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VIII. Un disgusto

Los caballos negros son.

Las herraduras son negras.

Federico García Lorca.

En Marinet no había cuartel de la guardia civil. Sin embargo, pocos eran los días que no se les viera custodiando entre las rocas, en busca de un posible contrabando. Por norma general venía una pareja de un cuartel cercano, y siempre eran los mismos; sus nombres: Cornejo y Gutiérrez. Todas las mañanas se les podía ver recorriendo de arriba a abajo la playa; enfundados en unas verdes casacas que impedían la transpiración y un tricornio reluciente sobre sus cabezas. A finales de agosto había empezado a cambiar el tiempo, o más que cambiar se diría que había enloquecido; lo mismo llovía que hacía un sol radiante, para consternación de los pescadores y alivio de los guardias.

El día auguraba tormenta. El mar se veía negro en su fondo, y el viento animaba a las olas que iban tomando fuerza según pasaban las horas. Era casi mediodía cuando el cielo se iluminó en destellos, secundados por truenos lejanos, cayendo poco después las primeras gotas de lluvia, aún débiles, arrastrando un olor a arena mojada. Cornejo, de mayor graduación que su compañero y el que tomaba la decisiones, miró a su compañero y le hizo señas para abandonar la playa. Buscaron refugio en el antepecho de un balcón, y allí quedaron una media hora, mirando en silencio la lluvia caer sobre la desierta costa. Pero algo pasó que rompió aquella quietud, y fue cuando el Cabo Cornejo hizo un gesto reflejo como de abandonar el refugio, que desechó al instante.

─¿Qué...? ─preguntó Gutiérrez, pensando que debían marchar.

Apareció entonces la mujer del alcalde, doña Eulalia, bajo un paraguas que le había prestado un tendero. Al ver a los guardias se detuvo en seco.

─Pero bueno... usted por aquí, cabo, y con esta lluvia. Vengo dispuesta a rescatarlo de la tormenta ─dijo sorprendiendo a Gutiérrez, que no la había visto llegar─. ¡Y no se me niegue! Le informo que hoy tenemos cochinillo...

─Se lo agradezco, doña Eulalia. Pero como ve estamos de servicio y no podemos abandonar el puesto en ningún caso ─contestó imperturbable.

─En ningún caso ─repitió Gutiérrez.

Ignorando a Gutiérrez la doña no se dio por vencida y siguió hablando con el cabo.

─Así que me va a tener aquí, empapada, hasta que se decida a venir ¡Qué malo es usted! Por cierto, mi marido me decía esta mañana que hacía tiempo que no se le veía por casa. ¡Será porque yo no lo invito! Definitivamente es usted muy malo...

Cornejo no contestó.

─¡Qué sorpresa se llevará mi marido cuando lo vea llegar! ─continuó la doña─. Hay tan poca gente aquí con quien hablar, tan poca... ¿no le negará esa dicha al señor alcalde?

Diez minutos más tarde el alcalde recibía en su casa a dos inesperados huéspedes, y las criadas las órdenes apresuradas de añadir sendos cubiertos a la mesa. La doña subió a su habitación para cambiarse de ropa y calzado. Quince minutos más tarde bajaba con una falda y blusa exactas a las que se había quitado, con la única diferencia de que estaban secas. Porque entre sus virtudes no se hallaba el buen gusto, y en su armario las prendas se asemejaban tanto unas a otras, que la doncella tenía serios problemas a la hora de acertar con las prendas que le demandaba. Encontró a su marido recostado en un sillón de piel, con un coñac en la mano, hablando con los dos guardias que habían tomado asiento en una silla, sujetando también sus copas. El cabo Cornejo parecía incómodo, sentado al borde de la silla, haciendo caso omiso al coñac. Tenía unos treinta años, era alto, robusto, de ojos claros siempre entornados y cabello pulcro de un dorado oscuro. Irradiaba fortaleza y tenía un aire rocoso y frío, como si lo hubiesen tallado en lugar de criarlo. Gutiérrez estaba mucho más relajado, e iba dando sorbos al coñac, manteniendo una conversación animada con el alcalde. Era este mayor que su jefe, natural de Murcia, y casado con una catalana. De ademanes torpones, rostro afilado y bigote recortado. Aunque su rasgo más notable eran dos orejas puntiagudas y sobresalientes, que le daban la sensación de estar siempre alerta. Se levantaron con la llegada de Doña Eulalia y al momento pasaron al comedor. Anita les sirvió el primer plato, que como todos los jueves era arroz a la marinera, debilidad particular del alcalde, no así de su esposa a la que le parecía un primero «de lo más vulgar y pueblerino», obviando los no tan lejanos días en que chupaba las gambas hasta dejarlas secas, y la vez en que se clavó una antena en su entusiasmo y estuvo semanas con el labio hinchado y supurante. Ahora las pelaba con cuchillo y tenedor, de una manera torpe y sin gracia, maldiciendo en su interior la afición de su marido al marisco. Suspiró aliviada cuando apareció el cochinillo, mirándola desde la mesa con un limón en la boca. El honor de trincharlo recayó en el cabo y, con su habitual parsimonia, lo hizo en cuatro cortes precisos y secos, mientras la Doña miraba hipnotizada cómo se tensaba la tela de su uniforme: «¡Qué brazo, dios mío, qué brazo! ─pensaba sacando el abanico─. Con un marido así quedaba yo encinta en pocas semanas. ¡Qué manera de trinchar!» El cabo, ajeno a esos anhelos, comía en silencio, haciendo crujir sus molares de forma mecánica, como si midiera el tiempo de masticado en cada bocado. Al otro lado de la mesa el alcalde y Gutiérrez mantenían una conversación poco interesante e intermitente, aliñada con tópicos, que casi permitía escuchar el tic-tac del reloj de pared.

─Parece que ya no llueve ─dijo el cabo mirando hacia la ventana, dejando los cubiertos sobre el plato─. Gutiérrez, nos vamos.

─¿Cómo? ¿y el postre? ¿el café? ─se apresuró a decir la doña.

─Bueno, un café no estaría mal... ─apuntó Gutiérrez sin muchas ganas de abandonar la casa, desconcertado por la manera en que lo miró su jefe.

─¡Anita, el café! ─llamó la doña con voz chillona.

Pero el cabo ya se había levantado y dejaba la servilleta sobre la mesa, haciéndole gestos impacientes a su compañero. El alcalde intercedió comunicando a su esposa que lo tomarían en la terraza, que dejara a los guardias marchar a hacer su trabajo, preocupado por la posibilidad de renunciar a su habitual siesta. La doña, resignada, los acompañó a la puerta, pensando en algo que les pudiera interesar y así retenerlos en la puerta. Encontraba ella un raro placer en charlar con el cabo y no quería dejarlo marchar tan pronto. Soltó la primera tontería que se le vino a la cabeza:

─Cabo... ─dijo bajando la voz─ vigile usted a estos aldeanos, bien sé yo que no hablan de nada bueno, no señor.

─¿A qué se refiere?

─¿No sabe usted que por aquí hay mucho rojo? No, claro, lleva tan poco tiempo destinado... es natural. Fíjese en ese pescador, el de las barbas, no se le ha visto ni un domingo en misa, claro está, como el padre Braulio no es lo que debería ser... no dice nada. Y por si fuera poco ahora le ha dado por venir a preguntar por su hijo. ¡Figúrese! Venir aquí a molestar con republicanos desparecidos... mi marido es un santo...

─¿Acaso quiere denunciar algo?

─No...

─En ese caso buenas tardes, doña Eulalia. Y muchas gracias por la comida.

Con los tricornios descansando de nuevo en sus cabezas, y un sol incipiente ya apretando, salieron los guardias hacía la playa, donde algunos niños jugaban en la orilla, entre ellos Ángela y Mario. Gutiérrez los señaló con la cabeza.

─Esa que ves ahí es la nieta del pescador, el de las barbas.

─Tráela.

Volvió Gutiérrez sujetando a la niña por los hombros, seguido por Mario. El resto de niños interrumpieron sus juegos y salieron corriendo hacia sus casas. En las ventanas asomaron varias cabezas. El panadero ─que venía del molino─ quedó en la puerta, extrañado. El Cabo vio al niño escondido detrás de Gutiérrez, rascándose la cabeza.

─Vete, niño. La cosa no va contigo. ¡Fuera!

Salió corriendo Mario hasta llegar donde el panadero, con el que intercambió una mirada, asustado y dudando entre ir al café en busca de Ramón, o no hacer nada. En la playa, Ángela miraba con curiosidad al cabo, poco consciente de su situación. La sombra de Cornejo llegaba casi a la orilla, la de la niña apenas ocupaba tres palmos.

─¿Cómo se llama tu abuelo, niña?

─...Ramón, es pescador.

─¿Ramón qué más?

─Capdevilla, señor.

─¿Y tu padre?

─Mi abuelo me dijo una vez que se llama Luís, pero yo no lo he visto nunca.

─¿Segura? ¿No has visto nunca a nadie en tu casa, a parte de tu abuelo?

─No, señor. Solo estamos mi abuelo y yo, antes venía Conchita, pero se fue...

─¿Quién?

─Es una viuda que marchó a Barcelona, cabo. Mi mujer la conoce ─apuntó Gutiérrez.

─Está bien... ¿Dónde está ahora tu abuelo?

─En el café. Hoy no ha ido a pescar, por la tormenta...

El Cabo Cornejo dejó de prestar atención a la niña, que lo seguía mirando incapaz de moverse, y dirigiéndose a su compañero, le dijo:

─Vamos, Gutiérrez, a ver que se cuece en ese café.

─¿Nos llevamos a la niña?

─¡No! Deja que se vaya ─y volviendo su atención hacia Ángela le dijo en un tono suave, raro en él─. Ya puedes marchar.

Las cristaleras del café marítimo estaban empañadas y nadie los vio llegar. Se abrió la puerta de golpe y doce rostros los miraron intrigados. Entraron. Un olor a tabaco añejo molestó el fino olfato del cabo y casi deseó ser una mujer para llevarse un pañuelo a la nariz; por supuesto no hizo tal cosa. El cabo y su compañero se sentaron y pidieron unos cafés, se quitaron el tricornio y lo dejaron sobre la mesa en silencio. Cuando el camarero sirvió los cafés, el cabo se dedicó a hacerle una serie de preguntas que guardaban poca relación entre sí, desconcertando al hombre, que iba respondiendo aturdido y sin tiempo para reflexionar, con preguntas que se pisaban unas a otras, muchas de ellas trivialidades. Entonces señaló la mesa donde estaba Ramón jugando al dominó y le preguntó por este, hasta que se cansó de preguntar y dejó marchar al camarero, que ya no sabía ni lo que había contado. Antes de salir del local, al pasar por la mesa de Ramón, el cabo se dirigió a él de pasada, casi sin detenerse.

─Pescador, mañana quiero una parte de lo que pesques, ya sabes, una donación para el imperio.

Ramón no contestó, quedó sentado con las mejillas ardiendo de la ira y las cejas leonadas. Sus paisanos intentaron calmarlo sin éxito, y poco faltó para que saliera a la puerta a decir alguna barbaridad. En la calle Gutiérrez preguntaba a su jefe por el porqué de todo aquello. Si es que recaía alguna sospecha sobre el viejo, o si tenían que estar atentos a algún detalle.

─Nada, Gutiérrez, solo estamos marcando territorio, así como hacen los perros. Que sepan quién manda ahora, nada más. Que no se les olvide quién ganó y quién perdió, que parece que por aquí ya no se acuerdan. Por si acaso, Gutiérrez, vamos a recordárselo. No se vayan a creer que, por estar recogidos entre mar y montaña, pueden reírse de la autoridad.

A Gutiérrez le asombró el largo discurso de su jefe, porque nunca había escuchado de su boca más de dos frases lacónicas seguidas. Le dio la razón en todo y decidió aprovechar la ocasión para ser útil, pensando que «nunca se sabe de dónde puede venirle a uno un ascenso», pensamiento que inundó sus orejas en alegres vibraciones: su mujer esperaba un segundo hijo y el sueldo de guardia no daba para mucho. Se frotó las manos y siguió a su jefe hasta las rocas, continuando así con su acostumbrada ronda. Caía la tarde y en la playa los niños habían vuelto a sus juegos, olvidando lo ocurrido. Horas más tarde, los guardias abandonaron sus puestos y partieron al cuartel, dejando el pueblo en sombras. Las casas se iluminaron en frágiles llamitas mientras las olas, murmurando en la orilla, arrastraban conchas y guijarros.

Esa noche en casa de Ángela no hubo cuentos, solo paseos malhumorados. Apenas salió Ramón del café, unas vecinas le contaron todo lo acontecido en la playa entre el cabo y su nieta, hecho que acrecentó su ya disgusto de manera considerable. Paseando arriba y abajo escupió todos los juramentos que conocía. Ángela, preocupada, insistía en que no había pasado nada, en que el cabo no le había hecho ningún daño. Entonces el abuelo se sentaba y miraba el plato de comida, lo revolvía con la cuchara y, al poco, como si se acordara de algo, se levantaba y continuaba maldiciendo. La niña subió a su alcoba con un pellizco en el vientre y, después de abrir las ventanas de par en par, se tumbó en la cama sin quitarse la ropa: «Que el abuelo no se enfade, y que el guardia marche lejos; amén. Que la nuera de Conchita se ponga buena, y que Conchita vuelva; amén. Que nunca se acaben los peces, y que se vayan todas las tormentas; amén y amén.» No había terminado de murmurar en último amén cuando el pellizco se deshizo en un suspiro y su respiración se acompasó, quedando dormida segundos después. Una luz blanquecina se coló por la ventana, reflejando la cómoda de madera gruesa y la jofaina; las finas cortinas de algodón se inflaron en silencio y un aire limpio la acompañó en sueños.

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