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XX. Un sueño


El embarazo de doña Eulalia se convirtió en un tema recurrente tanto en su casa como en el pueblo. Parecía que Marinet entero estaba de buena esperanza. Tampoco la protagonista daba ocasión al olvido, pues relataba a todo aquel con quien se cruzase cada uno de los pormenores de su aventura maternal. Le gustaba utilizar nombres técnicos sacados de libros ─que nadie en el pueblo había oído nombrar ni de casualidad─ como embrión, líquido amniótico (aquí las mujeres alzaban las cejas), estrógenos, placenta y un largo etcétera de palabrejas salidas de añejos tomos, manoseados hasta la saciedad, que la convirtieron en una eminencia en gestación, hasta el punto en que empezó a imaginarse todo tipo de inexistentes contratiempos que la llevaban constantemente a la consulta de Don Alejo, el cual, ya cansado de tanto romance, le prohibió leer más sobre el asunto. Por supuesto ella no le hizo caso, aunque se contuvo de pisar la consulta tan a menudo como le hubiese gustado, por miedo a que le confiscaran los libros que tanto le hacían suspirar bajo las mantas.

Pero hacia el quinto mes de embarazo las cosas empezaron a ponerse difíciles para Ángela. Hasta ese momento la niña había sido su mayor confidente: con ella planeaba el brillante futuro de su retoño; con ella también escogió la cuna y la ropa de cama, arrastrándola a todas partes y haciéndole partícipe de cuanto estaba por venir. Se podría decir que había hecho de Ángela una prolongación de sí misma, alguien en quien desdoblarse cuando la ocasión lo requería, siendo que ella se adaptó a ese nuevo papel con agrado, sin revelarse en ningún momento, sino lo contrario.

¿A qué se debió entonces el cambio? Pues resultó ser por algo tan inofensivo como un sueño.

Una noche, tras leer por quinta vez el capítulo de los partos, la doña cerró la tapa de su Manual de la comadre, apagó la lámpara de mano, dio tres vueltas de costado como los canes y se internó en el mundo de las sombras. No era la primera vez que soñaba con su futuro retoño, ni la segunda, pero aquella resultó ser diferente a las anteriores.

Soñó que se hallaba en la habitación del robo, sola, tumbada boca arriba, deshecha en sudor y sonriente; acababa de parir a su hijo. En esto que se abrió la puerta y entró Anita con un bulto blanco en los brazos; ella extendió los suyos para tomarlo, pero esta no se lo entregaba, sino que señalaba hacia la ventana diciendo: «se ha ido por allí, señora, ¡por allí va el ladrón!» y después, ignorándola, mecía al bebé paseando por la habitación y tatareando una canción de cuna. Ella quería levantarse, gritarle a su criada, pero las mantas la aprisionaban contra el colchón y la voz no le salía de la garganta. Cuando más impotencia sentía, dio por fin Anita unos pasos hacia su cama. Pero ya no era Anita la que llevaba a su bebé, ahora era Ángela que, apartando la toquilla, le mostraba su carita. Tenía el niño un aspecto gris, enfermizo, y un rostro entre infantil y adulto; los ojos azul cielo, claros como la brisa de mayo, y muy abiertos. La doña chilló espantada, sintiendo como las mantas le apretaban, hundiéndola en el colchón. Entonces la niña le dijo: «Mira, prima, ¡cómo maldice! ¡igualito que el abuelo!» Impotente, se sintió caer a través del colchón, como si un abismo bajo ella la reclamara, mientras daba manotazos ciegos en un intento de agarrar a su hijo y llevárselo con ella a aquellas profundidades. Despertó gritando. El grueso tomo cayendo al suelo en un estruendo y su marido levantándose de un salto, pensando que se había adelantado el parto. Y fue a partir de esa noche cuando empezó a mirar a Ángela con desconfianza. Se fijó en el cariño que le estaba tomando su marido, en los regalos que le hacía: ahora una muñeca, ahora un dulce, ahora un chocolate; en cómo esta solía entretenerse en la cocina hablando con las criadas, contándoles quién sabe qué cosas, tramando quién sabe qué planes. Le parecía que la niña era toda conspiración. Recordó los sueños que ella tenía a los diez años, las cosas que ya ideaba con su tierna mente infantil. «Estos niños que vienen de la miseria son más listos que el hambre, a saber qué pasa por su cabeza, mucho prima esto, prima aquello, pero algo trama... ¡el testamento! ¡mira que si le va con chismes a mi marido! ¿y si me sale el niño con los ojos celestes? ¡me lo deshereda y la pone a ella! ¡a la ingrata! No lo verán estos ojos, antes me tiene que llevar por delante...»

Luego bajaba a hurtadillas al despacho del alcalde y sacaba el testamento del cajón. Se sentaba con él abierto sobre el regazo y pasaba las páginas con avidez, mojándose las yemas de los dedos.

Se sucedieron entonces semanas de reproches, de pellizcos y amenazas. Le decía que iba a mandarla al convento, que ya podía ir recogiendo sus cosas, que era una desagradecida y que nunca tenía que haberla recogido en su casa.

─Allí no hay chocolates ni caprichos ─explicaba a propósito del famoso convento─. La madre superiora es amiga mía, ya le he hablado de ti, ya. Te pondrá derecha como una vara, con esa no hay lágrimas que valgan.

De ese modo se distanciaron. Ángela dejó de escuchar durante largas veladas la retahíla de su prima enumerando los muchos percances del embarazo. Ya no hubo más confidencias ni búsquedas de nombres en el santoral. No sería este un alejamiento definitivo, más tarde, después del parto, las cosas volverían a la normalidad, pero Ángela ─que le había tomado un raro cariño a la doña, en su eterno anhelo de figura maternal─ receló de su prima, aunque Anita le explicó que no debía tenérselo en cuenta, que eran cosas de la maternidad y qué sé yo de la vez en que su hermana le pegó estando embarazada, todo por un gajo de naranja y un par de nueces.

─¡Y lo que nos reímos cuando lo recordamos! ─concluía risueña.

Pero Ángela, por más que lo intentaba, no se imaginaba riendo en un hipotético futuro al recordar los pellizcos de su prima. Esa misma mañana, mientras tomaba sus clases, Mario la había avergonzado a causa de ello.

Había sido una mañana calurosa, propia de principios de mayo. El padre se había ausentado un rato, dejándoles en compañía de unos problemas aritméticos. Las cristaleras de la parroquia absorbían los rayos de sol recalentando la sala y hasta parecía que las cuentas no querían salir, con aquella temprana flama. Ella se había quitado la rebeca gris que usaba a diario, dejando a la vista unos brazos salpicados de moretones, redondos y verdosos. Mario la miró con ojos acusadores.

─Tienes morados.

─No es verdad.

─La bruja te pega ─sentenció─. Tendrías que haberte quedado con nosotros. Allí no te quieren.

Lo miró irritada, recordando de pronto las malas caras que le ponía Mercedes cuando vivía con ellos.

─¡Mejor qué en tu casa!

─¡Mentirosa! Y ahora no te pongas la chaqueta, que ya los he visto. Además, hace calor ¿qué harás en verano, cubrirte con una sábana?

Ella hizo una mueca y se concentró en sus cuentas, luchando por retener las lágrimas. Ya se lo haría pagar de alguna manera. Pero últimamente Mario la desconcertaba, y ese pensamiento de venganza perdía firmeza ante los cambios que observara en su compañero de estudios en los últimos meses, donde ya no sabía quién era Mario, si aquel niño de antes, o el sabelotodo disfrazado de adulto al que los niños ahora seguían en la playa. No le gustaba este nuevo Mario tan observador y adusto, no le gustaban sus sentencias ni sus opiniones ni esa manía de ir juzgando a todo el mundo como si él estuviese libre de tacha. Quizá al final si le convenía la carrera eclesiástica y, después de todo, su madre tuviese razón.

─Cuando seas cura tú sí que llevarás una sábana, en invierno y en verano ─le dijo tras una pausa.

─¿Y eso a qué viene ahora? No voy a ser cura, ya lo he hablado con el padre y está conmigo. Dice que no valgo.

─Yo creo que sí vales. Y no miento, tu madre no me quería en tu casa.

Por la tarde continuó el calor, pero ella se guardó de enseñar los brazos, dejándose puesta la rebeca durante su visita a Can Estrada, mientras calculaba cuánto tiempo tardarían en desaparecer, preocupada por la inminente llegada del verano. Pensaba que, con un poco de suerte, su prima se olvidaría de su presencia. Últimamente estaba muy entretenida con la proximidad del parto y ya se encargaría ella de hacerse invisible en la casa, igual que un fantasma.

Miraba los blancos brazos de Louisa y su madre con envidia. Era extraño, porque nunca antes se había fijado en los brazos de la gente, y ahora parecía no ver personas sino extremidades solamente. Estaban los de la gobernanta: grises y arrugados, pero sin una marca; o los del tío Eduardo, salpicados de pecas. Y los suyos, llenos de cardenales latentes bajo la tela, que parecían gritar sofocados y que ella calmaba pasándose las manos cada cierto tiempo, como si tuviese frío. Sentía que, si los mostrara, la condenarían igual que había hecho Mario. No, no debía de pensar en ello. Pronto desaparecerían y se acabaría el terrible problema. Mario no podría reprochárselo nunca más. Le enseñaría sus blancos brazos y se reiría de su futuro eclesiástico y de su sayo. Su prima tendría su bebé y volvería a ser la de antes, como decía Anita, y todo se solucionaría.


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