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XII. Cosas que pasan en domingo

Una tarde de finales de julio, algo aburridas de los monótonos paseos por la avenida, las jóvenes decidieron bajar a la playa. Se quitaron los zapatos y refrescaron los pies en la orilla, mientras, en el horizonte, apareció la barca del fallecido padre de Mario, manejada por sus dos hijos mayores.

─Bah, no traen nada ─dijo Carmencita cuando saltaron a tierra.

─No hemos salido a pescar, listilla. Hemos ido a la bahía a saludar al tío y a comprar unas cosas. Pero, bah, a ti que te importa.

Carmencita se quejó de que no las llevaban nunca con ellos, expresando su deseo de ver a la tieta Juana. Entonces Mario propuso hacer una excursión el domingo. Todos estuvieron de acuerdo. Y fue esa la única vez en todo el verano que se planeó algo.

Dos días después la idea se llevo a cabo. El grupo se dividió en dos barcas: en una Bernabé, su novia, Jacinta, Olvido y Margarita; en la otra Mario, Ángela, Carmencita y los mellizos, que se empeñaron en ir con ellos. Llevaron gaseosa, dos panes de kilo, mantequilla, queso americano y unas natillas que Mercedes les hizo con la leche en polvo. La mañana era calurosa, el sol radiante. Las chicas se anudaron sus pañuelos de colores bajo la barbilla y saltaron con agilidad a las barcas, con sus vestidos de fresco algodón recogidos sobre las rodillas para no mojar la tela y las alpargatas en una mano. Los mellizos gritaban de emoción, observando a sus hermanos comprobar las velas, con sus camisetas en sisa y sus pantalones arremangados. Todos estaban de buen de humor. Pero cuando empezaron a alejarse la costa, justo después de que Mario izara la vela, Ángela empezó a sentir una extraña sensación de vértigo, mezclada con miedo, sin embargo no dijo nada a nadie. Le costaba seguir la conversación de Carmencita y todo a su alrededor se emborronaba. Algo le oprimía el pecho y tenía la sensación de que iba a desmayarse de un momento a otro. De fondo seguía escuchando a su amiga, a los mellizos, sin entender un pimiento de lo que hablaban. Cogió aire pensando que se iba a morir allí mismo, en medio de la nada y en domingo, en un soleado domingo. Otra voz más grave pareció tapar a las anteriores; se concentró en ella percatándose de que no veía nada. «He cerrado los ojos» pensó con alivio, abriéndolos.

Lo primero que vio fueron las pupilas dilatadas de Mario, cubiertas por un iris castaño claro, moteado en amarillo. Se dio cuenta de que le tenía cogida la mano, apretándosela con fuerza, y de que le preguntaba algo. Tardó unos segundos en ordenar las palabras y contestar.

─Mejor, estoy mejor.

Carmencita le hizo beber gaseosa. Poco a poco esa horrible sensación fue desvaneciéndose, marchando entre las olas como si nada. Sintió vergüenza y fastidio y se acordó del abuelo, de cuando se reía de los que se mareaban en los barcos; lechuguinos, les llamaba. «Oh, dios, me he convertido en una lechuguina» pensaba. Entretanto Mario seguía sentado a su lado, sin soltarle la mano:

─¿Cuánto hace que no navegas?

Intentó hacer memoria. Debía de hacer mucho tiempo, desde que era niña, con el abuelo... y entonces comprendió: fue aquella vez, cuando se lo llevaron... de alguna manera debía haberlo relacionado todo. Inconscientemente repitió sus pensamientos en voz alta. Mario volvió a apretarle la mano:

─Eso lo explica todo. Debes salir al mar más a menudo, para espantar a esos fantasmas.

Frente a ella, los mellizos, ahora callados, la miraban con gravedad, sin atreverse a abrir la boca. Les sonrió pasándoles la gaseosa y ambiente volvió a ser el de antes del incidente. Pasaron la mañana en la bahía, en una cala solitaria a la que solo se accedía en barca. Allí almorzaron y se bañaron. Después fueron al pueblo a visitar a los tíos de Mario. Juana era la hermana pequeña de Mercedes, también casada con un pescador, aunque no habían tenido hijos. Decía la tieta que su hermana había cumplido con el cupo de niños para varias generaciones y que, a ella, por ser la última, le había tocado resignarse a ser tía únicamente. Los recibieron con alegría, obsequiándoles con un segundo almuerzo. Los pequeños gritaron eufóricos cuando vieron la mesa puesta y, pese a estar llenos, se lo comieron todo con apetito, en especial Agustín, al que su tía mimó llenándole el plato en dos ocasiones, hinchándosele tanto la tripa que apenas pudo dar dos pasos seguidos sin gritar:

─¡Voy a vomitar!

Esto fue de vuelta a la barca, merodeando entre las rocas para ver si conseguían algunos mejillones para la cena. Pero cómo Agustín se llevaba la mano a la tripa y se quejaba, además que a Sarita le había dado por imitarlo y quejarse también, aunque ella no había comido ni la mitad que su hermano, se sentaron en la arena a reposar la comida. Mario cogió a su hermano pequeño y le palpó la barriga.

─Qué poco acostumbrado estás a los banquetes, hermanito. Mira cómo se te ha puesto la panza con dos lentejas y un rape. Cuando vuelva de américa te mediré el brazo...

Y cómo ya se lo estaba midiendo con los dedos, y al niño no le gustaba nada, se zafó de él chillando como un demonio. Lo cierto era que el pobre se avergonzaba de su brazo enclenque, y le molestaba que se lo señalasen, lo que era una constante en su casa. A Mario le preocupa Agustín, lo consideraba diferente al resto de sus hermanos. Le complacía su carácter especial, independiente, y ese orgullo que iba por delante de cualquier necesidad básica. Era, sin duda, su preferido, incluso por encima de Bernabé, con el que había compartido infancia y correrías, siendo el más cercano en edad y aficiones. Para congraciarse con su hermano le cogió el brazo a Ángela, que se había sentado a su lado.

─Pues mira, chico, Ángela también está hecha una enclenque, ¡y eso que vive donde el alcalde!

Ella también le apartó el brazo de un tirón, con algo de soberbia en la mirada. El muchacho se quedó entonces callado de pronto, sin saber qué hacer a continuación. La cosa era que no terminaba de acertar en cómo conducirse con Ángela, y a veces sentía que se comportaba como un idiota, aun sin poder evitarlo. De forma extraña aquella torpeza suya, quizá por rebeldía, le insufló el valor que le faltaba. Se fijó en que Ángela sujetaba un palo, con el que hacía círculos en la arena y los borraba. Esquivando su mirada, se lo quitó para sustituirlo por su mano. Solo entonces, inseguro, se atrevió a mirarla. Ángela recibió el gesto con sorpresa, pero no retiró la mano. Así quedaron callados y dichosos, como si ese unir de manos les hubiera soldado la lengua al paladar; la cuestión es que a ambos les pareció natural aquel silencio, o bien no supieron qué decir para mejorarlo.

Media hora después caminaban hacia la barca, todavía cogidos de la mano. Siendo los mismos ya no lo eran. El «nada ha cambiado» pasó a ser un «todo ha cambiado» rotundo, según el criterio de Ángela, que calificó el suceso de sumamente inolvidable e inaudito en su diario, dedicándole tres páginas a doble cara, con subrayados, exclamaciones y muchas mayúsculas. Además, tuvo el detalle de guardar el palo de recuerdo ─envuelto en papel de seda y rociado con agua de colonia─ en el fondo del cajón de la ropa blanca.


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