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XVI. La invitación


Se acercaba el día de todos los santos y en la plaza del ayuntamiento se habían instalado varias castañeras con capucha de lana, vendiendo humeantes cucuruchos de castañas y boniatos asados. El que podía ya preparaba la masa para los panellets: hecha de almendra, huevo, azúcar y patata, que luego llevarían al horno del panadero. El que no podía costearse los ingredientes, se conformaba con las castañas y si acaso un poquito de moscatel, para calentar los estómagos en la fría noche de difuntos. Las hojas recorrían las calles en un continuo vaivén, elevándose y cayendo, hasta hallar un rincón donde reposar, formando un corrillo de hojarasca. El aire arrastraba una promesa de invierno. Las tardes languidecían más temprano y se empezaba a amontonar la leña en las casas. Al final de la calle larga, la torre de la iglesia se recortaba en el cielo azul pálido, blanquecino, de la mañana de domingo. Pronto sonarían las campanas llamando a misa. Ángela, con su blanco vestido de organdí y sus volantes, caminaba hacia la iglesia entre la doña y el alcalde. Siempre eran los primeros en llegar y los últimos en marcharse. A su prima le gustaba arrodillarse en el banco antes de que llegaran los fieles y rezar en soledad ─como ella decía─ al señor. Los domingos se vestía de negro riguroso, sacaba su mejor velo de la cómoda y se colocaba todas sus cadenillas sobre la pechera, bien visibles, brillando bajo el fondo oscuro de su blusa de cuello alto.

Dieron las doce, las campanas repicaron expandiéndose más allá de las montañas. Apareció el padre Braulio en el altar, con su túnica misal de mangas anchas y su estola pendiendo del cuello; a su lado, Mario, llevando el cáliz y la patena con la cabeza baja, miraba de reojo hacia los bancos. A Ángela le hacía mucha gracia verlo con esa especie de camisón bordado con lazo que lucía en las misas; le parecía un gitanillo al que apenas han domesticado y que, si uno se descuida, sale corriendo calle abajo. Se acallaron los murmullos cuando el padre empezó a hablar en su habitual tono monocorde, que sosegaba. Para no dormirse Ángela se dedicó a seguir a Mario con la mirada, haciéndole muecas cuando este miraba en su dirección, bizqueando y sacando la lengua. El niño, mirándola irritado desde la esquina del presbiterio, la amenazaba con el puño y apretaba los dientes, golpeando el suelo con sus botines de cordones. Al término de la misa, como aún no había hecho la comunión ─detalle que la doña no dejaba de reprochar a su abuelo y que no tardó en remediar─, se quedaba en el banco observando cómo una fila de fieles abrían sus bocas como leones frente al párroco, donde este depositaba una hostia que desaparecía al instante cuello abajo, preguntándose a qué sabría aquello.

Finalizada la eucaristía se formaron los inevitables corrillos en la puerta. La doña tomaba nota mental de quién se había presentado y quién no, e incluso elucubraba sobre los ausentes, adjudicándoles ateísmos y rebeldías secretas, merecedoras de excomunión como poco. Ángela, a su derecha, miraba cómo los niños Soler, serios y sin alborotos, participaban en la conversación que mantenían sus padres con Don Alejo. Observó a la señora Soler. Nunca había visto a una mujer tan elegante como ella, le parecía irreal entre la gente corriente del pueblo, como si se hubiese extraviado de algún cuento y no encontrase el camino de vuelta. Mientras la observaba, se dio cuenta de que esta había dejado de prestar atención a su grupo y la miraba sonriendo. Al poco se acercó a ellos y, tras saludar a su prima y al alcalde, ladeó la cabeza dirigiéndose a ella:

─Pero qué guapa eres y qué seriecita. Dime, ¿Estás contenta en casa del alcalde?

Impresionada porque la importante señora le dirigiera la palabra, solo consiguió sacudir la cabeza, azorada. Apareció entonces el resto de la familia, mirando con curiosidad a la niña que había alejado a su madre del grupo. Louisa, la mayor de los Soler, que solía imitar en todo a su progenitora, ladeó la cabeza en igual gesto.

─¿Cómo estás? ─dijo en una cadencia impropia de una niña.

Se estudiaron ambas unos segundos, comparando atuendos y peinados.

─Muy bien, gracias ─respondió Ángela. No era esta la manera natural de entablar amistad teniendo en cuenta sus edades. Pero así fue como se conocieron.

La doña, rebosante de simpatía, alababa el buen gusto de la señora Soler e intentaba estar a su altura en cuanto a conversación, mientras inspeccionaba de reojo sus faldas de vuelo, calibrando la calidad del raso. La gobernanta, que se mantenía tras ellos con un chal doblado en el brazo por si refrescaba, avisó de la llegada del señor Soler con el coche. Se despidieron y subieron al automóvil. Antes de partir la señora preguntó algo a su hija que esta afirmó.

─¡Ah!, doña Eulalia ─dijo desde la ventanilla─. ¿Querría traer una tarde a la niña... a Ángela? Nos gustaría conocerla mejor... parece tan educada. Mi hija se pasa las tardes sola, siempre quejándose de aburrimiento la muy tonta.

Ángela abrió los ojos, asombrada. En el interior del coche Louisa miraba hacia adelante como si la cosa no fuese con ella. Tras acordar llevarla el martes, el señor Soler arrancó el motor despidiéndolas con la mano. La doña miró entonces pensativa a la niña, ideando quién sabe qué planes. Después enderezó la espalda y echó a andar hacia su casa: «¡Qué bien van las cosas últimamente! ¡Parece que rueden solas!» pensó de repente. A su lado, su marido la tomaba distraído del brazo, preguntándose qué pondría Gloria de postre.


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