde todo el mundo llevaba pistola y tenía las piernas arqueadas.

─Ya sé por qué la tata tiene así las piernas. Viene de una familia pistolera.

Pero ellas no lo creían posible y se enzarzaron en una discusión sobre el pasado de la gobernanta. Se escuchó entonces el sonido del motor de un coche que subía hacia la casa. Ángela se levantó.

─Debe ser el alcalde, dijo que vendría a buscarme.

La acompañaron hasta la casa, sin dejar de discutir sobre las piernas de la pobre Raquel. En la puerta principal estaba el cabo apoyado en un coche, hablando con la señora Soler. Louisa suspiró al verlo.

─Es el hombre más guapo del mundo ─dijo en tono afectado, sacado de alguna novela.

Ángela no suspiró, pero sí se preguntó qué haría allí, ya que nunca lo había visto en Can Estrada. La señora Soler la sacó de dudas, explicándole que había venido a llevarla al ayuntamiento, que el alcalde se encontraba ocupado y le había pedido a este que fuese en su lugar. Louisa la miró con envidia y volvió a suspirar. El cabo Cornejo, por su parte, mantenía su habitual actitud distante, esperando a que la niña se metiera en el coche. Ella se despidió de los niños y presionó la manecilla de la puerta, pero estaba muy dura y rió nerviosa por su torpeza. El cabo le abrió desde dentro y casi le sonrió, lo que proporcionó un nuevo suspiro a Louisa, y hasta la señora Soler pareció contener el suyo. Arrancó el coche y bajaron la cuesta lentamente y en silencio. Nunca había sido tan consciente de cada rama y cada árbol del camino, tan enfrascada estaba en mirar por la ventana y eludir a su acompañante. Este conducía mirando al frente, pensativo y, por supuesto, callado. Llegaron por fin a la puerta del ayuntamiento. No se había detenido aún el coche, cuando la niña ya llevaba la mano a la puerta, para bajarse cuanto antes. Pero Cornejo se la cogió.

─Espera, no te vayas a tirar con el coche en marcha. Esa impaciencia tuya debe ser cosa de familia... ─terminó diciendo para sí. Luego detuvo el coche y volvió a impedir que Ángela bajara.

─¿Te trata bien tu prima? ¿Sois amigas? ─le preguntó de golpe.

─Sí, claro que sí.

La miró como si la evaluara.

─¿Le darías un recado de mi parte? Pero solo a ella.

Ángela asintió volviendo a poner la mano en la puerta. El cabo se giró hacia ella, mirándola como si hablara con su prima y no con una niña.

─Dile que no olvido, ni he muerto. Dile que no conseguirá salirse con la suya y que no va a librarse de mí tan fácilmente. Y díselo cuando esté sola ¿te acordarás?

─Que no olvidas ni estás muerto, de lo demás no me acuerdo ─dijo, y salió corriendo antes de que se lo repitiera, con la mano enrojecida por la fuerza con la que empujó la manecilla.

Tardó una semana en dar el maldito recado. Intuía ella, aunque no sabía bien el porqué, que aquello no le favorecería en su relación con su prima, así que lo fue posponiendo y hasta pensó en callarse. Los cardenales se le iban aclarando día a día y temía el momento en que le comunicase eso de «ni estoy muerto ni olvido» que no sonaba nada bien.

Ya había decido eludir el asunto y hacerse la olvidadiza, aliviada en su firme determinación, cuando se topó con el cabo en la puerta, derrumbando su recién estrenada paz.

─¿Qué te dijo, niña?

─Nada.

─¡Nada! Dime la verdad ─la cogió del brazo─. ¿Qué te dijo?

─Se me olvidó... ─confesó al fin.

El cabo la miro sonriendo y, suavizando el tono, volvió a insistir.

─Díselo esta noche. Es importante para mí. ¿Lo harás?

Ella contestó que sí. El tono en que se lo pidió removió alguna cosa en su pecho. Era como si le debiera algo, como si no hacerlo significara causarle un mal a alguien. Así que, después de la cena, llamó a la puerta de la habitación de la doña, rezando por encontrarla sola. No las tenía todas consigo en que otro día, ya olvidados los ojos tristes del cabo, tuviese el valor de decirle aquellas palabras. Era ahora o nunca. Y fue ahora, porque estaba sola, ordenando un baúl lleno de ropa para el bebé, por colores y tamaño.

─Prima...

Poco a poco, a la doña se le había ido borrando el recuerdo de la fatídica pesadilla y había empezado a dirigirse de nuevo a Ángela, si no con cariño, por lo menos con una seca cordialidad.

─Ayúdame con las sábanas ─fue lo único que le contestó─. Punta con punta y bien estiradas. Así, tírate para atrás. ¡Qué suavecito va a dormir mi niño! ¡como un rey!

Le ayudó a doblar unas mantas también, mientras le parecía ver escritas las palabras aquellas «ni muerto ni olvido» en cada prenda que guardaban, haciendo eco en su cabeza, aflorando y reteniéndose al borde de sus labios. De pronto encontró la manera de encarar el asunto.

─Qué pesado es el cabo ─se lanzó─. Siempre quiere que te dé un recado. Pero yo no lo escucho, porque no está bien andar de recadera, me lo decía siempre Conchita.

─Y no le faltaba razón ─dijo ella deteniéndose en cada palabra─. Pero, a ver. ¿Qué es eso que te dice? Será algún asunto del ayuntamiento, como mi marido confía en mí para todo...

─Será... ─contestó Ángela, contenta por lo bien que le estaba resultando el invento.

─¿Y bien?

Ángela se aclaró la garganta, ya no tan segura de su éxito.

─Dice que ni muerto ni olvido.

La doña se paró en seco.

─¿Cómo?

─Que ni está muerto ni olvida, y no sé qué más que no me acuerdo.

En ese punto ya arrojaba, y de un manotazo, la funda de una almohada sobre la cama.

─Ven aquí, ingrata. ¿Qué es eso de andar chismorreando con el cabo? ¿Qué es lo que os traéis entre manos? ─Primer pellizco.

─¡Nada, prima! ¡Lo juro! Si no me habla nunca, solo para eso del recado.

Segundo pellizco.

─Os creéis muy listos, los dos. No, ahora no te vas. Ahora te sientas aquí y me lo explicas todo, punto por punto.

Durante la detallada explicación de la niña, se produjeron el tercer, cuarto y quinto pellizco, a los que sucedieron sus respectivos nuevos morados, que volvería a tapar con la rebeca. Al fin la doña pareció satisfecha con la explicación y la dejó ir, no sin antes regalarle un consejo.

─Si te vuelve a venir con recaditos no lo escuches, como si fuera una mosca. Ya me encargaré yo de ese desgraciado.


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