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XVIII. El conde Arnau

La parte más fría y desoladora de la casa era el cuarto de baño. Alicatado en blancas y resquebrajadas losas era una habitación enorme y helada. Tenía una bañera blanca y desconchada de cuatro patas, cuyo grifo siempre fallaba. Arriba un aro del que colgaba una cortina de plástico, que Ángela prefería atar a un lado porque no soportaba su tacto. A la derecha una pica con una estrecha jarra de hojalata y un viejo armario pintado de desvaídas rosas con su espejo incrustado; a la izquierda una ventana que daba a la entrada y haciendo esquina el retrete.

Ángela estaba tomando su baño dominical cuando escuchó el ruido de un coche. Le resultó un suceso inusual, ya que no recibían visitas casi nunca y menos un domingo por la mañana cuando aún se preparaban para asistir a misa. Luego oyó el sonido de perros ladrando y una voz desconocida que los calmaba. No pudo más con su curiosidad y envolviéndose en la toalla salió de la bañera tiritando de frío y se asomó a la ventana. A través del cristal vio unos instantes el perfil de un joven que caminaba hacia los arcos de piedra y desaparecía de su vista, le llamó la atención su nariz combada y su robustez, pero no pudo precisar mucho más detalle de su persona. Supo al instante que aquel joven por fuerza debía ser Yago. En el patio Josep arrastraba a unos perros hacia la caseta donde se guardaban las herramientas. Eran dos. Uno a manchas castañas y blancas, el otro de una negrura brillante que daba espanto. Tenían una cabeza extremadamente grande en comparación con sus cuerpos y unos hocicos gordos y babosos que olisqueaban el suelo y los tobillos del criado. La visión de esos perros y la robustez de su dueño le hizo pensar en la leyenda del conde Arnau, un noble licencioso cuya alma estaba condenada a vagar por la comarca por diversas y malvadas causas, como el haber profanado un monasterio al yacer allí con una abadesa, maltratar a sus vasallos o seducir a muchachas inocentes. Recordó haber visto una lámina de la leyenda en un libro del tío Eduardo. Era un oscuro aguafuerte donde un caballero con armadura cabalgaba a lomos de un caballo negro, llevando presa a una joven desnuda y junto a ellos tres perros salvajes saltando embravecidos. Se rio de sí misma y se dispuso a desenredarse el pelo, echando de vez en cuando vistazos rápidos al patio. Pero ni los perros ni el dueño y ni siquiera Josep aparecieron por la entrada, que se veía tan vacía como siempre, como si nada de aquello hubiese ocurrido en realidad.

Yago no fue con ellos a misa, así que no pudo conocerle hasta la vuelta. La señora Sagnier estaba pletórica y, agarrándola del brazo, la tuvo todo el camino hacia la iglesia hablándole de su hijo. Según decía, había conseguido que un banco de la capital le concediera un préstamo y ya había reservado las nuevas máquinas textiles que pronto pondría en funcionamiento. Se reabrirían las fábricas y recuperarían su posición, decía la señora ilusionada. Empezarían por abrir la más pequeña y, si todo iba bien, harían una sonada inauguración de la que mayores beneficios le había dado en el pasado, pero por el momento era demasiado costosa para rearmarla.

Ese día no hubo paseo después de la misa, fueron directamente a casa. Encontraron a Yago sentado en la mesa del comedor repasando el cuadernillo de préstamos. Levantó la vista y los miró acusador:

─No se ha recuperado nada, es más, se han perdido más joyas...

─Hijo... deja eso, acabas de llegar y ya sabes que tenemos visita.

─¡Y que me importan a mí las visitas de tu marido! A este ritmo perderemos hasta la casa. Dime, madre, ¿Queda algo por vender? ¡Maldita sea!

El padre de Ángela se adelantó y dio un golpe en la mesa.

─¡Basta! No voy a permitir que le hables así a tu madre. ¡De dónde crees que sale el dinero que gastas en hoteles!

─¿Hoteles? Pensiones más bien ─pareció avergonzarse─, yo solo intento sacar a la familia adelante y para eso necesito moverme.

─No hace falta moverse tanto para encontrar un banco, ¡cómo si en Barcelona no los hubiera!

─Pero allí tengo unas amistades que me están ayudando...

De pronto Yago enmudeció. Ángela se había entretenido en la cocina y entraba en esos momentos al comedor. Traía aromas de cebolla frita y patata asada, la cara colorada por haber estado hablando con la mestressa cerca de los fogones y una sonrisa en la boca.

Su padre le agarró del brazo con afecto:

─Te presento a la hija de mi primer matrimonio, Ángela. Ángela, este es el hijo de mi esposa, Yago Sagnier.

Hubo un breve silencio. Yago miró a Ángela con asombro y luego a su madre. Esta le hizo un gesto como para que se levantara. Así lo hizo el muchacho y tomando la mano de Ángela le ofreció una sonrisa que le rejuveneció el rostro.

─Siento que hayas presenciado nuestras pequeñas disputas domésticas, te pido que me perdones y te prometo que no volverá a ocurrir. Me alegro que mi padrastro te haya traído de visita y espero que tu estancia en nuestra casa te sea grata.

Ángela lo encontró demasiado ceremonioso para ser tan joven y le contestó con parquedad. «Vaya con el conde Arnau, pues si que tiene mal genio» pensaba mientras se sentaban a la mesa, con la mala suerte de que la situaron frente al joven. Durante la comida varias veces se dirigió a ella para preguntarle por sus estudios o por su pueblo natal. Pero Ángela no conseguía sentirse a gusto con el muchacho y evitaba la conversación. Tenía este el rostro cuadrado y pálido, con las mejillas sonrojadas por el calor de la chimenea y el vino. Sus grandes manos aguantaban la copa con rigidez y sus ojos rasgados no se apartaban del rostro de Ángela. Aquello la ponía nerviosa y cuando por fin finalizó la comida dio gracias al cielo y subió a su habitación a descansar de tanto escrutinio.

Dedicó la tarde a recorrer la casa. Su padre le había dicho que tenía permiso para explorarla a su antojo. Aunque muchas habitaciones estaban cerradas con llave ─según le había dicho su padre «para economizar»─, pudo vagar por otras muchas. Había un cuarto de costura, con una máquina de coser y unos grandes ventanales para iluminarla; una salita con un pequeño sofá floreado y una mesa camilla con brasero de leña. La habitación que más le interesaba, la de su hermana, era una las cerradas, pero confiaba en que la mestressa se la volviera a abrir pronto, aunque ahora con Yago de vuelta andaba enfrascada en la cocina preparando los platos favoritos del hijo de su señora y no le prestaba la atención de antes. En general todos los dormitorios tenían un aire como de penitencia que apesadumbraba el ánimo de cualquiera. Eran severos, algunos con paredes de piedra, vigas de madera pintada y sin muebles. Solo en un par de ellos encontró una cama con un crucifijo encima de la cabecera y un banco tallado a mano. Había corrientes de aires que nadie sabía por donde entraban y no era raro escuchar hablar de «esas malditas corrientes» a sus moradores. A la segunda planta le rodeaba un corredor externo con arcos de piedra que comunicaba con todas las habitaciones. El jardín era bonito, aunque descuidado. La maleza crecía en libertad enverdeciendo unas figuras de yeso de estilo clásico que no pegaban nada con el aire monacal de la vivienda. Se preguntó que miembro de la familia habría tenido el capricho de colocar esas figuras allí, más propias de un soleado jardín italiano que de aquella húmeda casa de campo.

Durante la cena se produjo una situación similar a la del almuerzo. Yago mirándola con fijeza y como incrédulo. El padre de Ángela pareció darse cuenta de la incomodidad de su hija y en seguida le puso remedio al asunto al preguntarle a su hijastro por el estado de sus negocios en la capital, aquello animó al muchacho a hablar y apartar la vista de Ángela:

─Espero tener listas las maquinas para primavera y la fábrica en pleno funcionamiento en verano. En cuanto vendamos los primeros lotes podremos hacer frente a la hipoteca, lo tengo todo calculado. En las ciudades hay mucha demanda de telas, las señoras de bien ya están cansadas de remiendos y la economía va prosperando.

─Digo lo mismo de siempre, es demasiado arriesgado. Con una buena puesta a punto a las máquinas que ya tenemos sería suficiente para empezar, luego ya veríamos...

─Esas máquinas no valen ni para empezar, sería una pérdida de tiempo y de dinero.

Esas últimas palabras las pronunció Yago con dientes apretados y dando por terminada la conversación, como dejando claro quien mandaba allí y quien tomaba las decisiones. El padre de Ángela enrojeció y pareció algo molesto. Ángela, en solidaridad con su padre, decidió que definitivamente no le gustaba Yago, mientras la señora Sagnier intentaba colmar los ánimos de su hijo con la mirada. Parecía que las discusiones entre ambos eran constantes y que un rencor viejo se interponía en sus actuales relaciones.

La mañana siguiente la dedicó a vagar sola por el pueblo. A media mañana entró en un comercio a comprar carquinyolis y la dueña la miró largamente, fisgoneándola de arriba a abajo. Lo cierto es que estaba empezando a cansarse de aquellas miradas a causa del parecido con su hermana. Luego vagó por los alrededores de la casa pisando las crujientes hojas que cubrían el suelo. La mestressa estaba haciendo escudella y el olor llegaba hasta el jardín, se asomó por la ventana y le preguntó si podía ayudarle en algo, pero los señores le habían reprendido porque no querían tener trabajando a su invitada y le dijo que no de malas formas, como si ella tuviese la culpa de la regañina.

─Au, ves a pasear y déjame hacer.

─Estoy cansada de pasear, mestressa, y de vagar por la casa, si al menos me abrieras las habitaciones que están cerradas.

─Si están cerradas por algo será.

Decepcionada subió a la segunda planta y se detuvo frente a habitación de su hermana. Colocó un ojo en el hueco de la cerradura y pudo atisbar una esquina de la cama y parte de la cortina, pero, por más peripecias que hizo cambiando de ángulo, solo eso pudo ver. Fue entonces cuando sintió una presencia a su espalda. Era Yago que, saliendo de su cuarto, le había sorprendido en esa actitud tan poco elegante.

─Deberían abrir la habitación, es cosa de mi madre que permanezca cerrada. Creo que piensa que abrir esa puerta significaría perderla definitivamente. Entiendo que sientas curiosidad por ella, puedes preguntarme lo quieras.

Ángela lo miró con desconfianza, avergonzada de haber sido sorprendida espiando por la cerradura. Yago permanecía parado en el centro del corredor y la miraba con simpatía y algo de pena. Se debatió entre el rechazo que le producía el muchacho y la curiosidad por su hermana. Se autoconvenció a sí misma y decidió no juzgarle tan a la ligera y darle una segunda oportunidad. Sonrió.

─Siempre me he creído hija única. Me encantaría saber más sobre ella.

─No soy muy bueno en eso de diseccionar caracteres. Era una niña encantadora y muy lista. Te enseñaré los dibujos que conservo de ella. Era muy buena dibujante. Si quieres esta misma tarde los llevo a la salita para que los veas, también algunas fotografías.

Pero poco antes de las cinco, cuando se vestía para pasar la velada en la salita con Yago, tocaron a la puerta. Era la mestressa que traía un recado del muchacho.

─Por desgracia había olvidado que esta tarde se había comprometido para ir de caza con mi marido. Lo siento niña, pero estamos sin carne. Volverán tarde así que no lo esperes. Creo haber visto a tu padre pasear por donde las estatuas, por si te apetece salir.

Alcanzó a su padre cerca del huerto, pasado el paseo de las estatuas. Desde la llegada de Yago no habían tenido oportunidad de hablar y lo abordó sin aliento.

─¡Hija! ¿Ha pasado algo?

─No ─dijo riendo─, solo que me habían dicho que estabas por aquí y he bajado corriendo.

Su padre la miró con preocupación.

─¿De verdad que estás bien?

─Claro que sí, solo aburrida.

Se agarraron del brazo y su padre prometió distraerla durante la próxima hora. Ángela le preguntó por las estatuas.

─Son un capricho del primer marido de Asumpta, por lo que me han contado era un sibarita ¡Si viera cómo está ahora la casa! ─se carcajeó─. La mayoría de exquisiteces que compró están en manos de los prestamistas. En ese sentido su hijo se parece mucho a él, pero no tiene su olfato para los negocios, por mucho que quiera aparentar. Dime, ¿qué te ha parecido?

─Hay algo en él que no me gusta, no sabría decirte el qué. Y luego están esos perros que siempre le acompañan...

─Valiente y Comemoscas. Parecen muy fieros pero no son para tanto, no debes tenerles miedo.

Obviando el asunto de los perros, Ángela contestó pensativa, como hablando consigo misma:

─Por otra parte es amable conmigo y muy atento. Demasiado casi diría, para no conocerme de nada.

Su padre dejó de mirarla y llevó sus ojos a la lejanía, como si de repente recordara algo, luego dijo:

─¿Tienes ganas de dar un paseo?

Ángela dijo que sí y tomaron la calle de Sant Martirià, poco después llegaron al cementerio. Allí le mostró la tumba de su hermana.

─Debería haberte traído antes, hija. Es justo que puedas visitarla.

La lápida estaba reluciente y muy bien cuidada. Alguien había dejado un ramo de lilas todavía frescas. Tallado en letras doradas había una inscripción que decía:

Aquí yace Laura Sagnier i Sagnier

Fallecida el día 4 de diciembre de 1952

a la edad de 15 años.

Tus padres y hermano no te olvidan

Descansa en paz

La inscripción terminaba con el dibujo tallado de una paloma llevando una rama en el pico. ¡Quince años, solo quince! Pensaba Ángela consternada. ¿Qué le pudo pasar? ¿Sería verdad aquello que decía Louisa sobre su suicidio? No, no le parecía posible, debía de ser un rumor. ¿Qué podía inducir a una niña tan querida por todos a quitarse la vida? No podía ser cierto. Por fin miró a su padre y se atrevió a indagar:

─Era muy joven...

─Sí ─le contestó mirando hacia otro lado y como impaciente.

─¿Qué le pasó?

Su padre se pasó una mano por el rostro y se dirigió a la salida. Por los demás no abrió la boca en todo el camino de vuelta.

Al día siguiente era navidad. A última hora decidieron, en honor de Ángela, sacar el viejo Belén y colocarlo en el comedor. Lo cierto es que no esperaban la llegada de Yago y solo habían previsto algo modesto para la comida. Pero se tuvo que comprar a última hora y corriendo algo de marisco y un pavo para rellenar. Yago se mostró muy disgustado con Ángela por no haber podido acudir el día anterior a la salita y le prometió hacerlo esa misma tarde. A Ángela le dieron ganas de rechazarle, pero le pudo la curiosidad sobre su hermana y asintió muy seria y sin mucho entusiasmo, frente a ella, ya sentados en la mesa, él sonreía; ella le devolvió la sonrisa con desgana, justo antes de que irrumpieran los perros en la sala, sentándose cada uno a un lado de su amo, moviendo la cola frenéticamente y golpeándola con el suelo. Yago les echó unos huesos y los mandó fuera, mientras su madre se quejaba de esa manía suya de echarles las sobras mientras comían. Terminó por llevárselos Josep, dándoles golpes con el palo que usaba para salir al campo. Todo aquello a Ángela le pareció como de época medieval y, muy a pesar suya, se le escapó una breve carcajada. Era la primera risa que escuchaba en ese comedor en mucho tiempo y todos la miraron con curiosidad.

─Me alegro que te diviertas ─dijo la señora Sagnier─. Temía que te estuvieras aburriendo con nosotros.

─Oh, no, todo lo contrario.

Esa misma tarde Yago cumplió su promesa y llevó a la salita una vieja caja de galletas llena de dibujos de su hermana. La mayoría eran retratos hechos a carboncillo de los miembros de la casa. Ahí estaba Josep con su mirada airada, sus mangas arremangadas y sus muñecas nervudas, de fondo la silueta apenas trazada de su esposa pelaba patatas sentada en la cocina. La escena era de una cotidianidad y sencillez que cautivaba.

─Tenía talento ─murmuró fascinada.

─Y todavía no has visto nada, ¿Tú dibujas?

Ángela negó con la cabeza y miró el siguiente dibujo. Eran su padre y la señora Sagnier paseando por el jardín de las estatuas, había tal movimiento en sus ropas que parecían moverse dentro del papel. Y sonreían. Se les veía muy diferentes de como eran ahora. Luego le tocó el turno a Yago. Lo había dibujado de perfil, a sus pies los perros y con actitud seria, como si estuviera concentrado en algo que no aparecía en la lámina. Miró a Yago y vio tristeza en sus ojos. Sus ojos negros destacaban en el rostro pálido. Llevaba el pelo peinado hacia un lado, pero el flequillo se le había despegado del resto y le caía sobre las cejas. Por primera vez desde que lo conociera lo consideró atractivo. Siguieron mirando dibujos, había desvaídas acuarelas del lago y la casa, pero sin la fuerza de los carboncillos anteriores. Luego Yago vació sobre la mesa un sobre de fotografías. Ángela tomó un retrato de su hermana, debían de habérsela hecho poco antes de morir, porque se la veía mayor que en el resto. El parecido entre ambas era considerable. Yago le confesó su consternación al verla por primera vez:

─Debí de parecerte un imbécil, pero os parecéis tanto que por un momento creí...

─Lo sé, no escucho otra cosa desde que estoy aquí.

─¿Entonces perdonas la mala educación de mi primer día?

Yago la miraba suplicante, con sus ojos oscuros y mansos; media sonrisa asomando en el filo de su boca, mientras ordenaba las fotografías para devolverlas al sobre.

─Está bien, quedas perdonado. Pero que sepas que me he sentido muy incómoda.

─¿Te gusta navegar en barca? ─le preguntó.

─No me gustan las barcas ni los barcos, estoy cansada de ellos.

A pesar de su primer rechazo terminó por salir a navegar con Yago, Núria y su hermano Fernando. Le pareció muy diferente de navegar en el mar, allí todo parecía avanzar con torpeza, entre barro, juncos y un olor a agua estancada. También organizaron meriendas a orillas del lago, rodeados de hojas secas y bandadas de garzas. El hecho de estar entretenida con gente de su edad le hizo olvidarse de su hermana y pasó el resto de la navidad sin acordarse de ella. La noche de fin de año tomaron las uvas bajo el reloj del ayuntamiento, bien abrigados con gorros y bufandas de lana y luego baile en el casino. Bajo el abrigo, Yago se había vestido de traje y pajarita; en general todo el mundo estaba elegante. A Ángela le había prestado un vestido blanco de vuelo la señora Sagnier, porque no consideró necesario incluir un vestido de noche en su equipaje, además de que solo tenía uno y era de verano. Bailó casi toda la noche con Yago y se alegró de no estar en Marinet donde solo se hacía una pequeña reunión con músicos en el café del mar, al cual su prima nunca le permitió asistir y tenía que conformarse con reunirse con los Soler, a los que ya tenía muy vistos. Esa noche conoció a la mayoría de jóvenes de su edad de los alrededores. Pero Yago la acaparó de tal manera que no hubo forma de trabar un mínimo de conversación con ellos. Sin embargo, no le importó, empezaba a sentirse a gusto con el muchacho y en una semana había cambiado considerablemente su opinión sobre él. Lo veía un joven responsable que se tomaba muy enserio el legado de su padre. Hablaba de recuperarlo con una seguridad sin fisuras que parecía imposible que no lograra su objetivo. Por otra parte, descubrió que ese tono ceremonioso con el que le habló los primeros días no era más que timidez disfrazada; y llegó a apreciar el fino sentido del humor que no estaba en su boca, sino en el brillo hilarante de sus ojos oscuros.



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