XIV. Promesas
En los jardines de Can Estrada, cerca de los acantilados, en el centro de un pequeño bosquecillo de pinos, había un banco de piedra que formaba medio círculo, grisáceo y cubierto de hollín, que Louisa visitaba a menudo. Le gustaba sentarse allí a última hora de la tarde y, luego, cuando se cansaba de mirar las rocas partiendo el cielo, solía levantarse de un salto y bailar girando las manos como las andaluzas, o bien se encaramaba sobre el banco y lo atravesaba de puntillas, haciendo equilibrios y giros. Era aquel su sitio de recreo particular y todos en su familia respetaban sus momentos de soledad junto a su banco, su hollín y su cielo escarpado.
Cierta tarde de finales de agosto, después de una tormenta rápida y furiosa, Louisa, que había estado contemplando la lluvia desde la ventana con fastidio y aburrimiento, decidió bajar a su rincón. Había salido el sol. Primero lo hizo como un borrón en una pizarra gris plata, después un azul desvaído fue desplazando a la plata y terminó por despejar de niebla al astro, haciéndolo brillar sobre el banco con toda la energía del verano. Aún este seguía mojado y más gris que nunca, rezumaba humedad y ni siquiera el sol podía arreglar su desaliño.
─Perdone, señorita. Creo que me he perdido ¿dónde demonios está la casa?
Louisa, que estaba a punto de subirse al banco ─ya que sentarse significaba arruinar su falda─ y bailar con su particular estilo «a la sevillana», se sobresaltó y buscó tras ella al dueño de la voz. Era la de un desconocido y a la vez un conocido. Ángela le había hablado de él a menudo y lo había visto de lejos en el pueblo. Según ella eran una especie de novios sin serlo del todo. «No hay compromiso ni anillo ni pedida ni nada que se le parezca» le había escuchado decir a su amiga «además después del verano se irá a saber dónde, aunque, mientras tanto...» ese mientras tanto dejado en suspenso, aquel «carpe diem» que con alegre despreocupación pronunciaba Ángela, ese «que me quiten lo bailao» que Louisa le envidiaba en secreto, ya que era ella la que más mundo había visto y con más gente se había relacionado y, sin embargo, Ángela, sin salir del pueblo y siendo un año más joven que ella, había sido la primera en enamorarse.
Louisa señaló al norte girando la cabeza en una pose estudiada y le mostró un camino bordeado de lluejo. Lo miró de soslayo. Llevaba el típico pantalón ancho de pescador y una camiseta de cuello abierto. Sostenía un paquete que por su olor dedujo que era pescado y, con mucha educación, le indicó donde se encontraba la cocina. Pero justo cuando el muchacho le estaba dando las gracias y caminaba hacia la casa, Louisa decidió acompañarlo.
─Creo que tenemos una amiga común ─le dijo poniéndose a su altura en dos saltos. Mario aminoró el paso.
─Ajá.
─No pareces muy hablador. Eso viene a corroborar esa leyenda que cuentan sobre los marinos de por aquí. Dicen que sois de poca palabra y de mucha fantasía.
─Los fantasiosos son los menos, no te creas, te aseguro que el resto pisamos con los pies firmes en la tierra... em, señorita ¿Gertrudis?
─¡Louisa! ¿Es así como te ha dicho Ángela que me llamo?
─Ah, no. No hablamos mucho de ti, nada. No la regañes, quizá si tenga algo de fantasioso, al fin y al cabo.
Habían llegado a la cocina y el chico se despidió con un gesto.
─Hasta otra, Gertrudis o como sea que te llames ─dijo entre carcajadas.
Pero ella hizo como si no lo escuchara y volvió a su rincón y a su banco. Pese a que el banco seguía húmedo se sentó, cruzó ambas piernas sobre él y apoyó la cabeza entre las manos, pensativa.
La vuelta de vacaciones de Louisa había trastocado la rutina de Ángela. Mario, al que pocos días le quedaban en Marinet, se enfadaba cuando repartía su tiempo entre Can Estrada, su primo y su persona.
─Eres demasiado egoísta. ¿No pretenderás que me olvide de todos mis amigos por ti? ¿Y tú? ¿A qué renuncias? si no tienes nada más que hacer aquí que mirar el mar con nostalgia...
─En principio he retrasado mi marcha. Si no fuese por ti... ya...
─No seas dramático. Tú mismo me dijiste que la mejor temporada para enrolarse al petróleo es el invierno...
─Ya, claro, pero hay que ir haciéndose uno un hueco. No va a ser todo llegar y besar el santo.
─¡Bah!
Y llegó el día en que Ángela, con mucho esfuerzo, pudo juntar a su primito, a Louisa y Mario algunas tardes en la playa o en la avenida. No eran lo que se dice un grupo bien avenido. Mario seguía llamando Gertrudis a Louisa y a esta le fastidiaba, además de tratarla siempre de usted con voz burlona. El pequeño César no se despegaba de Ángela y eso significaba que cuando Louisa no bajaba a la playa ─lo que ocurría con frecuencia─ no disfrutaban ni de un minuto a solas e incluso le cayó al muchacho el muerto ─así literal─ de cavar la fosa del pobre gato Misi que, tal como predijo Anita, no duró ni tres semanas después del descubrimiento del bulto aquel en la pata. Lo enterraron debajo de la parra del patio trasero e hicieron bajar a todos los habitantes de la casa, servicio incluido, en una marcha mortuoria ─con el gato metido en una caja de zapatos─ que transcurrió de la cocina a dicha parra. Allí les esperaba Mario con el foso cavado, apoyado en la pala con cara de circunstancias. Una vez puestos todos en fila, el pequeño César depositó la caja en el foso; puso encima dos flores silvestres; un higadillo de cerdo; un beso que él mismo le dio a la caja de zapatos que de poco no se nos cae al hoyo y luego dijo:
─Más nadie te querrá más que yo, jamás. Descansa en paz, mi querido, rebelde Misi ─ dicho esto sollozó y se abrazó a su madre hipando. Mario, saliendo de su quietud y de una sensación de irrealidad, inclinó la pala y echó tierra sobre la caja, ayudando luego a colocar sobre la tierra revuelta una cruz con una inscripción de madera. Lo de la inscripción fue cosa del alcalde, que en esos años le había cogido cariño al animal. Decía así:
«Aquí reposa un amigo y un confidente. Que dios lo acoja en su seno, como yo lo acogí en el mío.»
Tras el entierro del gato, César cayó en un estado transitorio de duelo extremo (así se lo explicó el alcalde a su esposa) y dejó de bajar con ellos a la playa. Aquello fue un golpe de suerte para Mario y no halló oraciones en el mundo para agradecer la muerte del gato aquel. Eran aquellos sus últimos días en España y era Ángela la persona con quien quería compartir cada una de sus horas, aunque a veces se les unía Louisa.
A Mario pronto empezó a molestar la presencia ocasional de Louisa. Y no era por la muchacha en sí, si no por la actitud de Ángela cuando su amiga estaba presente. Se las daba entonces de refinada. Pero lo peor de todo era cuando al fin Louisa marchaba, entonces Ángela le reprochaba todas las torpezas del día, igual que si las hubiese ido apuntando en un cuadernillo: que si se había limpiado las migas con la manga de la camisa, o llamado a gritos a sus hermanos como un animal, o que si había dicho aquello de «yehehhh, ¿mos vamos?» o «¡al tanto so burro!»
─Te avergüenzas de mí, eso es lo que te pasa. Pues para que lo sepas, he visto y sé más cosas del mundo que tú y tu amiga juntas. Reíros si queréis, demonios si me importa un carajo.
Lo cierto es que Louisa no se había fijado en esos detalles que irritaban a Ángela. Además, encontraba interesantes las anécdotas del marino, su modo de vida y el muchacho le caía simpático, aunque intuía no reciproca esa simpatía.
Según se acercaba el día de la partida de Mario, Louisa tuvo el tacto de no bajar al pueblo y dejar a la pareja a solas. En esos días Mario se fue creciendo respecto a Ángela, pero no terminaba de arrancarse. Le tomaba la mano y estudiaba sus largos dedos pensativo, sin atreverse a decir lo que quería declararle desde que regresó de Marinet: que la había querido desde niños y que le esperara, que no se casase con ningún otro, que cuando tuviera ahorrado algún dinero podrían comprarse una casa, que estaba seguro que pronto llegaría a oficial de primera y entonces ella podría acompañarle en sus viajes (no en las petroleras, aquello sería temporal) pero sí en compañías de transportes como había visto hacer a muchos oficiales en el caribe. Entretanto Ángela pensaba en todas aquellas esposas de pescadores, ajadas, lastimosas, de uñas ennegrecidas de tanto arreglar el pescado, siempre con la preocupación de si el viento sopla de acá o de allá. No quería eso para ella. Estaba cansada de la mar y de sus leyendas y cada día le parecía más atractiva la idea de buscarse un trabajo en alguna ciudad del interior, pero no conociendo a nadie fuera del pueblo, marchar en soledad se le antojaba una temeridad, por no pensar en lo que diría su prima. La otra opción era el matrimonio, pero no se imaginaba casándose con un muchacho que no fuese Mario, pero Mario era el viento, que la hacía dar vueltas y marearla y al final nunca sabía de que lado del mundo soplaba.
La noche de antes de su marcha, al fin Mario se sinceró con Ángela. Se guardó aquello de que siempre le había querido desde niños, también se guardo su sueño de oficial de alto grado, solo le dijo que le esperase, que no tardaría en volver con dinero ahorrado y quien sabe si podrían comprar una casa y...
─Volver ¿Cuándo, Mario? ¿De cuánto tiempo hablas? ¿Años, meses, décadas? Y yo que te escucho y no dejo de pensar en el cuento de la encajera aquella, con los dedos molidos de hacer bolillo.
─No será mucho tiempo ¡somos muy jóvenes aún! Tú solo déjame ahorrar algo. Di que sí ─suplicó el muchacho─, di que me esperarás....
─Lo quieres todo, y todo no se puede tener. Quieres ser el viento y yo también a veces quisiera ser el viento...
─Con viento o sin viento, pero dime que sí, Ángela. Prometo que me verás en un año, si no que me parta un rayo o me lleve una tempestad.
─No llames a la desgracia. Está bien. Y yo prometo esperarte ─dicho esto echó a correr hacía el ayuntamiento, como si tuviese miedo de desdecirse─ ¡Hasta mañana!
Al día siguiente la despedida. Septiembre había llegado lleno de grises y de sombras y a Ángela le pareció que un frío seco y nostálgico se le había instalado justo entre la segunda y tercera costilla izquierda.
Mercedes y sus hijos lo despidieron como el que se acostumbra al mal sabor de un jarabe: rápido y sin mucha ceremonia. Ángela lo hizo con la cabeza baja, torcida a un lado y con ese frío en la costilla que había llegado con el mes; los ojos humedecidos, como conteniendo un manantial. No hablaron de amor. Mario le tomó las manos unos minutos y se las llevó a la boca. Se miraron recordando en silencio la promesa y se abrazaron largo rato. Aparecieron entonces Louisa, el pequeño César, Anita y el padre Braulio. Mario les agradeció el detalle y bromeó con Louisa, revolvió el pelo del niño y le dio la mano al padre. Luego emprendió la marcha. El frío en la costilla de Ángela se expandió de pronto por todo el pecho, para poco a poco retroceder a su rincón inicial e instalarse de manera definitiva durante muchos y largos años.
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