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XII. Hierbabuena


En casa del alcalde, en lugar de orfanatos se debatía sobre certificados. Bajo el retrato del generalísimo y alrededor de una gran mesa de caoba, se hallaban los dos guardias, el alcalde y su secretario. Amén de doña Eulalia que escuchaba fuera de la habitación, con la oreja pegada a la puerta. Discutían, o eso creían, sobre qué poner en el certificado de defunción del fallecido. El alcalde estaba nervioso y no sabía cómo encarar el dichoso documento. No se había visto nunca en esas. Lo peor de todo es que no había podido probar bocado desde la merienda, hacía ya muchas horas, y eso le irritaba. Quería terminar con el molesto trámite, sentarse a la mesa a cenar, olvidar el incidente y acostarse. Su secretario, que era su cuñado, no parecía tener idea de resolverlo. Pasaba el tiempo y seguían enredados en aquel papeleo que se les antojaba jeroglífico. El principal problema era la falta de un juicio previo sobre el fusilado, así pues, se enmarañaban en explicaciones y anexos aclarando los hechos, en un texto confuso, incoherente y enrevesado. Hasta que doña Eulalia, murmurando detrás de la puerta «inútiles» ya harta de tantas vacilaciones y tontadas, entró en la habitación con las narices abiertas y oscuras, una bata larga como larga era ella, y una pesada trenza recorriendo su espalda como un tren de mercancías.

─Congestión cerebral ─declaró.

Cuatro rostros la miraron desconcertados.

─Qué no hacen falta tantas aclaraciones ni detalles ─continuó─. Causa de la muerte: congestión cerebral y a correr... ¿Quién va a venir aquí a pedir explicaciones por ese muerto de hambre? Ale, ponerlo así, y a recogerse que ya es tarde. ¡Aire, aire!

Así quedó entonces el certificado de Ramón Capdevilla. Muerto un tres de septiembre de mil novecientos cuarenta y seis, en la población de Marinet, a causa de una congestión cerebral. Una vez zanjado el entuerto, el alcalde se dejó embargar por sentimientos más humanos, apiadándose del pescador entre bocado y bocado de rape, suspirando mientras mojaba el pan en la salsa. Se acostó con un barullo en la cabeza, como si entre las sienes se le hubiese instalado la orquesta nacional. A su lado, su esposa, luchando por no caer en el hoyo que su marido generaba con su peso, se preguntaba si estaría bien visto acondicionar un dormitorio para ella sola, y si murmurarían las criadas llegado el caso. Incrustado en el centro del colchón, su marido ya roncaba. Entre ronquido y ronquido, Tomás exhalaba una serie de suspiros largos y sibilantes, que terminaban desinflándose en un lamento sordo. Al tercer codazo de su mujer, la miró con cara de espanto.

─Fíjate que ahora me he desvelado. No dejo yo de darle vueltas al asunto... ─dijo a su marido─ ¿De verdad fue Gutiérrez el que disparó?

─Sí, Eulalia.

─¿En el cementerio?

─En el cementerio.

Quedó unos segundos callada, recreándose en la escena representada en su mente, acariciando mientras la cadenilla de la virgen del Carmen, que no se quitaba nunca.

─Anda con el Gutiérrez... ¡Y parecía tonto! ─dicho esto se dio la vuelta y por fin se durmió.

Amaneció un nuevo día sorprendiendo a Ángela todavía soñando. Cuando por fin despertó lo hizo creyéndose en su casa. Con ojos tranquilos y empañados miró a su alrededor: no, no estaba en su casa, ni en su habitación, ni en su cama. Tres camastros repletos de niños la rodeaban, cuatro incluyendo el suyo, que compartía con dos niñas más. El cuarto estaba en silencio. Apenas se escuchaba el resuello de los niños que dormían plácidamente, acurrucados unos contra otros, a excepción de Mario, que lo hacía solo, privilegio que disfrutaba por ser el mayor, a sus trece años. De fuera llegaron amortiguadas las voces de unos pescadores provenientes de la playa. Ángela se incorporó a medias, en un impulso de alerta y una rara sensación de fatalidad; entonces, como agua que se desborda de un cubo, le subieron todos los recuerdos de golpe: y era que su abuelo ya no existía, que estaba sola en el mundo. «¿Será verdad?» pensó incrédula «¿Es eso posible...?» Quiso levantarse, pero algo en su interior le advirtió de lo definitivo de la situación, como una certeza de lo irremediable, de lo que ya no se puede cambiar. Así, pues, continuó acostada, tirando de las sábanas y cambiando de costado cada cierto tiempo. Pegada a su espalda, una de las niñas se revolvió quejándose en sueños. Para no molestar se quedó quieta, la vista fija en la ventana donde, una maceta de hierbabuena, florecida y fragante, reposaba en el alfeizar. «Así que eras tú, entonces... ─pensó ensimismada─ Pobre, pobre flor ¡qué triste me hueles!» Y supo, en ese mismo instante, que la muerte olía a dulce y a melancolías, y que pesaba como una losa.

Por suerte para ella, en aquella casa atestada de niños poco espacio quedaba para lamentaciones, sí para el mucho que hacer. Apenas tuvo tiempo esos días en pensar en nada. Se acopló rápidamente a la rutina que marcaba Mercedes, como un miembro más de la familia. Le ayudaba en todo cuanto estaba en su mano, haciéndose cargo de las más pequeñas mientras esta se ocupaba de la casa. Consciente de su situación inestable, un instinto de supervivencia le indujo a ganarse el favor de Mercedes, a la que se aferró con todas sus fuerzas. Junto a ella pasaba las mañanas colocando sardinas en las piedras al sol, para secarlas. Iban al pozo; limpiaban el pescado y lo salaban; ayudaban a descargar la pesca del día y a remendar. A la hora de ir a por leña seguían un ritual muy curioso, que intrigaba a Ángela. Primero eran los hombres los que se encargaban de bajarla de la montaña, dejándola a la entrada del pueblo, bien amontonada en una pila; y luego eran las mujeres quienes terminaban de acarrear con ella hasta las casas. Les preguntaba entonces por qué lo hacían de aquella extraña manera, y si no sería mejor que se la trajeran de una vez hasta casa. Las mujeres la miraban sonriendo y decían «¡Ya lo sabrás, muchacha! No tengas prisa» y reían a carcajadas. «Estos hombres nuestros son así de raros» le decía Mercedes bajando la voz, no dando más explicación que esa, mientras atravesaban el pueblo cargadas de leña. Y Ángela se quedaba en ascuas, sin entender aquel extraño misterio de la leña. Porque Mercedes guardaba las distancias con la niña, no queriendo encariñarse ni comprometerse demasiado. Ese afán de distanciarse la llevaba a tratarla con frialdad, eludiendo los gestos de cariño que ella imploraba en silencio con aquellos ojos abiertos ─que parecían dos luceros en la noche, tanto brillaban─ añorantes de, si ya no consuelo, por lo menos aprobación. Pero Mercedes no veía en ella otra cosa que una boca más en la mesa. Ya se le había olvidado por completo de la desgraciada muerte de Ramón, que en su día pareció afectarle tanto. Bastantes disgustos tenía ella, para añadirse uno más. Se colocaba el delantal de buena mañana y no se lo quitaba hasta después de la cena, siempre atareada, siempre quejándose de algo. Tanto se quejaba, que muchas veces su mismo discurso le causaba tanta pena, que terminaba llorando a lágrima viva. Sus hijos ni me inmutaban, acostumbrados al «sinvivir» de su madre. Su disgusto más sonado y antiguo era el que le creaba su hijo mayor, Mario. Con el padre Braulio todavía convaleciente, tenía la libertad de salir con su padre todas las mañanas a pescar. A Mercedes le hubiese gustado que el niño permaneciese en casa, repasando el libro que le había prestado el padre. Al verlo regresar de la mar, con las mejillas enrojecidas y la sal enredada en los rizos, apretaba los puños en los bolsillos del delantal y lo miraba irritada.

─¡Lo haces a propósito! ¡Para fastidiarme! ¡Ay, qué sinvivir!

─¡Bah! ─contestaba Mario y arrojaba sobre Ángela algunas caracolas que había recogido de la orilla─ Toma, niña caracola. Me las dieron las sirenas para ti.

Ángela las tomaba con indiferencia, y cuando nadie la veía las arrojaba de nuevo a la playa. Quería decirles que ella ya no creía en sirenas, pero los niños estaban siendo tan buenos con ella, que le faltaba el valor y callaba. Por las noches, la pequeña de la familia con la que compartía cama, Carmencita, le acariciaba el pelo hasta que se dormía:

─No llores más, Angelita ─le decía─. Dice mi madre que tu abuelo está en el cielo, y que es un sitio muy bueno.

A lo que Mario respondía desde su cama.

─No está en el cielo, Carmencita, que pareces tonta. Está en el mar, con el ínfimo.


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